Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

martes, 22 de septiembre de 2009

Hartos de Dios

El corazón le golpeaba en el pecho como un puño sobre una almohada. Creyó morir a causa de la tremenda conmoción, preocupado por 'palmarla' con esa ridícula expresión, con esa media sonrisa y con los ojos entornados, como un ahorcado apretando un billete de lotería con ambas manos.

Pero no fue su último día. Se puede suponer que aún le quedaban muchos más que soportar, cada uno de ellos cubriendo de aburrimiento la antigua tristeza que formaba parte de su existencia, al igual que el lunar descubierto en su espalda durante la infancia.

El hecho de que el billete de lotería fuera el más remunerado de la historia no lo liberaría del profundo arraigamiento en la apatía. Aunque es cierto que, durante unos meses, la fuerza del acontecimiento conseguiría rescatarlo de una vulgar cotidianidad, de la simpleza de míseras rutinas. La fortuna lo llevaría en volandas por los cielos de fantasías cumplidas, satisfaciendo todos sus deseos en edenes donde el dinero es Dios y su poseedor, el dueño de Dios.

Pero sucede que al escritor no le merece la pena describir aquellas fechas, porque, siendo agotador para él, para el lector puede resultar aburrido. ¿Quién no conoce alguna historia sobre algún nuevo rico? De alguien que, de repente, se hace millonario y que, llegando a las costas de la felicidad, descubre un mundo dichoso que es necesario colonizar; afortunados que se instalan en paraísos que no saben cultivar, limitándose a tomar posesiones y a hartarse del gozo, tratando de apagar los ardientes recuerdos de las carencias, de las frustraciones.

Al cabo de algún tiempo, el protagonista, si fuera listo, se convertiría en algún tipo de Robinson, complacido con sus pertenencias, que ya no espera el barco de las provisiones, con eso que tanto se echa en falta en esas cumbres: la verdad, lo auténtico, el desinterés. Si no fuera listo, probablemente arruinaría el territorio, habría secado el vergel y, en el vacío de la pérdida, soñaría desesperadamente con el barco del regreso a su antigua vida, a las rutinas vulgares, a la sencillez de la existencia minúscula.

El escritor, ya está dicho, no desea escribir una historia repetida una y mil veces, historias de libertos que se limitan a pastar entre sus riquezas, historias de los que añoran el yugo, la tranquilizadora irresponsabilidad del esclavo, las cómodas dimensiones de las verdades aparentes, la confortable residencia en las tradiciones.

Al escritor le gustaría escribir la maravillosa historia de un navegante que no tiene temor a sufrir un nuevo naufragio, la de alguien que, con pulso firme, día a día, va perfilando el mapa de sus emociones; escribir sobre el que podría ser el único ser humano libre del planeta, de ese que se conquistó a sí mismo antes de conquistar el mundo, de ese que nada teme, que nada desea; escribir, por ejemplo, sobre un hombre que abandonó su casa dejando las puertas abiertas y que, después de enterrar su oro, dibujó cien mapas verdaderos, lanzándolos a cien aguas diferentes en cien botellas iguales, con la esperanza de encontrar al menos a un soñador digno de su riqueza; escribir sobre alguien que se deshace de su fortuna entregando fajos de dinero en los aeropuertos, intentando insuflar aire en las velas del auténtico viajero, de ese que prefiere seguir adelante, hacia el futuro, en lugar de regresar a su pueblo para dormir al calor del dinero oculto en su colchón. Pero... aunque parezca que el escritor es todopoderoso, que en sus fabulaciones hace y deshace, que como único Dios de su universo puede crear infinitos mundos, a veces, las criaturas, sus personajes se revelan, porque no creen en ningún dios, porque ni siquiera creen en sí mismos cuando el lector no los descubre. Así podría ocurrirle al hombre agraciado con el mayor premio de la historia de la lotería mundial, y puede que fuera por eso por lo que se reveló contra su creador, haciendo pedazos el billete para no tener que conquistarse, para no tener que abandonar su casa dejando las puertas abiertas, para no tener que enterrar tesoros y repartir fajos de billetes en los aeropuertos, tal y como le gustaría escribir a Dios.

A veces ocurre así: los personajes se revelan, obligan a escribir al escritor su verdad, su propia historia, en la que, generalmente, no quieren ser protagonistas de nada porque están hartos de los excéntricos caprichos de la fortuna, de los inconmensurables sucesos, de gestas heroicas, de las tremendas exigencias de sus creadores.

La mayoría simplemente quiere que el escritor escuche sus oraciones.


sábado, 4 de julio de 2009

Pésames ingrávidos

Murió como generalmente se muere en los hospitales, en soledad, sin dolor. Lo último que reconocieron sus sentidos fue un anuncio publicitario en el que una figura popular se presentaba como periodista y madre, alquilando su verosimilitud a una fábrica de productos lácteos que aseguraba ayudar a las defensas del organismo humano gracias a los beneficios de sus bacterias patentadas.

Fue un ser de genio dócil y amable, hizo muchos amigos, tuvo algún que otro adversario, pero jamás un solo enemigo declarado. Amó a casi todos sus amantes, aunque reservó lo mejor de sí para los hijos, complaciéndose con su presencia mientras estuvieron a su lado. Después, los triunfos de cada uno de ellos le siguieron colmando de felicidad y orgullo. Su última pareja falleció repentinamente y apenas tuvo tiempo para sentir algún vacío, pues aún permanecía su olor entre la ropa del armario y parecía resonar el eco de sus palabras en la casa. Empaquetó, poco antes de ingresar en el centro hospitalario, las más valiosas posesiones de su cónyuge muerto, apilando las cajas en el sótano; álbumes de fotos, discos, libros, vídeos, cartas de amor; todo tan fresco durante unos instantes y tan rancio durante años; gloriosos testimonios que justificaban una prestigiosa existencia; diplomas, certificados, escrituras de propiedad, pasaportes; se pudrirían ahora en la húmeda oscuridad de un rincón.

Alguien le despojó de la bata del hospital, alguien le vistió sus propias prendas, alguien maquilló su cara, alguien introdujo el cuerpo en el féretro de caoba alquilado, alguien lo transportó hasta la sala refrigerada destinada a las exposiciones cadavéricas donde lucía impecable al otro lado del gran cristal, frontera que separa a los muertos de los vivos en los tanatorios, una urna con ventilación independiente y termómetro indicador visible desde el exterior que marca cero grados. Encerrar a la muerte al otro lado; aparecer como durmientes en el escaparate de una floristería, rodeados de ofrendas, de hermosos arreglos florales; ramos lujosos, coronas fúnebres que intentan compensar con sus colores y aromas la espantosa putrefacción contenida en tan funesto receptáculo.

