Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

martes, 22 de septiembre de 2009

Hartos de Dios

El corazón le golpeaba en el pecho como un puño sobre una almohada. Creyó morir a causa de la tremenda conmoción, preocupado por 'palmarla' con esa ridícula expresión, con esa media sonrisa y con los ojos entornados, como un ahorcado apretando un billete de lotería con ambas manos.

Pero no fue su último día. Se puede suponer que aún le quedaban muchos más que soportar, cada uno de ellos cubriendo de aburrimiento la antigua tristeza que formaba parte de su existencia, al igual que el lunar descubierto en su espalda durante la infancia.

El hecho de que el billete de lotería fuera el más remunerado de la historia no lo liberaría del profundo arraigamiento en la apatía. Aunque es cierto que, durante unos meses, la fuerza del acontecimiento conseguiría rescatarlo de una vulgar cotidianidad, de la simpleza de míseras rutinas. La fortuna lo llevaría en volandas por los cielos de fantasías cumplidas, satisfaciendo todos sus deseos en edenes donde el dinero es Dios y su poseedor, el dueño de Dios.

Pero sucede que al escritor no le merece la pena describir aquellas fechas, porque, siendo agotador para él, para el lector puede resultar aburrido. ¿Quién no conoce alguna historia sobre algún nuevo rico? De alguien que, de repente, se hace millonario y que, llegando a las costas de la felicidad, descubre un mundo dichoso que es necesario colonizar; afortunados que se instalan en paraísos que no saben cultivar, limitándose a tomar posesiones y a hartarse del gozo, tratando de apagar los ardientes recuerdos de las carencias, de las frustraciones.

Al cabo de algún tiempo, el protagonista, si fuera listo, se convertiría en algún tipo de Robinson, complacido con sus pertenencias, que ya no espera el barco de las provisiones, con eso que tanto se echa en falta en esas cumbres: la verdad, lo auténtico, el desinterés. Si no fuera listo, probablemente arruinaría el territorio, habría secado el vergel y, en el vacío de la pérdida, soñaría desesperadamente con el barco del regreso a su antigua vida, a las rutinas vulgares, a la sencillez de la existencia minúscula.

El escritor, ya está dicho, no desea escribir una historia repetida una y mil veces, historias de libertos que se limitan a pastar entre sus riquezas, historias de los que añoran el yugo, la tranquilizadora irresponsabilidad del esclavo, las cómodas dimensiones de las verdades aparentes, la confortable residencia en las tradiciones.

Al escritor le gustaría escribir la maravillosa historia de un navegante que no tiene temor a sufrir un nuevo naufragio, la de alguien que, con pulso firme, día a día, va perfilando el mapa de sus emociones; escribir sobre el que podría ser el único ser humano libre del planeta, de ese que se conquistó a sí mismo antes de conquistar el mundo, de ese que nada teme, que nada desea; escribir, por ejemplo, sobre un hombre que abandonó su casa dejando las puertas abiertas y que, después de enterrar su oro, dibujó cien mapas verdaderos, lanzándolos a cien aguas diferentes en cien botellas iguales, con la esperanza de encontrar al menos a un soñador digno de su riqueza; escribir sobre alguien que se deshace de su fortuna entregando fajos de dinero en los aeropuertos, intentando insuflar aire en las velas del auténtico viajero, de ese que prefiere seguir adelante, hacia el futuro, en lugar de regresar a su pueblo para dormir al calor del dinero oculto en su colchón. Pero... aunque parezca que el escritor es todopoderoso, que en sus fabulaciones hace y deshace, que como único Dios de su universo puede crear infinitos mundos, a veces, las criaturas, sus personajes se revelan, porque no creen en ningún dios, porque ni siquiera creen en sí mismos cuando el lector no los descubre. Así podría ocurrirle al hombre agraciado con el mayor premio de la historia de la lotería mundial, y puede que fuera por eso por lo que se reveló contra su creador, haciendo pedazos el billete para no tener que conquistarse, para no tener que abandonar su casa dejando las puertas abiertas, para no tener que enterrar tesoros y repartir fajos de billetes en los aeropuertos, tal y como le gustaría escribir a Dios.

A veces ocurre así: los personajes se revelan, obligan a escribir al escritor su verdad, su propia historia, en la que, generalmente, no quieren ser protagonistas de nada porque están hartos de los excéntricos caprichos de la fortuna, de los inconmensurables sucesos, de gestas heroicas, de las tremendas exigencias de sus creadores.

La mayoría simplemente quiere que el escritor escuche sus oraciones.


ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"