Los Sedientos

Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

lunes, 1 de octubre de 2012

Yo preñé a la reina

Yo, señor, estando cerca ya el fin de mis días y para dejar constancia de mi revolucionario acto genético-terrorista, silenciado por absolutamente toda la canalla mediática, no solo la nacional sino también por todos los medios de comunicación del mundo, escribo estas letras que pueden mal leerse en las blancas paredes de esta mi celda del manicomio, en la que me sepultaron en vida hace ya tanto tiempo. Es mi última esperanza que el suceso que a continuación relataré sea conocido por los ojos curiosos que se esmeren en descifrar mis torpes letras, escritas con este lápiz casi consumido a modo de jeroglífico angustiado y ansioso por darse a la luz y acaso darse al conocimiento y a mundializarse.

Yo, señor, fui a nacer en una estirpe de menganos miserables, reproductores de vidas de vaciedades y sinsustancias, siglo tras siglo. Todas las averiguaciones que hice sobre mis orígenes lo único que me procuraron fue deshonra y abatimiento de alma. La lista de mi linaje, hasta donde llegó mi conocimiento, la forman obreros vagos, campesinos necios, pastores cerriles y otros, casi esclavos, agradecidos en servidumbres a amos de muy poca importancia. Todos ellos sufrieron grandes hambres y profundas calamidades que hicieron peligrar la casta frecuentemente y que culmina en mi persona de puro milagro. Yo, señor, soy el único y último heredero de la mustia cadena de los Braga-Palomino, estirpe ignorada por la historia, agotada en su inanidad e insignificancia.

Yo, señor, ideé, planifiqué y ejecuté el magistral plan con el que intenté trocar ese destino de mi triste y paupérrima ascendencia casi troglodita, y también el de esta, nuestra vigorosa Monarquía, a la que tanto amamos.

Yo, señor, soy de oficio cabrero y además muy inclinado a las filosofías y a las ciencias naturales, por lo que, en mis solitarias jornadas campestres tras dar durante muchos años vueltas al asunto genético-reproductivo, llegué a la conclusión de que de los vivos que merodeamos por el planeta, son los más fuertes, los más hábiles o los más bonitos los que mejor y más se reproducen. Yo, señor, no fui agraciado con un cuerpo recio, ya desde chico me decían el Sansonito con muy mala guasa por ser canijo y flojo de fuerzas por la desnutrición que heredamos unos de otros, pues tanto mi progenitora, como mi fecundador y todos mis abuelos, eran poco más altos que lo que se entiende por enanos; tampoco salí muy habilidoso ni para el hacer, ni para el cavilar; ni tampoco soy un lindo que luzca guapuras simétricas ni hechuras armoniosas, como podrían testificar con recto juramento y ante juez o notario todos los que me hayan visto una, o mil veces.

Yo, señor, encontrándome tan solo y último en este mundo, sin padre; ni madre; ni compañía de hembra con la que aparearme ni multiplicarme, tuve la agudeza, el arte, la gracia de diseñar un plan para legar a la Nación un Braga-Palomino, muy, pero que muy principal. La ocurrencia consistía en fabricar un sucesor para honra mía y la de toda mi desdichada estirpe, elevándonos así de golpe y por fin, a lo más alto de la pirámide sociobiológica tras luengos siglos de infamia, poquedad y anonimatos. Un heredero que, aunque adornaría su nombre con otros ilustres apellidos, sería el portador de lo verdaderamente importante: la simiente Braga-Palomino, que yo, servidor, sería capaz de transmitir tan ingeniosamente a la siguiente generación, salvándola de su disolución en el olvido y otorgándoles el mejor futuro para nuestro linaje.

Y así, como ahora voy a contar, sucedió durante ese día de la primavera del año 1967 en la plaza mayor de la capital de mi provincia y a la vista de la ciudadanía que allí concurría.

Yo, señor, tras tener noticia tres meses antes de los sucesos de la visita que nuestra señora, la entonces princesa y hoy reina de nuestra nación, al convento de las Hermanas de los Ancianos Desamparados, descubrí la ocasión para el desarrollo del plan, por lo que estuve tres meses sin acuchillarme las ingles, sin masturbación, como se dice finamente, o científicamente, sin enanismo alguno, para acumular cuantas más semillas mejor y que de ellas, la culebrilla más viva del ejército Braga-Palomino, fuera la que preñara a nuestra majestad, o sea, a la que sería reina futura, para que se me entienda.

Yo, señor, con las criadillas a punto de explotar, llenas de semen y espermas, llegué de los primeros a la Plaza Mayor de la ciudad buscando el sitio más adecuado a mis propósitos. Siguiendo la maravilla del plan vestí mi camisa más limpia, un peto de cuero decorado con bordados de lana de colores y una chaqueta de paño negro. En las piernas me subí un calzón de paño negro y también me apreté faja de estreno, aunque quedaron tapados por delante con el zahón, hecho con cuero adornado de pelo de cabra. Rematé el conjunto con un cencerro grande y lustroso en los riñones, y por si me quedaba escaso, cargué con un cabrito blanco, el más lucido de mi rebaño.

Yo, señor, al llegar su majestad, y para resaltarme superando mi baja estatura aplaudí y lancé vivas locas procurando llamar su atención, lo que conseguí fácilmente, y también la de toda la plaza por ser el único que llevaba un cabrito a los hombros, que gritaba como poseído y por el traje de gala de cabrero.

Aguarde inquieto los treinta minutos que tardó en salir del convento procurando amigarme y ganar la confianza del escolta más cercano cantándole algunas de las coplillas de mi pueblo al tiempo que sonreía intentando evidenciar inocencias, pero en lugar de parecer inofensivo tal y como yo preveía, resultó todo lo contrario y ordenó a un guardia del municipio para que estuviera vigilante a mi lado.

Salió con desganado protocolo nuestra honorable soberana del convento saludando a los presentes con una delicada sonrisa en los labios y caminó elegantemente el corto trecho que la separaba de su real vehículo acompañada por la madre superiora, seguida por algunos ancianitos desamparados, por el alcalde y demás autoridades funcionariadas. Al llegar a la puerta del coche y cuando ya lanzaba su último saludo a la concurrencia, voceé: 

¡Majestad, majestad, una jota, una jotica, déjeme cantarle una jota!

Y todo salió según el plan, pues es sabido que nuestra reina es muy receptiva a estos actos sencillos y espontáneos del pueblo, por lo que me concedió la oportunidad. Así, consintió y, con un leve gesto de su grácil mano, ordenó a los escoltas que dejaran de retorcerme los brazos y pellizcarme las tetillas permitiendo el acercarme a su sublimidad. La multitud congregada enmudeció expectante, durante un instante se produjo un extraño silencio tan solo alterado por el débil y corto balido de la cabritilla a mis hombros. Carraspeé para aclarar la voz y empecé a cantar en tono re al tiempo que bailaba la hermosa jota que dice:

El dolor que siente un burro

cuando le estiran del rabo

es el mismo que yo siento

cuando te vas de mi lado.