Nada de condolencias para sepelios estándar, a nuestro fiambre se le vela en un tanatorio premio Nacional de Arquitectura en el que la prestación de los servicios contratados hace especial hincapié en la atención a familiares y amigos, disponiendo para ellos de un oratorio multiconfesional, así como de servicio de cafetería, restaurante, parking público, venta de féretros, lápidas, floristería. Un confortable centro comercial de la muerte que ofrece servicios como asesoría jurídica, asistencia psicológica, esquelas en periódicos; diseño de recordatorios; obtención de certificados oficiales, tramitación ante los organismos del estado: Seguridad social, pensiones, últimas voluntades, y, por supuesto, tanatopraxia, para que los conocidos puedan ver por última vez con una apariencia natural y tranquila a su pariente intentando hacer que la situación sea algo menos traumática; aunque todos los muertos son feos porque la muerte es espantosa; por eso a casi nadie le gustan los funerales ni los entierros; por eso únicamente lunáticos o psicópatas descubren belleza y paz en las funerarias, en los ecos de los llantos cada vez más escasos; por eso se oculta a la muerte; por eso pagamos a extraños para que se encarguen de los restos de nuestro padre, de nuestra madre, de nuestros hijos, de nuestros seres queridos.

La sala contratada está vacía esperando la llegada del primer visitante. La música, composiciones elegidas de un prestigioso catálogo, comenzó a sonar por altavoces camuflados desde su apertura un par de horas atrás. En una gigantesca pantalla aparecen instantáneas del ser humano que está en el ataúd tras el limpio cristal. Imágenes en que se aprecia una evolución vital, caras felices, sonrisas, abrazos; siempre en compañía, en la playa o sobre la nieve de las montañas. La inexpresividad del cadáver contrasta con la viveza de su cara en las fotografías en las que aparece feliz casi siempre abrazando a alguien, compañeros de trabajo, amigos, vecinos, hijos, a su pareja, a cualquiera, a todos.

La amplísima habitación genera quietud y serenidad. No aparece ningún símbolo religioso. Una agradable temperatura, los colores neutros, cremas, beige, marrones, procuran sensación de tranquilidad, el negro está prohibido, el luto no se manifiesta. La iluminación, el mobiliario inducen a la calma. Es un espacio acogedor diseñado con todo lo necesario para que el adiós de los vivos resulte lo más agradable posible. Se aprecia la profesionalidad, la eficiencia del personal en cada uno de los detalles, la atención personalizada que se ofrece las 24 h, los 365 días del año, como la realizada por el agente asignado que acudió al centro hospitalario para hacerse cargo del cuerpo y los trámites.

Hoy, el más ancestral de los ritos se procura discreto, amable, contenido. Obviar a la muerte en una vida orientada al placer de eso se trata, ignorar la pena, al terror existencial impregnado en todos los átomos de todos los seres vivos; disimular al muerto entre flores; mirar en la pantalla el vivo color de su sonrisa; por qué sufrir una fea realidad que manchará vuestra memoria; son los atrasados, los pobres, los que no pueden pagar el servicio los condenados a vivirla; vosotros podéis contratarlo; os merecéis espacios y protocolos que os seden el alma confeccionándoos bellos recuerdos y donde prime la comodidad para los que veláis al muerto, salas individuales que preserven la intimidad, aseos, duchas con un diseño más propio de un hotel que desdramatizan el acontecimiento. Evadir la muerte, esconderla como a una horrible verruga tras un hermoso decorado. Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de que ésta llegue deseando que sea durante el profundo sueño y tan amable de no despertaros en un último sobresalto. Ser considerados, procurar dejar un hermoso cadáver, un elegante cuerpo inerte digno de admiración ante el que apenas se derrame alguna lágrima, lejos del mal gusto de la incontinencia emocional y su insoportable resaca. La banda sonora finaliza, pero al cabo de unos segundos vuelve a sonar desde el principio; han pasado cuatro horas; en la pantalla, el bucle de imágenes sigue mostrando afectos.

Acaso una hija mayor se encargará de contratar los servicios, aunque no pueda asistir al funeral porque como miembro de alguna ONG en algún Hospital Infantil de Tubinga su trabajo sea indispensable y su ausencia desencadenante de algún colapso; otro hermano podría estar disfrutando de una beca para artistas visuales en Nueva York o en París, preparando una primera exposición que fatalmente coincida con el fallecimiento, siéndole imposible postergar la misma; sería el encargado de esparcir las cenizas tras la incineración según el deseo del finado, aunque dada la imposibilidad de asistencia puede que contratara el servicio con la funeraria dando indicaciones del lugar donde esparcirlas; puede ser que tengan otro hermano al que haya sido imposible localizar, quizá un sacerdote de los Misioneros del Verbo Divino que misiona en la lejana Australia. Seres solidarios comprometidos con sus semejantes que trabajan incansablemente por una vida mejor para todos los seres humanos.

En otra pantalla más pequeña van apareciendo pésames ingrávidos, condolencias y excusas recibidas por internet y telefonía; cientos de mensajes dolientes, postales electrónicas ilustradas con puestas de sol, lagos y altas cumbres llegan desde distintas partes del mundo. Al fin, la puerta se abre, aparece un hombre con una guitarra, echa un vistazo a su alrededor y no se sorprende al encontrar la sala vacía, mira su reloj y después a una mesa en la que se presenta un surtido tentador servido por una prestigiosa empresa de catering; se resiste a probar bocado, es un profesional; desenfunda la guitarra, carraspea e inmediatamente comienza a cantar alguna canción favorita de la persona difunta, puede que 'Let it be' de The Beatles; ni en una ocasión mira al interior del ataúd y cuando termina sale inmediatamente cerrando la puerta despacio. Han pasado muchas horas, casi todas; la inasistencia a sus honras fúnebres deshonra al cadáver aunque quizás le realicen el mayor homenaje posible desde la lejanía, olvidando sus ofensas, sus carencias, dejando su nombre limpio de ellas en la memoria de todos los ausentes. Nada más; una vida completada; alguien que debió morir hace mucho tiempo; nada fatal; tuvo suerte falleciendo mucho después de que murieran sus ilusiones, ya no deseaba nada, ni siquiera un día más de vida; si acaso, deseó en el último instante estrechar una mano querida, porque eso sí es triste, eso es lo verdaderamente triste; morir solo en la habitación de un hospital; a pesar de haber sido un ser amable, tolerante y respetuoso.

