En el nombre
de Dios, el Clemente, el Misericordioso.
Cuando el
perro me lo propuso supe que había llegado mi hora, que habría de morir en poco
tiempo por deseo de Alá. Juro que al saberlo sentí paz, que no tuve ningún
temor y que por fin dejé de soportar el fatigoso peso de mi pecadora
existencia. Me dijo que todo estaba perfectamente organizado, que yo correría
pocos riesgos ganando mucho dinero. Supongo que pensaba que era lo que yo que
quería oír: dinero. Pero el perro se equivocaba; en realidad lo que yo deseaba
escuchar es que sería un héroe, un ejemplo para los míos, pero él remarcaba lo
del dinero, hablaba de montañas de dinero para mí y para otros pensando que era
lo mejor que podía decir a los que nos dedicamos a la briba, a un haragán, a
una escoria social como era yo.
A esa hora
la luz del sol entraba por el escaparate evidenciando la suciedad del cristal y
dándonos de pleno nos hacía guiñar los ojos, aunque por aquellas frías fechas
se agradecía el calorcito. El perro hablaba repanchingado en una de las sillas
tapizadas con skay rojo del mismo bar donde me dio el soplo de un alijo muy
fácil de robar, donde me habló del despreocupado representante de joyería, en
fin; era mi informador y yo era su soplón. Allí, en aquel pequeño bar le
chivaba aquello que me interesaba que supiera de mis competidores, de esos
arrastrados con los que a sangre me disputaba el barrio. Sentados a esa misma
mesa le di el nombre del que apuñaló al agente municipal, del que robó el coche
del diputado; de la verdadera historia del secuestro del hijo maricón de la
concejala del distrito. Fue él quien me convirtió en el rey de la zona más
podrida de la ciudad, o, mejor dicho, me convirtió en el virrey porque el rey
era él, el amo y señor era él; un dios en el que era imposible creer pero que
podía acabar con cualquiera de nosotros con tan sólo señalarle con uno de sus
jodidos deditos. A pesar de las sospechas jamás se demostró que fuera policía,
lo que sí estaba claro es que era un tipo poderoso, que estaba blindado por
otros aún más poderosos y que sabía demasiado.
Como ya he
dicho, cuando en esa mañana me informó del asunto supe que estaba muerto. Nadie
sale con vida de un negocio así implicándose con tipos como el perro como
podría imaginarse cualquiera con dos dedos de frente, aunque siempre hay
idiotas sin dos dedos de frente tal y como él supondría que lo sería yo.
Mientras hablaba de euros, de fajos de euros, yo lo miraba como si mirara la
soga con la que habrían de colgarme comprendiendo que ya era una pieza quemada
para él, para ellos; para los que fabriqué cientos de historias de infamia que
al fin se remataban así.
-No quiero
dinero; quiero redención, quiero ganarme el paraíso –dije.
Sorprendido
preguntó que de qué coño de paraíso hablaba, porque hay muchos paraísos y que
se trata de saber cuál es el que le corresponde a cada uno. Callé la respuesta,
no quise decirle que me ahogaba en el fangoso deshonor de mi existencia, que
desde niño anhelé protagonizar un acto heroico que me librara de un destino
marcado elevándome sobre la inmundicia de la que siempre estuve rodeado. Esperé
la gran ocasión de mi vida para ponerme a prueba y demostrar al mundo que no
era solamente un narcotraficante, un chapero; que en lo más profundo de mi ser
germinaba la pureza, la semilla de un héroe que tras tantos años de oprobio
tenía al fin su oportunidad para ser admirado, respetado; y eso para mí; más
que un deseo; era una necesidad. Por eso sentía paz sin ningún temor; el perro
sin saberlo me brindaba la ocasión, el acto heroico, la hazaña con la que
purgaría mis pecados y que me redimiría ante mis venerables antepasados, con mi
familia, con mi religión, con mis gentes.