Entonces, inmediatamente, aprovechando la sorpresa de la atónita audiencia, sin dar tiempo a reacción alguna, me abalancé sobre ella introduciéndonos ambos y el cabrito en el coche. Cerré raudo la puerta bajando inmediatamente los seguros. Por extraño que parezca, durante unos instantes nadie reaccionó y solo se percibió el sonido de la vara del alcalde cuando cayó de sus manos al suelo. Yo, señor, al estar dentro de un vehículo ultrablindado, me despreocupé de los golpes y las amenazas desesperadas que lanzaban contra mi persona, entonces tras suspirar procurando recuperar la calma, dije lo que sigue según había memorizado:

Majestad, alta señora, en primer lugar, siento el atufarle. Excuse el olor a cabra, o como se le dice científicamente, a Capra hispánica; pero señora, mi oficio me obliga. Así es como huele este cabrero suyo, así he olido siempre y puedo asegurarle, alta dama, que no hay agua de colonia, champú o yerbas que puedan con ello. En segundo lugar, eminencia altísima, me dispongo a preñarla, o a fecundarla según se dice científicamente, por lo que inevitablemente deberé introducirle el miembro falo, o pene, del latín penis, según se dice científicamente. Le recomiendo que acomode a su persona y que se deje maniobrar a tal efecto porque, por muy soberana que usted es de este país y que pudiera serlo de otros treinta, como no se esté quieta me veré obligado a soltarla dos sopapos terroristas a ese rostro magno, que estoy seguro de que no ha rozado ninguna mala mano. Permítame pues, eminencia, que descabalgue al chivito y procedamos, señora.

Yo, señor, solamente entré en hembra humana cuatro veces. Tres fueron con Justina, la puta manca, la única del pueblo, o prostituta como se dice educadamente, y la cuarta fue, según el plan, en nuestra reconocidísima soberana, que no hizo más que de momia con sus brazos cruzados sobre el pechito durante el proceso reproductivo, que fue un tanto largo debido a mi inexperiencia y a la flaccidez del mi miembro falo que tardó algo más de lo acostumbrado en remontar debido a la gravedad del acontecimiento, a los fuertes golpes en los cristales, a los insistentes ruegos de la anciana madre superiora del convento, a las advertencias del alcalde, a las órdenes de las fuerzas policiales y por las risas, gritos y aplausos de la concurrencia que asistió al evento o show según se dice científicamente. Sobreponiéndome a las circunstancias logré concentrarme y culminar gracias al sonido del cencerro que llevaba ceñido a los riñones marcando el ritmo de mis empujes.

Yo, señor, después de arrojar mis abundantes semenes y espermas en su principesca vagina, delicadamente cogí fuertemente por los tobillos a la señora, que seguía con los ojos muy abiertos y sin pronunciar palabra, o bajo shock como se dice ahora, y le elevé las piernas durante unos minutos para facilitar a las culebrillas la fecundación de otro Braga-Palomino. Así permanecimos hasta que la pericia de un soldador consiguió abrir una de las puertas por la que como una exhalación salió primero el chivo sacándome después a mí los escoltas arrastras, agarrado de los pelos y sin dejarme subir los calzones siquiera.

No me voy a extender más porque se acaba el espacio para mis letras en estas manicomias paredes.

Valga decir, señor, que el castigo para semejante afrenta nacional es alto. Encerrado estoy desde entonces sin poder hablar con nadie. Sé que de esto nada sabes porque todo el periodismo fue advertido de lo que supondría tanta deshonra para la reina antiabortista, para la Monarquía y para la Nación. Se requisó todo material gráfico, toda grabación y seguro que amenazaron a quien tuvieran que amenazar para que nada de esto llegara a la opinión pública. Así lo preveía mi plan.

Ya me queda poco de vida, muero solo, anciano y enfermo, aunque contento porque sé que preñé a la reina y que hay un príncipe, que nació en las fechas que tenía que nacer y, aunque no he visto retrato alguno, estoy seguro de que será otro característico morenito Braga-Palomino; delgado, patiabierto, pequeño de estatura y como todos sus antepasados, cabezón.

Todo este sacrificio para que la saga siga, para que la estirpe, ya sin amenaza, se replique en las más encumbradas y copetudas alturas sociales. Yo he cumplido. Muero en paz y satisfecho.

He dicho y escrito toda esta grandísima verdad para que la sepas.

Amén.


sábado, 12 de marzo de 2011

El ocaso de la lujuria

Era uno de esos días de otoño que olían a primavera. En Berfurt, declinaba una tarde serena en la que las últimas hojas de los árboles permanecían quietas, sin siquiera una leve brisa que las moviera. La estrecha fachada de aire modernista del Hotel Manhattan elevaba su triste decadencia entre otras edificaciones cercanas, destacándose de manera similar a un grupo de amigas en el que una de ellas, sin llegar a ser hermosa, era la menos desfavorecida.

En la terraza del hotel, John Silva, apoyado en la barandilla de hierro forjado, se asemejaba a un simple ornamento arquitectónico. Entretenía su mirada en los rascacielos de la zona financiera que, imponentes, se recortaban sobre un cielo anaranjado próximo a oscurecerse. Orientándose con la aguja de la catedral, fue ubicando los distintos barrios de la ciudad por los que transcurrió su existencia. La iglesia donde fue bautizado, la escuela, el instituto donde le educaron, los negocios que le dieron trabajo y el cementerio donde se pudrirán sus muertos.

El ruidoso taconeo de unos pasos acompasados le obligó a dirigir la mirada hacia abajo, comprobando con desagrado el caminar de la mujer a la que estaba esperando. Aparecía en escena con una altivez ridícula, algo así como la de una reina con corona de plástico. La siguió hasta que entró en el hotel, temeroso de que pretendiera irrumpir así, de forma tan ridícula, en su futuro, en sus pensamientos, en su vida. Sintió en el estómago algo parecido a un rodar de piedras romas y blandas.

La deslucida moqueta floreada del hall amortiguó el ruido de los altos tacones, aliviándole el atribulado espíritu, pues pensaba que el estruendo de sus pisadas desluciría la entrada en un hotel tan señorial. A pesar de su declinación, a Donatilda Schiaffino el hotel le parecía un magnífico lugar. Refinado, respetable, algo parecido al adorno pulcro de un anciano aseado y cargado de medallas y honores. Tras el marmóreo mostrador, un esbelto recepcionista de mediana edad le observaba por encima de unas minúsculas gafas de montura dorada. Ella, para darse importancia, no mostró la sonrisa dócil y subordinada que habitualmente aparecía en su rostro moreno, limitándose a preguntar, inexpresiva, el número de la habitación en que la estaban esperando. El hombre permaneció un instante con la boca fruncida y fija la mirada en los ojos marrones de Donatilda antes de responderle con la aspereza de la amabilidad obligada. A ella le gustó que a las tres cifras del número de la habitación añadiera "madame" como tratamiento de cortesía, sin advertir la rutina con la que la cubrió el recepcionista, que seguía sin quitar ojo del abrigo de paño que la cubría, cerrado hasta el último botón, tan desapropiado para una tarde tan tibia.

Ante la majestuosa cancela de hierros forjados del ascensor, alguno herrumbroso, rodeada de un mobiliario inapropiado para los tiempos que corrían e influida por el encanto de esa rancia atmósfera, Donaltilda estiraba la espalda hasta casi hacerse daño, considerándose, en la espera, como una distinguida dama decimonónica, y eso a pesar de la molestia del zumbido de un letrero parpadeante, amarilleado por la grasa del tiempo, que indicaba una salida de emergencia. La cabina del vetusto ascensor bajó chirriando desde las alturas. El lustre de la caoba, los herrajes dorados, los cristales grabados, todo a ella se le asemejaba a una carroza mágica dispuesta a llevarla a maravillosos territorios, muy lejanos de la realidad que habitaba cada día. Entró despacio, procurando no hacer ruido, y después de apretar el botón del piso más alto, acercó su rostro envejecido a un espejo dorado que la mostró tan bella a sus ojos como creía haberlo sido en su tiempo de esplendor. Hermosa a pesar de todo, a pesar de las arrugas, de la dureza de los recuerdos, de la injusticia de sus más de cincuenta años.

John Silva entró en la habitación y cerró la puerta acristalada de la terraza, cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho, suspiró y apoyando la frente sobre el vidrio fresco dirigió una mirada imprecisa a Berfurt, aunque la ciudad, con toda su grandeza, se hizo invisible para sus sentidos, concentrado como estaba en la satisfacción de un deseo lujurioso, antiguo. Sentía la ambivalencia del momento en el que a su ánimo desapacible, alterado, le resultaba imposible reconocer la situación como agradable, a pesar de ser ansiada durante mucho tiempo.