La empresa cuenta con expertos directores de eventos y a la mañana siguiente entra el asignado a la familia dando órdenes a los asistentes. El cadáver, las flores, se retiraron de la cabina y no hubo que limpiar los restos de ningún beso en el cristal. Siguen llegando condolencias con muestras de poemas y textos relacionados con el fiambre, los altavoces siguen repitiendo la misma música, se ultima el homenaje, el adiós, ya empezó a olvidarse todo lo que esa persona fue o representó, todo lo que hizo o dejó de hacer; así hasta dejar de existir definitivamente con el último recuerdo del último ser vivo que nos conoció. Un operario desconecta las pantallas, apaga las luces y retira su nombre del panel de anuncios; la sala queda limpia, silenciosa, preparada para un nuevo servicio.

Olvidamos, pero cuando parten los que nos conocían nos dejan más solos y si se pueden contar más conocidos muertos que vivos, el fin no está muy lejano. Se es inmortal hasta ver al primer muerto, entonces se reconoce que algún día alguien dejará una flor sobre nuestro féretro con gesto recogido y sintiéndose culpable por no sentir dolor alguno, igual que te ha pasado o pasará a ti, porque desde niños nos blindan contra el sufrimiento y si nos sedan los dolores físicos, por qué no sedar los del alma; la muerte no se puede evitar pero el sufrimiento sí; la pena poco a poco está siendo desterrada en los entierros hasta llegar a convertirlos en una fiesta; se trata de pasar rápidamente la página de la tragedia para regresar de inmediato al confortable refugio de la rutina, al consumo de microdosis de alegría y felicidad porque no hay mayor dolor que el de no poder consumir.

Incinerar inmediatamente a los muertos, sus cenizas no tardarán en perderse entre el polvo de los remordimientos, liberarse de los tributos al dolor, de esos homenajes ante las tumbas que encierran los cuerpos corruptos de seres queridos, tan corrompidos como la mayoría de los individuos ultraestandarizados que perdieron sus instintos domesticados por los medios, sometidos a todo tipo de influjos consumistas y obsesionados con el poder adquisitivo.

Tras la incineración fue encargada una urna ecológica para las cenizas, compuesta de sal marina que se diluye en el agua en 30 minutos sin dejar residuos. La gratificación extra no fue motivo suficiente para que el empleado de la funeraria cumpliera el encargo y en lugar de arrojarla al mar según las indiccaciones, se deshizo de ella en una alcantarilla cerca de unos grandes almacenes donde quería aprovechar el último día de rebajas.

viernes, 22 de mayo de 2009

De las personas con olvido

De repente, el silbante viento aparece, peinando los mechones del juncal y rizando la superficie del charco en la que una anciana se miraba hasta entonces como en un espejo. Levanta despacio la vista al camino y, después, al cielo; las nubes pasan raudas, como si fueran un archipiélago aéreo, ajironando con sus blancos el profundo azul del cielo. Por entre ellas se cuela un haz de luz que cae sobre un húmedo campo de tierra rubia salpicado con los verdores de los árboles, de los matorrales, y también con el granítico volumen de los inamovibles peñascales.

La mujer permanece sentada, casi recostada, sobre la arena húmeda que bordea el charco. En el gris de la cabellera despeinada se evidencia el paso de sus muchos, muchos años. Se sujeta los sucios mechones tras las orejas, dejando al descubierto una frente amplia con algunas manchitas marrones y cruzada de lado a lado por finos surcos, por arrugas que parecen zigzagueantes culebrillas paralelas. Le desaparecieron las cejas y los ojos se le hunden en las cuencas. Los párpados sin pestañas no cercenan la perfecta circunferencia de sus iris; de los brillantes discos verdes que permanecen inmóviles, enfocados en la lejanía, mirando a nada.

El azulado claroscuro de la cercana sierra le cierra el horizonte a la ondulante campiña, recosida con el óxido de los alambres de espino y trazada de lado a lado por el cableado de las líneas de transmisión eléctrica. Una confiada liebre, sin reparar en la mujer, cruza el camino olisqueando la tierra; una golondrina garabatea en el aire con su nervioso vuelo antes de planear durante un instante sobre el charco y desaparecer. La señora ve a tres jilgueros aleteando sobre el barro más blando y, antes de poder contarlos, desaparecen jubilosos lanzando trinos.

Una risa estrepitosa brota de su boca; de igual forma, para de reír y en su rostro reaparece un rictus que manifiesta un estado de ánimo angustioso. Dejó en silencio a los campos; parece que incluso el aire cesó ante las carcajadas descompuestas de su risotada. Vista desde lejos, la inmovilidad del avellanado cuerpo cubierto con un blanco camisón estampado parece cualquier cosa menos una persona o una amenaza; las aves no tardan en reanudar los cantos.

La octogenaria, enferma y sola, deambulando por campos desconocidos, es una imagen que provocaría angustia moral a cualquier espectador. Sin embargo, la senectud desvalida, la perturbación de la razón y el desamparo no impiden a esa mujer ser intensamente feliz en esos mismos instantes. Ella no sabe que es feliz en ese instante; no lo sabe porque olvidó todo, por eso es feliz. A pesar del rictus de angustia que le dejó el alma marcado en el rostro, con la pureza de un animal, es feliz, plenamente feliz.

Elevándose tras la sierra, pareciendo salir de un volcán, aparecen nubes más blancas y altas que las que pasan sobre su cabeza, aligeradas por el vigoroso viento. Un jilguerillo se posa sobre el alambre de una cerca, su nervioso coleteo le confunde la vista mezclando el amarillo, el rojo y el negro de sus plumas.