La
sanguijuela fumaba exhalando humo y halagos. Comprendió que le convenía cambiar
su discurso para tentarme mejor y se dedicó entonces a envanecer a mi pequeño
ego; dijo que se alegraba por fin de descubrir en mí a un verdadero musulmán, a
un ser humano con principios aunque atrapado en el apestoso mundo del lumpen;
dijo que podía llegar a comprender el odio que sentíamos muchos de los de mi
religión contra la arrogancia de los infieles europeos y americanos, que
olvidados de su propia fe aplastaban al pueblo de Alá arrasando países con
ansia materialista, con la avaricia del mercader por el beneficio del petróleo.
Todo lo que decía el perro era basura, igual que él, pero aun así doy gracias a
Dios por presentarme al infiel en mi camino de dolor hacia la salvación. Pasara
lo que pasara, yo ya estaba agradecido. Si Dios me predestina la cárcel, diré
lo que dijo el Shaykh Ibn Taimiyya: “¿Qué podrán hacer conmigo mis enemigos? Si
me encarcelan será para mí un retiro, si me destierran será un viaje, y si me
matan seré mártir”.
Levanté la
mano y calló. Yo sabía que en ese momento me podía permitir el lujo, la
arrogancia, que no me plantaría un puñetazo en los hocicos como habría hecho en
otra ocasión sin dudarlo ni un instante, pero ahora me necesitaba tanto, debía
aguantar todos los desplantes que me apeteciera hacer, por eso yo tenía la mano
levantada y él callaba. Noté que la rabia le hacía apretar los labios, aunque
en realidad el perro no tenía labios; su boca era un pozo oscuro, una sajadura
en la geta por la que expulsaba el humo y las promesas. Permanecí así con la
mano en alto mirando a través del escaparate del pequeño bar. En la plaza
reverberaba el sol y parecía que también reverberaba el fracaso de los que por
ahí bullían; hormigas sin hormiguero que aparecerían y desaparecían por la
desembocadura de las calles; delincuentes disimulando, putas del mediodía, el
borracho regular, la cofradía de los politoxicómanos, el gremio de los
trabajadores del desempleo, también ancianos sin delito viviendo en un presente
inimaginable. Recuperó mi atención echándome el humo del tabaco en la cara.
-No quiero
dinero –dije- lo único que pido es que cumpláis con lo que prometes, que se
diga públicamente que soy un mártir, un fiel de Ala; un guerrero de la fe, un
puto Ché islámico; que lo hice empujado por el odio que os tengo. Maldigo a
este país de perros, a todos los que son como tú, a tus compatriotas. Quiero
que se diga que yo soy la pena, el castigo a vuestra arrogancia. Juro por Alá,
que no puedo soportar más el vivir en este mundo, humillado y débil ante
vuestros ojos de infieles; que tengo miedo a que Dios me pida cuentas en el día
del juicio y yo no tenga una excusa legítima para que pueda perdonarme. Por fin
he dejado de seguir los extravíos de Satán, de humillarme ante el mundo entero
que se ríe de mí, de nosotros. Yo maldigo a los tiranos y juro combatirlos con
todas mis fuerzas. Pido a Dios que me facilite el martirio.
Entonces, el
que levantó la mano fue él.
-Bueno,
bueno. No hace falta que me eches más sermones. Para de decir gilipolleces de
una puta vez moro de mierda. Sólo quiero saber si estás dispuesto a colaborar,
a hacer lo que se te pide, a poner la puta bomba donde se te diga. Me da igual
que lo hagas por dinero o por tu puto Alá. Dime de una vez si tienes los
cojones suficientes para hacerlo.