John no amaba a Donatilda, la deseaba, sentía el arrebatador impulso de poseerla con la vehemencia de un joven macho, no porque le pareciera una mujer bella, sino porque, como hombre, quería gozar de esa preponderante feminidad tan evidente que la hacía mucho más apetecible al deseo que cualquier otra dotada con una belleza más reconocible y vulgar. Esas oscuras curvas perfiladas con la suavidad de su piel meridional, la amable sonrisa que dulcificaba rasgos severos, su actitud, ofreciéndose tan provocadoramente sumisa, tan delicadamente rendida en el trato, encendían en los adentros de John algo parecido a una deleitosa comezón, a un ansia de amar con la brutalidad de un salvaje en violento ejercicio de posesión animal. Así imaginaba cuando, satisfaciéndose así mismo, decoraba su fantasía con perversiones en las que involucraba a un ser de buen temple como Donatilda, al que presuponía de una bondad pasiva, sin ángulos, y tan adecuada para su lascivia.

Compañeros de trabajo, con el paso del tiempo, casi llegaron a ser amigos. Se fueron invitando a sus respectivas intimidades, permitiéndose de vez en cuando atrevidas confidencias, hasta llegar a un borde donde era preciso dejarse caer o desandar los pasos dados, enfriando su relación en la aburrida virtud. Ellos, por entonces, no imaginaban hacia dónde les llevaba una pasión tan inflamada, aunque esperaban pacientemente llegar hasta el cumplimiento de un fin ineludible. Pasaron mucho tiempo jugando pícaramente, untándose miel en los labios, hasta que el día anterior John planteó súbitamente un desafío embromado a Donatilda, que pensó abriría definitivamente la consumación del deseo.

Encendió las luces de la habitación, y su ambarina debilidad le hizo percibir el espacio y la situación con aflicción. Los visillos amarilleados por la tenue luz, las pesadas cortinas marrones colgaban inertes, igual que su deseo, sin un soplo que los avivara en esa hora determinante. Tocaron a la puerta, permaneció tal como estaba, con los brazos cruzados apoyado en la ventana, mirando a la ciudad. Volvieron a llamar, y esperó a que se decidieran a abrir. Por el reflejo en el cristal, vio cómo el picaporte se movía lentamente, entreabriendo la puerta. Por el intersticio, apareció como en un guiñol la redondeada y sonriente cara de Donatilda, mientras a John se le precipitaba el desencanto. Entró y cerró sin ruido. Él giró, comprobando que esa maldita luz no le favorecía a esa mujer. Permanecían inmóviles, sin pronunciar palabra. Todo lo que a John le gustaba de ella se ocultaba ahora bajo una vasta capa de maquillaje y por el burdo abrigo. Su pelo recogido en un pretencioso moño mal rematado aumentaba el desatino y, a pesar de los altos tacones, le pareció más baja que cuando calzando sus zapatos cotidianos. Parecía subida a algo desapropiado que la ridiculizaba en lugar de elevarla. A Donatilda, a pesar de mantener la sonrisa, se le estaban ahogando todas sus ilusiones ante la fría figura que le observaba. Percibía algo mucho peor que el rechazo, sintiendo caer sobre ella la fina lluvia de desprecio. Esperaba ser recibida con los agasajos galantes de un hambriento de amor, con el halago de un rendido al que estaba dispuesta a colmar de gozo, y se encontraba frente a alguien al que le parecía estar viendo por primera vez.

A pesar de todo, desanudó el cinturón con torpeza, tardando demasiado. Después, levantó la vista, mostrando la sonrisa más falsa de toda su vida, y abriendo el abrigo, igual que una mariposa sus alas, mostró su bronceada desnudez, ensayando una postura que suponía favorecedora. El abrigo, los zapatos baratos, las medias, el liguero y las falsas perlas del collar y los pendientes decoraban un cuerpo cubierto sobre todo de vergüenza y que poco a poco se fue transfigurando en ridículo. Mientras tanto, pensaba que era suya la culpa por pretender encender el deseo en un hombre con los pueriles coqueteos de una niña y con el cuerpo ajado de una cincuentona.

John, maravillado ante la visión de ese cuerpo que se mostraba tan abiertamente, sufría con la impotencia que le impediría gozar de lo que estaba a su disposición y tantas veces soñado. Comprobó que la realidad siempre vencía a lo imaginable, tal como se atestiguaba en el cuerpo de Donatilda, que de repente dejó de parecerle tan apetecible como en sus fantasías, cuando a solas se recompensaba con un imposible que superaba mil veces a la verdad. Su voluntad resignada reconoció que también por él pasaron los años y que la penosa imagen de la mujer no era sino un reflejo de sí mismo, incapacitado para la lujuria, incapaz de actuar como un animal lleno de vida y rabioso de gozo ante una mujer que se le ofrecía sin condiciones.

Procuró retomar la situación, rescatándose de la desoladora profundidad en la que había caído y aferrándose a una superficialidad salvadora, dijo:

— Muy bien. Veo que has sido capaz, como dijiste –carraspeó–. Supongo que he perdido y que tú has ganado la semana de vacaciones que te prometí si venías desnuda hasta aquí.

Le anudó el cinturón del abrigo y después la abrazó tranquilamente, sin sentir nada. Ella permaneció inmóvil, sintiéndose una desgraciada; el odio le llegó poco después.

Una fina raya crepuscular marcaba el horizonte con un azul frío, casi grisáceo. La noche cubrió a Berfurt, que empezaba a resplandecer con las miles de luces de sus calles, igual que el letrero vertical que ocupaba cuatro pisos de altura en la estrecha fachada de aire modernista del Hotel Manhattan.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Retorno a mayo

Le habría gustado morir en una mañana luminosa de mayo, perfumada con el aroma de algún rosal cercano, como los que reventaban sus flores rebosando las tapias por las calles en las que vagaba. Días perdidos de la infancia, cuando elegía holgazanear en compañía de perros en lugar de estar en clase aprendiendo la tabla de multiplicar. Sí; en mayo, porque en ese mes nunca le pasó nada malo y quería que siguiera siendo así. Morir sería el sosiego definitivo.

Se le estaban consumiendo los años de juventud cuando comenzó a dejar de ver al mundo, a la vida, a los suyos. Perdió la vista y, muchos años después, le seguía pareciendo imposible no volver a ver con tan solo abrir los ojos.

Cierto día, en el instante en que dijo que se inclinó para coger un muestrario en el maletero del coche, sufrió desprendimiento en ambas retinas. La inevitable ceguera. Aunque lo que sucedió en realidad es que no se agachó para recoger el muestrario del color (trabajaba de comercial dedicado a la venta de pinturas), lo que buscaba era una revista pornográfica bajo una alfombrilla oculta a la inagotable curiosidad de sus hijos, que no cesaban de buscar abriendo cajones, bajo las camas, por las alturas de los armarios sin saber qué buscaban, aunque a veces encontraban cosas que les parecían asombrosas.

Me agaché y me quedé ciego. Eso dijo a todos, también así mí mismo. Lo del muestrario le parecía una causa de mayor dignidad para quedarse ciego que no el vicio erótico. Sentía fascinación por las mujeres hermosas, por eso le agradaba remirar aquellas revistas de muchachas desvergonzadas en poses tan forzadas como atrayentes, aunque al dejar de ver, también perdió el deseo. Sí, le seguía atrayendo la esencia femenina y, aunque las apeteciera de vez en cuando en su noche eterna, perdió interés por el sexo desde que empezó a olvidar su recuerdo.