La anciana está perdida desde hace muchos años; se fue perdiendo en su casa, después en residencias y hospitales, perdida entre rostros irreconocibles, confundiendo palabras, recuerdos, afectos. Supervisada por desconocidos que rigen su existencia imponiendo rutinas y que no paran de hacer preguntas estúpidas. "¿En qué se parecen una pera y una naranja?" Aún así, necesita a esas personas porque desaprendió a vestirse, a alimentarse, a hablar y empezó a alucinar. Dulces alucinaciones que en su amarga existencia son más verdad que la realidad que le rodea. Vio el tintero abierto de su infancia sobre la mesita de noche en la habitación de la residencia, reflejándose la luz de la bombilla como una ondulante luna sobre la superficie de la negra tinta; vio a su madre pelando patatas a los pies de la cama y acarició al gato que murió atropellado por un tranvía setenta años atrás.

Los espinosos cardos se esfuerzan en mantener su digna verticalidad y parecen más dignos que el flexible junco vecino, pero las impetuosas rachas los hacen tiritar y parece que es de miedo ante la invisible fuerza del viento. Un cernícalo, a unos metros de altura sobre el terreno, en vuelo estacionario, casi inmóvil, espera avistar alguna presa entre un macizo de florecillas silvestres; las sombras de las dispersas nubes se perfilan y pasan como manchas de vaca sobre la inmensidad de los campos. A ratos, el viento cesa permitiéndole escuchar los pajareros cantos y no muy lejos, sobre la hierba que bordea el camino, descubre a una perdiz inmóvil confundiéndose con las piedras.

La mujer ahora no alucina, pero no sabe que no alucina, porque no sabe nada. No sabe cómo llegó hasta ahí caminando descalza, que se perdió y que, estando tan cerca de la residencia, parece imposible que nadie la haya descubierto. Ahora, al igual que en su infancia, se siente una con la naturaleza. Una cosa sola que se dispersa y que está en todas las partes y en cada una de las cosas que le rodean. El suelo sobre el que se recuesta, los pájaros, las plantas, constituyen la totalidad del mundo y siente como un animal, porque es un animal, porque ha recuperado la esencial libertad primaria que consiste simplemente en ser; en olvidar; en vivir sin comprender.

Descubre el pequeño tatuaje que lleva en uno de sus pechos desde hace sesenta años, un pequeño corazón flechado y con dos iniciales que es incapaz de leer; después baja la vista hasta llegar a la larga cicatriz que le cruza el vientre, la recorre lentamente con la yema de uno de sus dedos y acaba justo en el momento en que un pato oculto levanta vuelo hacia el norte. El estrepitoso aleteo aviva el pulso de la anciana que se inclina sobre el charco y bebe como un gato. No es más que una mujer que estuvo presa en la red de actividades rutinarias de lo que los seres humanos entienden por vida, aunque ya no recuerda que es una mujer, que es un individuo único e irrepetible al que le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con amor y el miedo a la nada. Por eso es feliz, por eso su estrepitosa risa resuena de nuevo por el campo cuando ve su ajada cara reflejada en la superficie del agua serena. Se ha convertido en niña, es pura, es una despierta. Perdió la palabra, la razón, la moral, la virtud. Su alma murió antes que su cuerpo: así, pues, no teme ya nada.

¡Es libre! ¡Es la demencia!



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sábado, 14 de marzo de 2009

Héroe de marzo

En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.

Cuando el perro me lo propuso supe que había llegado mi hora, que habría de morir en poco tiempo por deseo de Alá. Juro que al saberlo sentí paz, que no tuve ningún temor y que por fin dejé de soportar el fatigoso peso de mi pecadora existencia. Me dijo que todo estaba perfectamente organizado, que yo correría pocos riesgos ganando mucho dinero. Supongo que pensaba que era lo que yo que quería oír: dinero. Pero el perro se equivocaba; en realidad lo que yo deseaba escuchar es que sería un héroe, un ejemplo para los míos, pero él remarcaba lo del dinero, hablaba de montañas de dinero para mí y para otros pensando que era lo mejor que podía decir a los que nos dedicamos a la briba, a un haragán, a una escoria social como era yo.

A esa hora la luz del sol entraba por el escaparate evidenciando la suciedad del cristal y dándonos de pleno nos hacía guiñar los ojos, aunque por aquellas frías fechas se agradecía el calorcito. El perro hablaba repanchingado en una de las sillas tapizadas con skay rojo del mismo bar donde me dio el soplo de un alijo muy fácil de robar, donde me habló del despreocupado representante de joyería, en fin; era mi informador y yo era su soplón. Allí, en aquel pequeño bar le chivaba aquello que me interesaba que supiera de mis competidores, de esos arrastrados con los que a sangre me disputaba el barrio. Sentados a esa misma mesa le di el nombre del que apuñaló al agente municipal, del que robó el coche del diputado; de la verdadera historia del secuestro del hijo maricón de la concejala del distrito. Fue él quien me convirtió en el rey de la zona más podrida de la ciudad, o, mejor dicho, me convirtió en el virrey porque el rey era él, el amo y señor era él; un dios en el que era imposible creer pero que podía acabar con cualquiera de nosotros con tan sólo señalarle con uno de sus jodidos deditos. A pesar de las sospechas jamás se demostró que fuera policía, lo que sí estaba claro es que era un tipo poderoso, que estaba blindado por otros aún más poderosos y que sabía demasiado.

Como ya he dicho, cuando en esa mañana me informó del asunto supe que estaba muerto. Nadie sale con vida de un negocio así implicándose con tipos como el perro como podría imaginarse cualquiera con dos dedos de frente, aunque siempre hay idiotas sin dos dedos de frente tal y como él supondría que lo sería yo. Mientras hablaba de euros, de fajos de euros, yo lo miraba como si mirara la soga con la que habrían de colgarme comprendiendo que ya era una pieza quemada para él, para ellos; para los que fabriqué cientos de historias de infamia que al fin se remataban así.

-No quiero dinero; quiero redención, quiero ganarme el paraíso –dije.

Sorprendido preguntó que de qué coño de paraíso hablaba, porque hay muchos paraísos y que se trata de saber cuál es el que le corresponde a cada uno. Callé la respuesta, no quise decirle que me ahogaba en el fangoso deshonor de mi existencia, que desde niño anhelé protagonizar un acto heroico que me librara de un destino marcado elevándome sobre la inmundicia de la que siempre estuve rodeado. Esperé la gran ocasión de mi vida para ponerme a prueba y demostrar al mundo que no era solamente un narcotraficante, un chapero; que en lo más profundo de mi ser germinaba la pureza, la semilla de un héroe que tras tantos años de oprobio tenía al fin su oportunidad para ser admirado, respetado; y eso para mí; más que un deseo; era una necesidad. Por eso sentía paz sin ningún temor; el perro sin saberlo me brindaba la ocasión, el acto heroico, la hazaña con la que purgaría mis pecados y que me redimiría ante mis venerables antepasados, con mi familia, con mi religión, con mis gentes.