Le dije que,
sí buscándole la mirada tras el oscuro de las gafas, le reafirmé mi compromiso
sabiendo que iba a morir utilizando a los que me querían utilizar tratando de
convertirme en un terrorista suicida sin saber que me convertirían en un
mártir. Al optar por el camino de la yihad cesaron de repente los ecos de
suicidio que desde hacía tanto tiempo resonaban en mi cabeza. Por eso sentí
paz. Me hizo repetírselo otra vez y le dije que sí, que pondría el explosivo
donde y cuando ellos me dijeran. Se levantó arrastrando la silla que sonó como
el chillido de una fiera herida, arrojó el cigarro al suelo, dijo que alguien
me llamaría para darme las órdenes y que no me moviera del barrio. Fue la
última vez que lo vi. Mi vista lo siguió hasta que desapareció entre los que
pululaban por la plaza. Permanecí un rato más ahí observando el blanquecino
humeo de la colilla mientras era incapaz de encontrar otra alternativa a mi
futuro que no fuera la de la expiación, la de la purificación por medio del
sacrificio. Causé tanto mal que ya había gastado toda la autoestima intentando
justificar las injusticias que cometí; deshonré a mi familia quebrantando
nuestra Ley, cometiendo actos impuros; atenté tantas veces contra la bondad de
Alá que se me hacía insoportable el pensar en vivir un minuto más de esta vida
de pecado; mi único anhelo entonces era el ofrecer mi inmolación como súplica y
que la religión triunfara al fin por la sangre. Volví a los Dichos del Profeta
(Dios reza por su alma). Me aferré al islam como yihad no como hasta entonces
había hecho reduciéndolo a unas cuantas oraciones en la mezquita.
Días
después, un individuo me entregó un teléfono en plena calle sin decir palabra.
El aparato sonó casi de inmediato, una voz me dio instrucciones.
Empezaba a
asomar la luz de un nuevo día de marzo cuando subí al vagón de un tren de
cercanías. Tal como me ordenaron dejé la mochila con el explosivo bajo mi
asiento protegiéndome de la vista de los que iban a morir tapando parcialmente
mi rostro con una mano. No me atreví a mirar a ninguno de los que me rodeaban.
Gente soñolienta que cumplía por última vez con su deber ignorando que en ese
amanecer cerraron por última vez la puerta de su casa. Viajaba con ellos y yo
los iba a separar definitivamente de sus madres, de sus hermanos, de sus hijos,
de sus esposos, de sus mujeres; de todas esas personas que acabarían con el
alma tan desmembrada como los cuerpos de los que ahora estaban a mi lado y que
parecían conservar el calor de sus camas. Fuera, la silueta gris de los barrios
periféricos se recortaba sobre el horizonte anaranjado y de un cielo que se iba
azulando. Me fue imposible el no fijarme en alguno de los rostros reflejados en
el cristal de la ventana, casi todos eran jóvenes, ninguno hablaba, parecían
dedicarse a enhebrar sus deseos en la realidad.
El rodaje de
las ruedas sobre la vía, el ligero vaivén, la calefacción complacían al pasaje
hasta que llegando a una nueva estación las puertas resoplaban horriblemente y
se abrían dejando pasar al frío y a nuevos viajeros. Yo me apeé en ésa, en la
que me indicaron, nadie reparó en la mochila que dejé bajo el asiento. Juro que
entonces yo invoqué a Dios pidiéndole las fuerzas que me facilitaran el
martirio para unirme con los míos en el Paraíso, pero para mí vergüenza no tuve
el valor de seguir en el viaje en el tren de los muertos y me bajé temblando
como una mujer intentando ahogar las arcadas que me vidriaban los ojos con los
que vi entrar el tren en la gran ciudad como si entrara el justiciero sable del
Profeta en ella.
A la hora
indicada me dirigí al piso. Cuando llegué ya estaban todos. Ninguno era hermano
en el Camino de Alá. Un perro me apartó a mí y a otros dos para grabar el video
que reivindicaba los atentados. Te lo prometieron, me dijo, te dijeron que
aparecerías como un héroe, cuando vean la esto lo serás para millones.