Así quedó ciego, sin golpe de puño o pelota, ni herida de accidente terrorífico con fragmentos de cristal clavados en los ojos. Fue como le corrieran un telón opaco ocultándole hasta el último rayo del maravilloso espectáculo de la vida, de todas las cosas a las que desde entonces hubo de reconocer con la yema de los dedos.

El tacto para reconocer, pero, para rememorar, el olfato es mucho más acertado que la vista o el oído, por eso se recreaba con el recuerdo del aroma de aquellos rosales derramando las tapias y rejas de su lejana infancia. Por esto creía que sería bueno acabarse en un día como aquellos, en una mañana luminosa, perfumada, en la que importa un carajo la tabla de multiplicar y se camina seguido de perros por callejas solitarias buscando un so sé qué, como después lo harían sus hijos bajo las camas y por lo alto de los armarios.

No. En mayo jamás le ocurrió nada triste, por eso le importaba tanto morir en el quinto mes para que siguiera siendo así, para que la racha continuara hasta el fin. Periodo en que conoció a la mujer por primera vez. A una que le eligió a él entre casi todos los muchachos del barrio que la entregaban sus corazones rendidos en aquella pletórica primavera. Además, por aquellas fechas cumplió con su primer juramento rompiendo la boca del patán que llamó puta a quién le despreció. Se la rompió y al mayo siguiente, porque también lo juró, se casó con todas las mujeres casándose con ella, con la misma que en el mismo mes le dio el más delicado de los besos, ese que se recordaría hasta el fin de los días porque la húmeda tibieza de aquel beso repentino le provocó un escalofrío sexual que recorrió una a una todas las células de su cuerpo, puede que también a su alma. Así se unió a la madre de sus hijos. En mayo nacieron y ganó su primer sueldo; tuvo la primera moto; el primer coche; la primera borrachera; fumó el primer cigarro, ganó una partida a las cartas y en tiempo de escasez, tiró su última moneda al río demostrándole al futuro que no le tenía miedo alguno. Así de enorme era su confianza en el porvenir.

También recordaba los mayos en que, adormecido al amparo del regazo de la madre, apoyaba la cabecita y escuchaba la dulce nana que le cantaba su corazón; no olvidaba la imagen de su joven padre patear un balón amarillo tan fuerte, que parecía perderse en el azul inmaculado del cielo. Por entonces todo tenía sentido, era grande, inacabable, hermoso, todos eran inmortales y percibían a Dios en cada uno de los átomos de cualquier cosa, porque todas eran importantes. Lo sentía en la dorada luz del atardecer colándose en haces por los agujeros de las persianas hendiendo la penumbra de la escuela; en un cuaderno escolar sobre la mesa del profesor; en la despreocupada risa de los hombres mansos al anochecer; en el color rosa-fucsia de un lapicero favorito; en la lágrima que se desliza por la tapa de un ataúd; en el canto de las olas del inagotable verano y en el de los remolinos de hojarasca de los otoños ventosos.

Después solo era capaz de creer en Dios ocasionalmente, por ejemplo, durante el desvelo de alguna noche desesperada. Porque hacía demasiado tiempo ¿cuántos años? que no percibía el frescor reconfortante de los amaneceres de julio, que no escuchaba el cantar de los pájaros tras la lluvia y que no volvió a oler nada como aquellas fragantes rosas de mayo, aunque le sentaran en primavera cerca de los rosales y le insistieran en que su perfume era tan intenso que llegaba a marear.

Ya no sentía nada, y cuando se dice nada, es nada, ni siquiera el temor a Dios. Al fin, todo acaba limitado, pequeño, razonable, aburrido y así concluyó que la vida es un oscuro y profundo hormiguero repleto de hormigas borrachas.

Ahora, de pechos en la ventana abierta, el viento le acerca la peste humana, el ruido del profuso tráfico. El edificio está situado como un gigante solitario frente a una gran avenida por la que, mucho tiempo atrás, circulaba algún que otro vehículo y él los seguía con la mirada durante el crepúsculo. Entonces, la cálida brisa de mayo le despeinaba tan delicadamente como lo haría una mano amorosa mientras fumaba ahí, tan alto, en un piso once, escupiendo de vez en cuando. Miraba el lapo zigzaguear en el aire y no sonaba el atroz estruendo de miles de neumáticos rodando sobre el asfalto ni olía el tufo del aceite requemado de ahora. En esos días mientras escuchaba la música de la radio se complacía simplemente en fumar, en el azul, en el naranja del cielo, en escupir de vez en cuando. Era joven veía y la mujer que lo eligió entre todos contemplaba el dulce languidecer de otro día de mayo a su lado. Esto le bastaba para declararse feliz si alguien se lo hubiera preguntado.

Sí; le habría gustado morir en mayo, en una mañana luminosa, perfumada con el aroma de los rosales, pero era octubre y se asomaba desde un piso once al declinar de un día embarrado, frío, que entraba por la ventana oliendo a óxido. Ahora estaba solo, no le acompañaba nadie que mirara el crepúsculo y fumara a su lado. Escuchó el ladrido de un perro y después un silbido lejano. Tarareó una melodía de las que antiguamente escuchaba en la radio. Se preguntó:

—¿Zigzaguearé como un escupitajo? Seguro que no. Caeré a plomo, derecho como un fardo, como cualquier cosa sin alma.

Retornar a la inocencia, zigzagueando de año en año hasta aquellos tiempos de rosales que embellecían el barrio perfumando las calles por las que vagaba en aquellos días irrecuperables de la infancia.

— Quiero retornar a mayo, a ese mes en que nunca me ocurrió nada malo, cuando todo era grande, inacabable, hermoso y tenía sentido.


miércoles, 9 de junio de 2010

Ancianos cohete


Al fin, tras mucho esfuerzo, el viejo llegó a la terraza de la residencia. La fina lluvia charolaba el piso; el graznido de un pájaro, el agua desembocando por algún desagüe, no se oía más. Se situó en el centro de la amplia cubierta con los ojos entornados y la boca medio abierta, manteniendo una inmovilidad perfecta antes de despegar con atronador ruido hacia el cielo, hacia el infinito, hacia la nada. Éste fue el primer caso certificado de anciano cohete.

— ¿Cuántos años tiene usted?

— Setenta y cinco.

— Hasta los ciento veinte no dan comienzo los despegues.

— Despegar pero… ¿hacia dónde? — preguntó el periodista especializado en divulgación científica.

La profesora del Centro Supremo de Investigaciones Fantacientíficas y directora del laboratorio de Bio-propelantes del HP-QTJ, en el campus de Wasteland de la Universidad YALEVARD en Calitokio, demora la respuesta y cuando está a punto de contestar, escuchan el “sssss” de un despegue no muy lejano. Nada especial, uno común, un “5SS” de unos noventa decibeles. La circunstancia hizo cambiar de pregunta al entrevistador.

— ¿Y su edad, señora? Disculpe, pero estoy seguro de que comprende la pertinencia de la pregunta.

— A punto de jubilarme, voy a cumplir los cien años muy pronto. En cuanto… a los despegues, hacia dónde se despega, le respondo que hacia ningún sitio, no hay destino, se elevan hasta agotar el combustible que como sabemos desde hace mucho es el continente y el contenido, la totalidad de la materia humana, del sí mismo, hasta desintegrarse en el límite infra-atómico, en partículas conjeturadas teóricamente pero que a día de hoy no han podido ser confirmadas por experimento alguno. Es decir, se despega hacia la nada, o hacia lo que existe pero que aún nos es desconocido.

— ¿Y a día de hoy tampoco se sabe qué supercarburante es el que convierte a un ser humano en un cohete?

— Seguimos buscando agentes biológicos, enzimas, células microbianas susceptibles de ser utilizadas como catalizadores. Es decir, una fuente energética procedente del metabolismo bacteriano. A mi juicio, mucho tiempo perdido errando por sendas equivocadas.