La sanguijuela fumaba exhalando humo y halagos. Comprendió que le convenía cambiar su discurso para tentarme mejor y se dedicó entonces a envanecer a mi pequeño ego; dijo que se alegraba por fin de descubrir en mí a un verdadero musulmán, a un ser humano con principios aunque atrapado en el apestoso mundo del lumpen; dijo que podía llegar a comprender el odio que sentíamos muchos de los de mi religión contra la arrogancia de los infieles europeos y americanos, que olvidados de su propia fe aplastaban al pueblo de Alá arrasando países con ansia materialista, con la avaricia del mercader por el beneficio del petróleo. Todo lo que decía el perro era basura, igual que él, pero aun así doy gracias a Dios por presentarme al infiel en mi camino de dolor hacia la salvación. Pasara lo que pasara, yo ya estaba agradecido. Si Dios me predestina la cárcel, diré lo que dijo el Shaykh Ibn Taimiyya: “¿Qué podrán hacer conmigo mis enemigos? Si me encarcelan será para mí un retiro, si me destierran será un viaje, y si me matan seré mártir”.

Levanté la mano y calló. Yo sabía que en ese momento me podía permitir el lujo, la arrogancia, que no me plantaría un puñetazo en los hocicos como habría hecho en otra ocasión sin dudarlo ni un instante, pero ahora me necesitaba tanto, debía aguantar todos los desplantes que me apeteciera hacer, por eso yo tenía la mano levantada y él callaba. Noté que la rabia le hacía apretar los labios, aunque en realidad el perro no tenía labios; su boca era un pozo oscuro, una sajadura en la geta por la que expulsaba el humo y las promesas. Permanecí así con la mano en alto mirando a través del escaparate del pequeño bar. En la plaza reverberaba el sol y parecía que también reverberaba el fracaso de los que por ahí bullían; hormigas sin hormiguero que aparecerían y desaparecían por la desembocadura de las calles; delincuentes disimulando, putas del mediodía, el borracho regular, la cofradía de los politoxicómanos, el gremio de los trabajadores del desempleo, también ancianos sin delito viviendo en un presente inimaginable. Recuperó mi atención echándome el humo del tabaco en la cara.

-No quiero dinero –dije- lo único que pido es que cumpláis con lo que prometes, que se diga públicamente que soy un mártir, un fiel de Ala; un guerrero de la fe, un puto Ché islámico; que lo hice empujado por el odio que os tengo. Maldigo a este país de perros, a todos los que son como tú, a tus compatriotas. Quiero que se diga que yo soy la pena, el castigo a vuestra arrogancia. Juro por Alá, que no puedo soportar más el vivir en este mundo, humillado y débil ante vuestros ojos de infieles; que tengo miedo a que Dios me pida cuentas en el día del juicio y yo no tenga una excusa legítima para que pueda perdonarme. Por fin he dejado de seguir los extravíos de Satán, de humillarme ante el mundo entero que se ríe de mí, de nosotros. Yo maldigo a los tiranos y juro combatirlos con todas mis fuerzas. Pido a Dios que me facilite el martirio.

Entonces, el que levantó la mano fue él.

-Bueno, bueno. No hace falta que me eches más sermones. Para de decir gilipolleces de una puta vez moro de mierda. Sólo quiero saber si estás dispuesto a colaborar, a hacer lo que se te pide, a poner la puta bomba donde se te diga. Me da igual que lo hagas por dinero o por tu puto Alá. Dime de una vez si tienes los cojones suficientes para hacerlo.

Le dije que, sí buscándole la mirada tras el oscuro de las gafas, le reafirmé mi compromiso sabiendo que iba a morir utilizando a los que me querían utilizar tratando de convertirme en un terrorista suicida sin saber que me convertirían en un mártir. Al optar por el camino de la yihad cesaron de repente los ecos de suicidio que desde hacía tanto tiempo resonaban en mi cabeza. Por eso sentí paz. Me hizo repetírselo otra vez y le dije que sí, que pondría el explosivo donde y cuando ellos me dijeran. Se levantó arrastrando la silla que sonó como el chillido de una fiera herida, arrojó el cigarro al suelo, dijo que alguien me llamaría para darme las órdenes y que no me moviera del barrio. Fue la última vez que lo vi. Mi vista lo siguió hasta que desapareció entre los que pululaban por la plaza. Permanecí un rato más ahí observando el blanquecino humeo de la colilla mientras era incapaz de encontrar otra alternativa a mi futuro que no fuera la de la expiación, la de la purificación por medio del sacrificio. Causé tanto mal que ya había gastado toda la autoestima intentando justificar las injusticias que cometí; deshonré a mi familia quebrantando nuestra Ley, cometiendo actos impuros; atenté tantas veces contra la bondad de Alá que se me hacía insoportable el pensar en vivir un minuto más de esta vida de pecado; mi único anhelo entonces era el ofrecer mi inmolación como súplica y que la religión triunfara al fin por la sangre. Volví a los Dichos del Profeta (Dios reza por su alma). Me aferré al islam como yihad no como hasta entonces había hecho reduciéndolo a unas cuantas oraciones en la mezquita.

Días después, un individuo me entregó un teléfono en plena calle sin decir palabra. El aparato sonó casi de inmediato, una voz me dio instrucciones.

Empezaba a asomar la luz de un nuevo día de marzo cuando subí al vagón de un tren de cercanías. Tal como me ordenaron dejé la mochila con el explosivo bajo mi asiento protegiéndome de la vista de los que iban a morir tapando parcialmente mi rostro con una mano. No me atreví a mirar a ninguno de los que me rodeaban. Gente soñolienta que cumplía por última vez con su deber ignorando que en ese amanecer cerraron por última vez la puerta de su casa. Viajaba con ellos y yo los iba a separar definitivamente de sus madres, de sus hermanos, de sus hijos, de sus esposos, de sus mujeres; de todas esas personas que acabarían con el alma tan desmembrada como los cuerpos de los que ahora estaban a mi lado y que parecían conservar el calor de sus camas. Fuera, la silueta gris de los barrios periféricos se recortaba sobre el horizonte anaranjado y de un cielo que se iba azulando. Me fue imposible el no fijarme en alguno de los rostros reflejados en el cristal de la ventana, casi todos eran jóvenes, ninguno hablaba, parecían dedicarse a enhebrar sus deseos en la realidad.