Encapuchados, armados, a los otros los disfrazaron de yihadistas, yo era
yihadista; estábamos tan ridículos con el Corán, la metralleta y llenos de
cartuchos los bolsillos de los chalecos que si no fueran esos momentos tan
dramáticos sería gracioso mirarse con esa pinta en un espejo como preparados
para el desfile en un día de carnaval. Amenazamos con sangre y destrucción
según lo escrito en el papel que nos hicieron leer. Después los perros se fueron
y nos dejaron solos, nos quedamos ocho compatriotas en el piso. Permanecimos
durante mucho tiempo en silencio, nos prohibieron hablar. Pasaron los minutos y
algunos empezaron a cuchichear hablaban de dinero, de millones, de pasaportes
falsos, de billetes de avión, de los explosivos que cada uno dejó en los
trenes. Pasamos así más de veinte días, encerrados, casi en silencio, sin luz,
comiendo la basura que nos traían y esperando dinero, yo era el único que
esperaba la muerte, nada más; deseaba morir, por eso era el más paciente y cada
día que pasaba me sorprendía el seguir vivo. Alguno habló de cargo de
conciencia aun sin saber a cuantos habríamos matado, pero a mí no me pesaba
ninguna de las muertes; me hacía más daño la muerte de mi honor que la muerte
de los infieles a los que quitara la vida; no los maté por dinero, los maté por
Alá, eso es lo que yo sabía y lo que al final contaba. No devolvería si pudiera
la vida a ninguno de esos perros infieles; no me arrepiento de sus muertes, me
arrepiento de de las ofensas que hice a Dios, por eso deseo morir, por eso soy
un suicida que pronto morirá inmolado, como muere un héroe.
De repente
llegaron; eran dos hombres y una mujer, abrieron la puerta y nos pidieron salir
del salón donde introdujeron un fardo de unos veinte kilos. Yo sabía que en ese
fardo no había dinero ni pasaportes, pero los otros no apartaban la vista de él
calculando el peso de los millones. Cerraron la puerta y tras unos momentos
salieron. Nos dijeron que no tocáramos nada hasta que llegara la persona
encargada del reparto, pidieron un poco de más de paciencia. Nos hicieron pasar
al salón y cerraron la puerta con llave, la única puerta blindada del piso. Me
extrañaba que ninguno de mis compañeros sospechara que iba a morir en poco
tiempo. Al rato, uno preguntó que por qué nos encerraban; que por qué había una
puerta blindada en el salón; otro respondió que sería para evitar que huyéramos
con el dinero; otro dijo que no había cerraduras ni cierres en ese fardo
hermético, otro, que parecía pesar demasiado para ser el dinero. Entonces fue
cuando empezamos a escuchar los gritos.
Desde el
portal nos exigían rendición. Las voces decían ser de las fuerzas especiales de
la policía, querían que saliéramos desnudos, con las manos en alto y de uno en
uno. Cuando mis acompañantes comprendieron al fin que era una trampa y que
estábamos perdidos comenzaron a maldecir, supieron entonces lo que yo sabía
desde el principio; que no teníamos escapatoria. Decidieron entregarse y
chillaron cuanto pudieron diciendo que no podíamos salir porque no teníamos
llave, como locos intentaban abrir la puerta desde adentro pidiendo clemencia y
que no nos dispararan, rogaban que vinieran a buscarnos, el que abrieran la
puerta. La policía gritaba también desde abajo, aunque yo no los entendía,
entonces sonaron algunos disparos.
Todos
callaron y en ese instante de silencio yo dije:
- Vosotros
no sabéis dónde está el Bien. Eso es una bomba; la que os mandará al infierno.
A mi no. Yo me sacrifico partiendo de mi total convicción y porque el Yihad es
una obligación para los creyentes. Os confirmo que dejaré feliz este mundo
porque no vale tanto como vosotros pensáis, y porque yo quiero encontrarme con
mi Dios y que esté Él contento conmigo.
Volvieron a
gritar, lloraban, maldecían, pero después todos acabaron gritando al unísono:
Alá es grande, muerte al infiel. De repente sonó un teléfono dentro del fardo,
una única llamada antes de la explosión.
Ahora no sé dónde
estoy; si soy un héroe o un asesino; es tan poca la diferencia. Todo depende
del dios al que se rece.
Qué la
maldición de Alá caiga sobre los injustos.