— Entonces, para usted ¿Cuál sería la senda de los aciertos?

— En nuestras investigaciones hemos descubierto productos muy tóxicos aislados, y que tienen un papel fundamental facilitando la rotura de la molécula de hidrógeno. Como usted sabe, la combustión es un conjunto de procesos físico-químicos por los cuales se libera la energía interna del combustible. Los estudios procuran descubrir el camino por el que van los protones tras esa rotura, que es distinto del que toman los electrones, y así seguimos años y años en una línea de investigación básica de laboratorio en estudios de caracterización estructural y funcional de metaloenzimas. Así llegamos hasta el muro.

— ¿A qué muro?

— Al muro infranqueable de los límites. A la frontera entre el conocimiento y el desconocimiento. Hemos fabricado algo pero no sabemos qué. Los avances científicos nos han permitido alargar la vida humana una media de cien años. Antiguamente lo normal era desaparecer de este mundo a los setenta u ochenta, hoy a esa edad seguimos siendo jóvenes, nuestros cuerpos, nuestra mente no muestran agotamiento ni declive. Se pasó de seis mil millones de seres humanos habitando el planeta hasta doce mil en apenas cinco décadas. Un civilizado pan-mundo sin guerras, con hábitos saludables, sin apenas enfermedades y con las amenazas del planeta controladas, sequías, terremotos, volcanes, todo previsto con mucha antelación. Nos hemos convertido en una plaga…

Los 140 decibelios de un “8SS” interrumpen a la profesora. Unos diez segundos después, cuando el cercano despegue apenas se percibe, el periodista que le sostuvo la mirada durante todo este tiempo dice:

— Como un cáncer GIST, el único incurable.

— Algo parecido. ¿Hasta cuánto y cuándo puede soportar el planeta esta metástasis, la propagación humana que ha humanizado hasta el último grano de arena? Hoy somos diez mil millones y seguimos disminuyendo, la edad mínima de los despegantes ha bajado de los 140 años a los 120 y sigue reduciéndose. Es la radioterapia que la naturaleza nos impone, la quimioterapia que salvará al planeta hasta dejarlo libre de estas células malignas, de los miles de millones de vanidades que llegaron a acariciar la inmortalidad creyéndose cada uno el centro del universo, aunque, realmente, nuestra totalidad no sea más que una gota de agua en alguno de los insondables mares cósmicos, de otro universo más.

Anoche, sus miradas atraviesan el ancho ventanal hasta perderse por la cercana ciudad de Yorkin, capital de la totalidad de los fraterestados de la tierra. Igual que las estrellas fugaces, los ancianos cohete desaparecen en las alturas en incesantes despegues reflejados en los cristales de imponentes rascacielos de más de mil metros de altura.


martes, 16 de marzo de 2010

Ad Notitiam


Como de costumbre, regresó a casa a eso de las dos, abrió el buzón y extrajo la única carta que había dentro, sin sello ni remite. En el sobre, aparecía con perfecta caligrafía su nombre completo; más abajo, la dirección. Era de papel grueso y caro, de esos que se entregan para los convites de boda. Le costó un poco rasgar la solapa. Dentro, una cartulina en la que esperaba encontrar una invitación para algún banquete, aunque no se trataba de nada de eso. Leyó:

"Por la presente, le informo de que estoy considerando su asesinato. Inicio un período de reflexión hoy, día primero del presente mes, con el objeto de evaluar la conveniencia y las oportunidades de su muerte.

Si lo considera conveniente, puede presentar denuncia previa contra la presente notificación ante cualquier fuerza policial o correspondiente demanda ante la jurisdicción civil que considere oportuna, o ejercitar cualquier otro procedimiento que estime procedente, lo que no afectará ni positiva ni negativamente en la decisión.

Podrá considerar desestimada esta evaluación si transcurren noventa días sin recibir resolución alguna.

QUEDA UD. DEBIDAMENTE NOTIFICADO".

Tras la primera lectura, releyó desordenadamente, volviendo una y otra vez a la palabra "asesinato" que no lograba integrar en un discurso tan formal como el del comunicado. Siendo plenamente consciente ya de lo que se le notificaba, dirigió la mirada de izquierda a derecha y después hacia arriba, mientras la cartulina temblaba entre sus manos. Entró rápido en su casa, cerró la puerta y echó cerrojos. Le comenzó a florecer el pánico.

Pasó un tiempo largo en el que casi todos sus pensamientos giraban en torno a la amenaza del comunicado, igual que miles de satélites giran en torno a la tierra conforme a la ley de gravitación universal. Su obsesión era encontrar un indicio que lo llevara hasta el origen de la amenaza; quién, por qué se querría matar a una persona como él, sin enemigos ni deudas; un ser humano básicamente bueno. "Yo soy una buena persona, quién querría matar a una buena persona como soy yo", repetía en voz alta de vez en cuando. Estaba claro que sólo un psicópata podía obrar de manera tan siniestra, alguien con propensión al mal, incapaz de sentir remordimientos, que usa a los demás como juguetes para satisfacer algún goce degradado; un asesino que se recrea en el mal, observando a sus angustiadas víctimas. Seguramente tendría un código propio de comportamiento, como casi todos los psicópatas, una ley suprema al margen de cualquier ley moral o escrita. El mal nacido no sentiría cargo de conciencia por el tormento que causaba, si acaso algún enfado cuando se infringía su reglamento. Probablemente tendría pinta de persona decente, alguien educado y cercano con el que te cruzas en la oficina, un administrativo, un policía, el panadero, el vecino, o un médico; sea como sea, un mal bicho camuflado en la normalidad cotidiana, con necesidades aberrantes, que se cree el eje de toda existencia, un megalómano que escribe notificaciones absurdas a buenas personas, anunciando asesinatos que seguramente sería capaz de cumplir sin escrúpulos, sin sentir culpa alguna.

El hombre informó muy pronto a sus allegados, y casi todos le animaron a presentar denuncia a la policía, aunque otros le quitaron importancia, casi convenciéndole de que todo era obra de algún idiota inofensivo que quería hacérselas pasar mal por... ¡vaya usted a saber por qué!

Así se atenuaba el desasosiego según pasaba el tiempo, aunque se avivaba a la hora de abrir el buzón, a eso de las dos. Al cabo de casi tres meses desde que recibiera el comunicado, encontró otro sobre igual que el anterior, aunque éste no estaba en la casilla de correo; lo vio en el suelo del pasillo, alguien lo introdujo por debajo de su puerta y avanzó un par de metros. Al descubrirlo, se quedó paralizado y, temiendo desmayarse, se apoyó en la pared. Al cabo de un buen rato, levantó el sobre y extrajo la cartulina, que leyó con el alma en suspenso:

"Por la presente le informo que finalmente he decidido 'sine die' su asesinato. Contra la presente no cabe ninguna apelación. Así por esta mi sentencia, lo pronuncio y firmo".

¿"Sine die"? Dudó del significado del latinajo mientras se fijaba en la firma que resultó ser una perfecta "X", trazada con tinta amarronada, y de pronto su memoria le trajo el claro recuerdo de una declinante tarde de invierno en el humilde barrio en el que se crió. En esa época del año, la niebla hacía más habitable la realidad, difuminando la áspera dureza de la barriada en la que un grupo de jovencitos optaba por el frío de la calle antes que por el aburrimiento en sus humildes moradas. Se arrimaban al calor del otro, sentados en una ancha y empinada escalera, casi arruinada. Los chicos galanteaban con agresividad a las chicas, se hablaban a gritos, se besaban, bromeaban fumando, escupiendo, maldiciendo, eran casi salvajes, casi felices. Una de las muchachas sacó del bolsillo un frasquito lustroso y, al instante, se lo arrebató el que entonces era un soberbio mocito y ahora era un hombre asustado. El niñato trepó hasta la rama más baja de un árbol cercano; la chica le exigía, entre insulto e insulto, que se lo devolviera; los demás se limitaban a observar hasta dónde era capaz de llegar el muchacho, sabiendo los que mejor le conocían que sería muy lejos, pues a su necia crueldad aún no se le habían puesto límites. La chica dejó los insultos y comenzó a suplicar; él preguntó por el contenido y otra chica respondió que era la base de un maquillaje carísimo y que su amiga había ahorrado durante mucho tiempo para comprarlo. El idiota abrió el frasco y olfateó la crema amarronada; después, hizo como que se le caía un par de veces, mientras ella no dejaba de rogarle. Parsimonioso, vació la totalidad del frasco en una áspera rama, untándola después hasta no dejar rastro de crema en las palmas de sus manos. ¿El odio de esa muchachita, aumentado con el recuerdo año tras año, sería capaz de desearle la muerte?