El rodaje de las ruedas sobre la vía, el ligero vaivén, la calefacción complacían al pasaje hasta que llegando a una nueva estación las puertas resoplaban horriblemente y se abrían dejando pasar al frío y a nuevos viajeros. Yo me apeé en ésa, en la que me indicaron, nadie reparó en la mochila que dejé bajo el asiento. Juro que entonces yo invoqué a Dios pidiéndole las fuerzas que me facilitaran el martirio para unirme con los míos en el Paraíso, pero para mí vergüenza no tuve el valor de seguir en el viaje en el tren de los muertos y me bajé temblando como una mujer intentando ahogar las arcadas que me vidriaban los ojos con los que vi entrar el tren en la gran ciudad como si entrara el justiciero sable del Profeta en ella.

A la hora indicada me dirigí al piso. Cuando llegué ya estaban todos. Ninguno era hermano en el Camino de Alá. Un perro me apartó a mí y a otros dos para grabar el video que reivindicaba los atentados. Te lo prometieron, me dijo, te dijeron que aparecerías como un héroe, cuando vean la esto lo serás para millones. Encapuchados, armados, a los otros los disfrazaron de yihadistas, yo era yihadista; estábamos tan ridículos con el Corán, la metralleta y llenos de cartuchos los bolsillos de los chalecos que si no fueran esos momentos tan dramáticos sería gracioso mirarse con esa pinta en un espejo como preparados para el desfile en un día de carnaval. Amenazamos con sangre y destrucción según lo escrito en el papel que nos hicieron leer. Después los perros se fueron y nos dejaron solos, nos quedamos ocho compatriotas en el piso. Permanecimos durante mucho tiempo en silencio, nos prohibieron hablar. Pasaron los minutos y algunos empezaron a cuchichear hablaban de dinero, de millones, de pasaportes falsos, de billetes de avión, de los explosivos que cada uno dejó en los trenes. Pasamos así más de veinte días, encerrados, casi en silencio, sin luz, comiendo la basura que nos traían y esperando dinero, yo era el único que esperaba la muerte, nada más; deseaba morir, por eso era el más paciente y cada día que pasaba me sorprendía el seguir vivo. Alguno habló de cargo de conciencia aun sin saber a cuantos habríamos matado, pero a mí no me pesaba ninguna de las muertes; me hacía más daño la muerte de mi honor que la muerte de los infieles a los que quitara la vida; no los maté por dinero, los maté por Alá, eso es lo que yo sabía y lo que al final contaba. No devolvería si pudiera la vida a ninguno de esos perros infieles; no me arrepiento de sus muertes, me arrepiento de de las ofensas que hice a Dios, por eso deseo morir, por eso soy un suicida que pronto morirá inmolado, como muere un héroe.

De repente llegaron; eran dos hombres y una mujer, abrieron la puerta y nos pidieron salir del salón donde introdujeron un fardo de unos veinte kilos. Yo sabía que en ese fardo no había dinero ni pasaportes, pero los otros no apartaban la vista de él calculando el peso de los millones. Cerraron la puerta y tras unos momentos salieron. Nos dijeron que no tocáramos nada hasta que llegara la persona encargada del reparto, pidieron un poco de más de paciencia. Nos hicieron pasar al salón y cerraron la puerta con llave, la única puerta blindada del piso. Me extrañaba que ninguno de mis compañeros sospechara que iba a morir en poco tiempo. Al rato, uno preguntó que por qué nos encerraban; que por qué había una puerta blindada en el salón; otro respondió que sería para evitar que huyéramos con el dinero; otro dijo que no había cerraduras ni cierres en ese fardo hermético, otro, que parecía pesar demasiado para ser el dinero. Entonces fue cuando empezamos a escuchar los gritos.

Desde el portal nos exigían rendición. Las voces decían ser de las fuerzas especiales de la policía, querían que saliéramos desnudos, con las manos en alto y de uno en uno. Cuando mis acompañantes comprendieron al fin que era una trampa y que estábamos perdidos comenzaron a maldecir, supieron entonces lo que yo sabía desde el principio; que no teníamos escapatoria. Decidieron entregarse y chillaron cuanto pudieron diciendo que no podíamos salir porque no teníamos llave, como locos intentaban abrir la puerta desde adentro pidiendo clemencia y que no nos dispararan, rogaban que vinieran a buscarnos, el que abrieran la puerta. La policía gritaba también desde abajo, aunque yo no los entendía, entonces sonaron algunos disparos.

Todos callaron y en ese instante de silencio yo dije:

- Vosotros no sabéis dónde está el Bien. Eso es una bomba; la que os mandará al infierno. A mi no. Yo me sacrifico partiendo de mi total convicción y porque el Yihad es una obligación para los creyentes. Os confirmo que dejaré feliz este mundo porque no vale tanto como vosotros pensáis, y porque yo quiero encontrarme con mi Dios y que esté Él contento conmigo.

Volvieron a gritar, lloraban, maldecían, pero después todos acabaron gritando al unísono: Alá es grande, muerte al infiel. De repente sonó un teléfono dentro del fardo, una única llamada antes de la explosión.

Ahora no sé dónde estoy; si soy un héroe o un asesino; es tan poca la diferencia. Todo depende del dios al que se rece.

Qué la maldición de Alá caiga sobre los injustos.


jueves, 26 de febrero de 2009

Bosque de ensueños

El joven funcionario de la Jefatura Provincial de Tráfico se enamoró de la bella muchacha que esperaba el autobús todas las mañanas frente a una de las ventanas de su oficina. Nunca habló con ella, no conoce su nombre, su edad ni cosa alguna sobre su persona. Lo único que le importa es que es la mujer más hermosa que camina sobre el planeta; a sus ojos, un ángel; una diosa; un ser casi divino que cambió horas de sueño por horas de fantasía.