Una larga vida, como la suya, como la de cualquier otro, deja un largo rastro de ofensas, de daños, sobretodo a los más cercanos, a los que en el corto radio de los egoísmos sufren los desaires, las ofensas más graves; las que el miedo, la envidia o el desprecio de necios insignificantes distribuyen como virus, causando mil dolores pequeños sin ser conscientes del profundo sufrimiento que causan, la pequeñez de sus miserables acciones. También le vino a la memoria un chicle aun babeante en el pelo de un compañero de pupitre, un chiquillo de unos diez años que llorando lastimosamente trataba de desprenderlo, enmarañándose aun más el cabello. Recordó verlo al día siguiente con la cabeza rapada y algunos moratones, probablemente señales de una madre furiosa por tener un hijo al que le pegan cosas en el pelo. A pesar del paso de tantos años, el hombre recordaba el brillo de sus ojos atemorizados mientras él, amenazante, hacía globitos con el chicle, mirándole fijamente. Ojos. Otros ojos como esos azules, a los que juró amar toda la vida, los de una muchacha que dejó todo, entregándose incondicionalmente a un irresponsable que, meses después, fue incapaz de sostenerle la mirada mientras decía adiós. Dolores pequeños, a veces mínimos, que sumados año tras año, se sufren hasta llevar al más cabal ante las puertas de la locura, por ejemplo, con un ruido apenas audible, el molesto zumbido del motor de un difusor instalado en su chimenea, con el que atormentó al vecino de pared, sin permitirle un sueño plácido durante años.

Así pasaba el tiempo, inventariando mentalmente agravios, humillaciones, mentiras, traiciones, decepciones, de lo que hasta entonces le parecían inocentes chiquilladas, travesuras, descuidos, olvidos o desinterés, que causaron tanto padecimiento. Sentía tanto arrepentimiento por lo irreparable que consideró que quizás estuviera justificada su condena a muerte, no por un daño grande, por ejemplo un asesinato o una gran traición, sino con más motivo por la suma del mil, de un millón de malicias cometidas a lo largo de una vida, que, como la fría niebla de su infancia, lo cubría de infamia.

Despertó, pero no quiso abrir los ojos. Estaba desnudo, amarrado de pies y manos sobre una superficie lisa y fría, probablemente de acero. Imaginó con acierto que estaba encima de una mesa, parecida a la de las autopsias. No tenía ni la más mínima idea de cómo llegó hasta ahí, aunque tampoco importaba demasiado en esos momentos, en lo que parecía ser su final. El asesino trajinaba a su alrededor, conectó un sistema de aspiración de aire, probó desagües, colocaba útiles, herramientas; el hombre percibía el penetrante olor del formol y, tras sus párpados, la poderosa luz de la luminaria que sobre él se encendió. Ladeó la cabeza, abrió los ojos y vio una pila de acero inoxidable anexa, que supuso serviría para el lavado de órganos. Cerca, una figura con bata verde se afanaba colocando bisturís, tijeras, pinzas, un martillo, un cincel y, entre otros instrumentos, pesos y una balanza. Se le acercó y le miró detenidamente el ojo, levantando su párpado, pero él no lo conoció. Era imposible reconocer a alguien tras unas gafas, ataviado como un cirujano, con bata, mascarilla, guantes y calzas desechables. Mientras le examinaba el ojo, preguntó en un susurro quién era y cuál era el daño por el que se le castigaba. Dijo que era lo único que le interesaba saber, que no rogaría perdón ni suplicaría por su vida. El otro se descubrió, y él buscó en la memoria sin encontrar nada. El rostro era el de una desconocida, la cara amable de una mujer de mediana edad, que lo miraba fijamente, viéndose reflejado en sus brillantes pupilas, ya casi como un cadáver.

"¿Por qué usted?" – la voz modulada, amable le produjo escalofríos y miedo extremo – "Comienzo a practicarle una autopsia en vida." El hombre notó perfectamente que la incisión en su piel tenía la forma de una gran T, un corte de hombro izquierdo a derecho bajo las clavículas y desde la mitad, el corte en perpendicular hacia abajo, respetando el ombligo hasta la sínfisis del pubis. A partir del tórax, la mujer levantó un poco la pared abdominal para no lesionar las vísceras abdominales, después cortó a cada lado transversalmente en la parte inferior del abdomen.

"Pero ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?" – repetía el hombre. La mujer apartó la mascarilla y, moviendo la cabeza de un lado al otro, respondió con el tono cansino y casi musical de una niña:

"Por ser escorpio, por vivir en una casa de número impar y por ser zurdo". Volvió a colocarse la mascarilla y procedió a la extracción de la parrilla costal. El hombre, antes de desmayarse, exclamó:

¡Que Dios ayude a mi pobre alma!

domingo, 10 de enero de 2010

HEURÍSTICA DEFAULT

Ese fue el descubridor; uno cualquiera, ¿qué más da? Nadie habría podido escribir el cuento, la historia de esta pesadilla absurda, si es que hubiera quedado alguien con arte para contarlo, con capacidad o con ganas para escribir. Comenzó así en una tarde como en otra tarde cualquiera, ¿qué más da?, otro atardecer igual que los miles de millones que se sucedieron hasta entonces con la única diferencia de que en éste se engendró el principio del mal, o del bien, no se sabe; en todo caso, dio comienzo el concluyente final de todos los finales, el absoluto fin terminante de todo lo que hasta entonces se entendía o intuía por humanidad, porque desde entonces no hubo más entendimiento e intuición.

El hombre, uno cualquiera, ¿qué más da?, pasea junto a un perro por cerros cercanos a alguna población mientras el sol declina, oscureciendo el sendero. Súbitamente, presiente una desgracia extrema y siente un golpe de pánico. Se detiene, mira a su alrededor y cede a una voluntad extraña, al empuje de un impulso ajeno que lo obliga a adentrarse en la espesura vegetal. Observa con atención a cada una de las plantas que encuentra sin saber por qué, hasta llegar a una planicie que parece protegida por la enmarañada muralla baja que troncos, tallos cenicientos y arbustos ennegrecidos han entretejido. Con lascas de piedra rubia se cubre el suelo, formando la perfecta circunferencia de roca suelta cuyo eje es ocupado por la más asombrosa planta que jamás vio ojo alguno hasta entonces. A su alrededor nada se levanta, ni una brizna, ni un brote de vida. Es un sagrado centro de atención universal, un pozo, un agujero, la matriz del TODO.

Los últimos rayos del sol viejo apenas doran ya la cresta de los árboles más altos, y el herbaje cercano sucumbe en la oscuridad. Todo se va apagando, pero no la pequeña planta que no necesita la luz del astro padre-madre para mostrarse, al contrario, luce más viva, con más color en la oscuridad, atrayendo toda la atención al emanar su propia energía luminiscente. El hombre, ya irremediablemente perdido, sin ninguna precaución, dirige la mano derecha hacia ella, sintiendo un ligero hormigueo en la palma que va convirtiéndose en calor intenso según va acercándose a las miles de microscópicas flores con pétalos de negrura intensísima que absorben toda la energía radiante que incide sobre ella. La superficie mate de sus corolas refleja tan solo el 0,04 % de la luz visible, 100 veces menos que la pintura negra convencional, emitiendo al mismo tiempo miles de pulsos sincrónicos de color brillante en una especie de respiración o palpitación de criatura fantacientífica. El hombre es obligado a injertar la planta en su existencia y llora mientras hinca su cuchillo de monte, trazando una circunferencia fácilmente, pues la tierra apenas ofrece más resistencia que la de un queso blando. Sabe que lo que está haciendo es peligroso, puede que fatal para su salud, pero aun así sigue hasta completar el círculo. Después, introduce inclinada la hoja del cuchillo, apalancando sobre la superficie hasta que la escasa raigambre de la tecnoplanta se libera del mineral sin un solo grano de tierra entre ella. Luego, la cubre con un pañuelo y regresa a su hogar.

No mucho tiempo después, ahí mismo, en la casa del descubridor, uno cualquiera, ¿qué más da?, un policía sube la persiana, iluminando el cuarto en el que se encuentra, junto al cerrajero, los paramédicos y el vecino. Ninguno de ellos entiende la realidad que observan, pero intuyen todos algo parecido a un punto final. Imaginarse un Edén en miniatura podría asemejarse a lo que contemplaban. Echado sobre el sofá aparece el cuerpo del descubridor con la apariencia de una frondosa cordillera vista desde las alturas; de todas sus partes surgen finas raíces que alargándose por el piso llegan hasta las paredes y el techo, convirtiéndolos en una tupida selva. Nadie olió nada. De entre los sobrenaturales tonos verdosos y las diferentes texturas vegetales que cubrían por completo la habitación, brotaron inmediatamente ante sus ojos los renuevos de unas pequeñas plantas con microscópicas flores de corola negra. Sus pétalos, a los que habría que buscar una nueva palabra para definir su negro non plus ultra, absorben como un rosal la luz del sol y el pensamiento de todos los presentes, colonizando el interés general, las emociones, la voluntad, toda la energía radiante de los que, absortos en sus pulsos sincrónicos de color brillante, se vaciaban en el negro profundo, disolviéndose durante horas en una contemplación hipnótica, igual que cuando se mira la llama viva al amor del hogar en una noche fría. Seres humanos insustanciando sus vidas en el plácido gozo de la mera visión, entregándose enteros a algo que parecía significar mucho y que no era nada más que el artificio de una realidad irreal que metamorfoseaba la verdad, lo genuino, todas las potencias humanas en una única corriente de masificación universal.

El hombre echado sobre el sofá, el descubridor; uno cualquiera, ¿qué más da?, habló con plácida quietud, absorto en la contemplación de su vacío. Dijo: "La naturaleza es el TODO. En su esencia, el TODO es incognoscible. Si bien es cierto que todo está en el TODO, no lo es menos que el TODO está en todas las cosas. Nada reposa; todo se mueve; todo vibra. Para cambiar vuestra característica o estado mental, cambiad vuestra vibración, dejaos llevar, no vayáis contra corriente. La mente, así como los metales y los elementos, puede transmutarse de grado en grado, de condición en condición, de vibración en vibración. La conformidad es la sabiduría, la totalidad es la perfección. El TODO crea en su mente infinita innumerables universos, los que existen al mismo tiempo, y así y todo, para Él, la creación, desarrollo, decadencia y muerte de un millón de universos no significa más que el tiempo que se emplea en un abrir y cerrar de ojos. Mirad la luz que no deslumbra".

El policía fue de los primeros en tener una en su domicilio, al instante, su mujer y sus hijos tan fascinados como él, cenaron en silencio por primera vez en su vida, alternando la vista entre el plato y la planta. En verdad, la mente infinita del TODO les pareció la matriz del Cosmos.

Así se dio principio al fin de la humanidad. Ya no quedan humanos en el errante grano cósmico que ahora, cubierto en su totalidad por una tupida raigambre neuronal interconectada, late al unísono en pulsión sostenida con la fuerza de un gran teracerebro de pensamiento único que ha convertido al planeta Tierra en la gran huerta de la Razón, paraíso de vegetoidólatras con un único Dios: la Biofísica, seres deshumanizados e interconectados que, exentos de la fuerza de las pasiones, forman el único y perfecto orden universal racional, la red univibracional, unipolar, donde miles de millones de seres juegan a diario en la ruleta en la que todos los números son iguales y nadie pierde, asociados en sustancia a los miles de millones de plantas negras, percibiendo cada uno en su meollo el lazo que los ata a la perfecta comunión de la uniformidad, comulgantes en festines sosegados. La acción proselitista de los botánicos primero y de los políticos después aceleró el proceso de propagación de la norma definitiva del nuevo universo mental que avanza hacia el retroceso, regresando a la pureza biológica elemental con la alquimia mental de aniquilación de la personalidad.

Cuando la última planta al fin llegó hasta el último humano, los miles de millones de pacíficos paraísos comenzaron a viscosear, transmutando la blandura de su sobrenatural verde al negro profundo de consistencia parecida a una costra asfáltica. La pureza se agotó en sí misma. La higiene mató a la salud. Todos los recuerdos al fin desaparecieron, no hubo más memoria ni fe. Todo se marchitó. Dejaron de brotar las ilusiones, los sueños, la creación, la imaginación, el arte. Murieron las pasiones. Se secó la voluntad, el amor, la libertad. Todo eso eran vejaciones para el alma, arrogancias del individuo. Todos los temores nacían de la incertidumbre. Ahora todo está pesado y medido. Se sabe todo lo que interesa saber. El planeta entero fue colonizado por la neoespecie vegetal que, germinando en el entretenimiento y la contemplación de los pulsos sincrónicos de color brillante, acabó con todo lo humano en el planeta. La naturaleza es sabia, y los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el oído capaz de comprender.

El universo se desenvuelve como debe.

martes, 22 de septiembre de 2009

Hartos de Dios

El corazón le golpeaba en el pecho como un puño sobre una almohada. Creyó morir a causa de la tremenda conmoción, preocupado por 'palmarla' con esa ridícula expresión, con esa media sonrisa y con los ojos entornados, como un ahorcado apretando un billete de lotería con ambas manos.

Pero no fue su último día. Se puede suponer que aún le quedaban muchos más que soportar, cada uno de ellos cubriendo de aburrimiento la antigua tristeza que formaba parte de su existencia, al igual que el lunar descubierto en su espalda durante la infancia.

El hecho de que el billete de lotería fuera el más remunerado de la historia no lo liberaría del profundo arraigamiento en la apatía. Aunque es cierto que, durante unos meses, la fuerza del acontecimiento conseguiría rescatarlo de una vulgar cotidianidad, de la simpleza de míseras rutinas. La fortuna lo llevaría en volandas por los cielos de fantasías cumplidas, satisfaciendo todos sus deseos en edenes donde el dinero es Dios y su poseedor, el dueño de Dios.

Pero sucede que al escritor no le merece la pena describir aquellas fechas, porque, siendo agotador para él, para el lector puede resultar aburrido. ¿Quién no conoce alguna historia sobre algún nuevo rico? De alguien que, de repente, se hace millonario y que, llegando a las costas de la felicidad, descubre un mundo dichoso que es necesario colonizar; afortunados que se instalan en paraísos que no saben cultivar, limitándose a tomar posesiones y a hartarse del gozo, tratando de apagar los ardientes recuerdos de las carencias, de las frustraciones.