Fue en una luminosa mañana de mayo cuando la vio por primera vez, causándole tal impresión que supuso que jamás podría olvidarla. Apareció repentinamente en la pequeña plaza donde estaba la jefatura y la parada de la línea P3 y, al igual que el arcoíris, su presencia era capaz de hermosear cualquier entorno. La plazoleta parecía entonces preñada de vida, todo brotaba por doquier. El verde lustroso de los recortados parterres reflejaba la bendita luz de un sol complaciente, mientras que en las acacias de flor blanca empezaban a verdear las abundantes hojuelas elípticas que brindarían su ancha y agradecida sombra durante el abrasador verano a quienes transitan la glorieta de la olvidada ciudad provinciana. Desde esa primera mañana, la joven esperaba sentada en el bordillo enladrillado que cerca el parquecito del centro de la plaza, exponiéndose con agrado al sol tempranero que, junto al aire fresco de mayo, le componían un fulgente halo que desde la distancia le daba una apariencia pura, virginal, casi sobrehumana. El joven funcionario la observaba a su antojo, oculto tras los sucios visillos, y desde su posición, la joven aparecía recortada sobre el cielo de azul inmaculado, justo en el centro de dos esbeltas farolas de hierro fundido que parecían darle escolta. Mentalmente, y a veces en voz alta, el muchacho lanzaba agradecimientos de la misma manera que arrojaría botellas con mensaje al mar; quería mostrar su gratitud a Dios, dar las gracias a cualquier deidad por la belleza de este mundo, por su gozo, por la complacencia de estar vivo.

 Así transcurría el tiempo, satisfaciendo al muchacho que aguardaba en agitación placentera el único momento de regocijo que le ofrecían los días. No se cansaba de admirar su extraordinaria imagen, símbolo de virtud, la majestuosa serenidad de su gesto, la equilibrada armonía entre su cuerpo y sus movimientos cuando subía al autobús, como si Cleopatra ascendiera al más alto de sus tronos. El vehículo partía entonces, transmutándose de simple autobús a nave dichosa, en la gloriosa carroza de la línea P3 que trasladaba a su divinidad en días laborables.

 Poco a poco, fue levantando un frondoso bosque de ensueños donde, a ratos, podía adentrarse, desentendiéndose de la triste realidad que lo consumía; fue capaz de edificar una excelsa fantasía simplemente sobre la imagen de una desconocida; un mundo de pasiones desordenadas; de emociones extremas que le hinchaban las venas; un microcosmos paralelo a su anodina existencia. La hizo su reina, el eje sobre el que giraba este pequeño y feroz universo. Ella era el leitmotiv, el único sostén de tan tremenda ilusión. Allí regía la inocencia, la utopía, el perfecto amor inmaculado, pleno de gracia y bondad. Él era el creador, el rey y el reino, el dios de sus ficciones, inventaba mundos a cada instante en los que después se recreaba, construyendo escenas, imaginando momentos como un quimérico roce de sus labios, rezumantes de una dulzura adictiva que lo llevaba al éxtasis cuando los oía pronunciar su nombre.

 Cerraba los ojos el funcionario de la Jefatura Provincial de Tráfico y soñaba con una blanquísima luz cenital que reverberaba sobre una plana laguna de color esmeralda, de la que emergía su enamorada, vistiéndole el brillante agua su piel trigueña. Después, la imaginaba acercándosele con el obsequio de una sonrisa suprema; llegaba y, antes de besarle, antes de que se juntasen las curvas de sus negras pestañas, lo miraba igual que cualquier madre mira a su hijo por vez primera. El embeleso lo liberaba de la áspera cotidianidad, de esos días enfermos de aburrimiento que morían de tristeza sin haber sido capaces de engendrar otra cosa más que vacío.

 La pequeña ciudad polvorienta, apenas realzada en la ancha llanura y a la que tiempo atrás detestaba, se consagró de repente por ser el cofre de su juguete, por albergar a su dueña, por ser origen de sus únicas dichas. Ahora, su nombre le sonaba sublime, como si se lo hubiera dado el canto de un pájaro; ya no recordaba el fastidio que antes le provocaba pronunciarlo. Ciudad santa, por la que su amada paseaba perfumando plazas y jardines, iluminando sombras por la alameda y las avenidas, haciéndolas más anchas en el alma del joven, igualándolas a las más bellas del mundo.

 Si no hubiera sido por su doncella, por esos momentos en que, oculto tras los visillos, se deleitaba en la visión de tan irresistible belleza, irremediablemente habría enfermado de melancolía, de esa epidemia que se incubaba en casi todas las casas de la población y que maceraba a las pobres almas, cubriéndolas con tedios y simplezas. Habría sucumbido al invierno emocional que perduraba por siglos en la ciudad, helando corazones cansados, corazones solitarios que esperaron durante mucho tiempo una salvación, una sorpresa, un no sé qué, alguna respuesta. Corazones como aquellos a los que atendía en su desabrida oficina, ánimos desfallecidos encerrados en cuerpos desinteresados, a los que nadie prestaba atención, ojos que apenas le miraban cuando presentaban algún formulario relleno con casi todo lo que ellos eran: una mini biografía escrita con dolor, en la que manifestaban cómo se llamaban, dónde vivían y a qué se dedicaban, poco más podrían decir de sí mismos.

 La última mañana de esta historia, la muchacha no apareció como siempre, sentada en el bordillo enladrillado que cercaba el pequeño parque, justo en el centro de dos esbeltas farolas de hierro fundido que parecían darle escolta; apareció entrando por la puerta de la Jefatura Provincial de Tráfico, dirigiéndose directamente hacia él. Llegó y puso sobre el mostrador un impreso oficial junto con otra documentación requerida para solicitar una licencia de conducción. Al fin, allí estaba todo ante él: su nombre y apellidos; su edad; su dirección. La chica, tras cumplimentar el trámite, dio las gracias al joven funcionario sin mirarle; él ni siquiera levantó la vista. Desde entonces, desapareció de su vida, de sus fantasías.

miércoles, 28 de enero de 2009

Una gota en el océano

Siempre estaba ahí. Me lo encontraba en todos los sitios, a cualquier hora. No quiero decir que me siguiera porque algunas veces, cuando yo llegaba, él ya estaba; parecía estar esperándome; en otras ocasiones, aparecía después y al encontrarnos nuestras miradas chocaban

Aparentaba una edad muy cercana a la mía, no puedo decir mucho más de él. Siempre estaba solo. Decir que, sin leer nada, pasaba las hojas de un periódico sentado a la mesa en alguna cafetería; que ensimismado bebía cerveza al final de la barra de cualquier bar; que parecía un islote, una pequeña isla desventurada apenas levantada sobre una plana y extensa normalidad. Si entraba a una panadería era muy probable que al instante llegara él, y si había silencio, mientras esperaba el turno, se podía escuchar el canto de su corazón a mis espaldas. No pasaba mucho tiempo sin que me lo cruzara subiendo o bajando alguna escalera; sin que viajáramos en el mismo bus fuera cual fuera el trayecto; le vi rezar en muchas iglesias; me lo encontré en los estadios; en los cines; en los supermercados; en centros de ocio; en los hospitales. Donde fuera, en cualquier sitio, él siempre estaba ahí.

Al principio, cuando fui consciente de sus presencias, pensé que a la casualidad le gustaba entretenerse con nosotros y que no eran nada extraordinarios esos acercamientos entre tipos con aficiones comunes, pero perdí el sosiego al sospechar que cobraba por espiarme, aunque; ¿quién pagaría a un detective tan torpe? ¿A qué cuerpo de seguridad le interesaría seguir los pasos a un individuo tan normal y cumplidor de todas las leyes como era yo? El hombre no disimulaba su asistencia, aunque algunas veces era difícil verle entre otros; ocasionalmente me echaba algún vistazo o me mantenía la mirada, igual que si mirara sus ojos en un espejo. Pensé en recurrir a la policía, pero ¿qué denunciar? No había acoso ni seguimiento; nuestros encuentros eran claramente fortuitos.

Jamás le hablé, me limité a estudiarle intentando dar razón a lo absurdo. Su fisonomía y comportamiento no tenían realce ni peculiaridad alguna; vestía sin nada fuera del común en gente de su edad. Olía bien; estando cerca se podía percibir el ligero aroma de una marca muy conocida. Aun sin verle sabía que llegaba o que acababa de marcharse porque, como un testigo, la tenue fragancia aparecía o desaparecía de repente.

Pasaba el tiempo procurando evitarle; antes de entrar en cualquier sitio buscaba; miraba; olfateaba; y al descubrirlo, me iba gruñendo maldiciones por calles y jardines; me hizo salir encolerizado de oficinas, de centros comerciales, de gimnasios, de restaurantes. En otras ocasiones, cuando era yo el que estaba, él hacía lo mismo. Parecíamos estar condenados a ocupar una realidad común e indivisible, obligados a compartir espacio y tiempo en una existencia ordinaria, incapaces de desligarnos el uno del otro tratando de acostumbrarnos a lo predecible.

Poco a poco se convirtió en el eje de mi existencia. Su omnipresente mediocridad me asfixiaba, pero si digo la verdad, cuando no estaba, me sentía solo, perdido. Cuando no nos encontrábamos disfrutaba en un acto íntimo del sueño de la independencia, breves momentos llenos de genuina libertad en los que me sentía señor de mi existencia, aunque sabía que no tardaban en romperse cuando al levantar la vista lo veía reflejado en el cristal de un escaparate o conduciendo un taxi. La obsesión redujo todo mi interés exclusivamente a esa angustiosa conexión nuestra; olvidé mis aficiones, las ilusiones, la fantasía, mis sueños. Desatendí a mi familia, a los amigos, aunque no sé por qué los sentía cerca a todos cuando el tipo enfocaba la mirada en el vacío de una pantalla de televisión, como si ése fuera el mar de los encuentros, el sitio donde todo confluía.

Procuré refugiarme en las exigencias del trabajo; dejé de asistir a lugares públicos y me recluí en casa, la última guarida de mi intimidad, mi pequeña patria celestial, el hogar. Ahí podía tener los ojos abiertos sin verle y mis oídos descansaban del incesante ruido que provocaba a su alrededor. Un silencio divino me cubría protegiéndome de su recuerdo; me alejaba de él, entonces me sentía recuperado y escuchaba mis propias preguntas; momentos en los que por fin sentí calma; paz necesaria para vagar por la tierra interior; por lo más reservado y oculto de mi ser; descubriéndome tal como soy; no como él cree que soy.

Así pasé mucho tiempo, solo, aliviado por el olvido, ya casi ni me acordaba de la cara del tipo; a decir verdad, era un rostro tan común que era imposible su recuerdo. Llegué a pensar que todo había sido un sueño, el delirio de un loco, hasta que una mañana conecté de nuevo la televisión. Ya en el primer noticiario apareció el sujeto; daban noticia a pie de calle sobre la fuerte nevada del día anterior y tras la reportera cruzó la pantalla de lado a lado arrebujado en un abrigo gris. Sentí el reverdecer de la angustia en el estómago, cambié de canal y ahí estaba entre el público que aplaudía en un programa concursó mirando fijamente a la cámara, mirándome a mí. Dando arcadas desconecté el aparato. Quise recuperar la calma, recobrarme, volver a mí, pero fue imposible. Tras vomitar abrí un ventanuco buscando aire fresco y tras la película que formaban mis lágrimas lo vi asomado a una de las pequeñas ventanas del bloque de enfrente observándome con la boca entreabierta.

Bajé a trompicones las escaleras hasta llegar a mi coche, arranqué sin saber a donde ir y conduje durante horas por una ancha carretera solitaria hasta llegar a una infinita llanura donde no había casa, ni árbol, ni piedra sobre la tierra. Salí del vehículo y caminé durante un buen rato sobre la nieve mullida y plana. No se oía absolutamente nada, ni siquiera el sonido de mis pasos sobre la nieve. Al cabo de unos minutos le descubrí en la lejanía, recortándose sobre sobre un cielo gris, venía hacia mí. Seguimos andando hasta encontrarnos de frente, cara a cara, nos miramos a los ojos y pregunté:

– ¿Quién eres?

– No sé – respondió y comenzó a llorar.

– ¿Cómo te llamas? – dije algo asustado.

– Tengo millones de nombres, miles de millones, también el tuyo – dijo secándose las lágrimas con un pañuelo que exhaló su perfume.

– ¿Cuándo nos separemos dónde irás? ¿Dónde está tu casa? – volví a preguntar.

– No sé – dijo tendiéndome la mano.

Se la estreché, sentí su calor y sonreímos por primera vez, después lo abracé y supe que estaba solo, que era efímero, único, y comprendí al fin que esa era nuestra maravillosa grandeza. No nos dijimos nada más. Jamás volví a verle.

ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"