Al cabo de algún tiempo, el protagonista, si fuera listo, se convertiría en algún tipo de Robinson, complacido con sus pertenencias, que ya no espera el barco de las provisiones, con eso que tanto se echa en falta en esas cumbres: la verdad, lo auténtico, el desinterés. Si no fuera listo, probablemente arruinaría el territorio, habría secado el vergel y, en el vacío de la pérdida, soñaría desesperadamente con el barco del regreso a su antigua vida, a las rutinas vulgares, a la sencillez de la existencia minúscula.

El escritor, ya está dicho, no desea escribir una historia repetida una y mil veces, historias de libertos que se limitan a pastar entre sus riquezas, historias de los que añoran el yugo, la tranquilizadora irresponsabilidad del esclavo, las cómodas dimensiones de las verdades aparentes, la confortable residencia en las tradiciones.

Al escritor le gustaría escribir la maravillosa historia de un navegante que no tiene temor a sufrir un nuevo naufragio, la de alguien que, con pulso firme, día a día, va perfilando el mapa de sus emociones; escribir sobre el que podría ser el único ser humano libre del planeta, de ese que se conquistó a sí mismo antes de conquistar el mundo, de ese que nada teme, que nada desea; escribir, por ejemplo, sobre un hombre que abandonó su casa dejando las puertas abiertas y que, después de enterrar su oro, dibujó cien mapas verdaderos, lanzándolos a cien aguas diferentes en cien botellas iguales, con la esperanza de encontrar al menos a un soñador digno de su riqueza; escribir sobre alguien que se deshace de su fortuna entregando fajos de dinero en los aeropuertos, intentando insuflar aire en las velas del auténtico viajero, de ese que prefiere seguir adelante, hacia el futuro, en lugar de regresar a su pueblo para dormir al calor del dinero oculto en su colchón. Pero... aunque parezca que el escritor es todopoderoso, que en sus fabulaciones hace y deshace, que como único Dios de su universo puede crear infinitos mundos, a veces, las criaturas, sus personajes se revelan, porque no creen en ningún dios, porque ni siquiera creen en sí mismos cuando el lector no los descubre. Así podría ocurrirle al hombre agraciado con el mayor premio de la historia de la lotería mundial, y puede que fuera por eso por lo que se reveló contra su creador, haciendo pedazos el billete para no tener que conquistarse, para no tener que abandonar su casa dejando las puertas abiertas, para no tener que enterrar tesoros y repartir fajos de billetes en los aeropuertos, tal y como le gustaría escribir a Dios.

A veces ocurre así: los personajes se revelan, obligan a escribir al escritor su verdad, su propia historia, en la que, generalmente, no quieren ser protagonistas de nada porque están hartos de los excéntricos caprichos de la fortuna, de los inconmensurables sucesos, de gestas heroicas, de las tremendas exigencias de sus creadores.

La mayoría simplemente quiere que el escritor escuche sus oraciones.


sábado, 4 de julio de 2009

Pésames ingrávidos

Murió como generalmente se muere en los hospitales, en soledad, sin dolor. Lo último que reconocieron sus sentidos fue un anuncio publicitario en el que una figura popular se presentaba como periodista y madre, alquilando su verosimilitud a una fábrica de productos lácteos que aseguraba ayudar a las defensas del organismo humano gracias a los beneficios de sus bacterias patentadas.

Fue un ser de genio dócil y amable, hizo muchos amigos, tuvo algún que otro adversario, pero jamás un solo enemigo declarado. Amó a casi todos sus amantes, aunque reservó lo mejor de sí para los hijos, complaciéndose con su presencia mientras estuvieron a su lado. Después, los triunfos de cada uno de ellos le siguieron colmando de felicidad y orgullo. Su última pareja falleció repentinamente y apenas tuvo tiempo para sentir algún vacío, pues aún permanecía su olor entre la ropa del armario y parecía resonar el eco de sus palabras en la casa. Empaquetó, poco antes de ingresar en el centro hospitalario, las más valiosas posesiones de su cónyuge muerto, apilando las cajas en el sótano; álbumes de fotos, discos, libros, vídeos, cartas de amor; todo tan fresco durante unos instantes y tan rancio durante años; gloriosos testimonios que justificaban una prestigiosa existencia; diplomas, certificados, escrituras de propiedad, pasaportes; se pudrirían ahora en la húmeda oscuridad de un rincón.

Alguien le despojó de la bata del hospital, alguien le vistió sus propias prendas, alguien maquilló su cara, alguien introdujo el cuerpo en el féretro de caoba alquilado, alguien lo transportó hasta la sala refrigerada destinada a las exposiciones cadavéricas donde lucía impecable al otro lado del gran cristal, frontera que separa a los muertos de los vivos en los tanatorios, una urna con ventilación independiente y termómetro indicador visible desde el exterior que marca cero grados. Encerrar a la muerte al otro lado; aparecer como durmientes en el escaparate de una floristería, rodeados de ofrendas, de hermosos arreglos florales; ramos lujosos, coronas fúnebres que intentan compensar con sus colores y aromas la espantosa putrefacción contenida en tan funesto receptáculo.

Nada de condolencias para sepelios estándar, a nuestro fiambre se le vela en un tanatorio premio Nacional de Arquitectura en el que la prestación de los servicios contratados hace especial hincapié en la atención a familiares y amigos, disponiendo para ellos de un oratorio multiconfesional, así como de servicio de cafetería, restaurante, parking público, venta de féretros, lápidas, floristería. Un confortable centro comercial de la muerte que ofrece servicios como asesoría jurídica, asistencia psicológica, esquelas en periódicos; diseño de recordatorios; obtención de certificados oficiales, tramitación ante los organismos del estado: Seguridad social, pensiones, últimas voluntades, y, por supuesto, tanatopraxia, para que los conocidos puedan ver por última vez con una apariencia natural y tranquila a su pariente intentando hacer que la situación sea algo menos traumática; aunque todos los muertos son feos porque la muerte es espantosa; por eso a casi nadie le gustan los funerales ni los entierros; por eso únicamente lunáticos o psicópatas descubren belleza y paz en las funerarias, en los ecos de los llantos cada vez más escasos; por eso se oculta a la muerte; por eso pagamos a extraños para que se encarguen de los restos de nuestro padre, de nuestra madre, de nuestros hijos, de nuestros seres queridos.

La sala contratada está vacía esperando la llegada del primer visitante. La música, composiciones elegidas de un prestigioso catálogo, comenzó a sonar por altavoces camuflados desde su apertura un par de horas atrás. En una gigantesca pantalla aparecen instantáneas del ser humano que está en el ataúd tras el limpio cristal. Imágenes en que se aprecia una evolución vital, caras felices, sonrisas, abrazos; siempre en compañía, en la playa o sobre la nieve de las montañas. La inexpresividad del cadáver contrasta con la viveza de su cara en las fotografías en las que aparece feliz casi siempre abrazando a alguien, compañeros de trabajo, amigos, vecinos, hijos, a su pareja, a cualquiera, a todos.

La amplísima habitación genera quietud y serenidad. No aparece ningún símbolo religioso. Una agradable temperatura, los colores neutros, cremas, beige, marrones, procuran sensación de tranquilidad, el negro está prohibido, el luto no se manifiesta. La iluminación, el mobiliario inducen a la calma. Es un espacio acogedor diseñado con todo lo necesario para que el adiós de los vivos resulte lo más agradable posible. Se aprecia la profesionalidad, la eficiencia del personal en cada uno de los detalles, la atención personalizada que se ofrece las 24 h, los 365 días del año, como la realizada por el agente asignado que acudió al centro hospitalario para hacerse cargo del cuerpo y los trámites.

Hoy, el más ancestral de los ritos se procura discreto, amable, contenido. Obviar a la muerte en una vida orientada al placer de eso se trata, ignorar la pena, al terror existencial impregnado en todos los átomos de todos los seres vivos; disimular al muerto entre flores; mirar en la pantalla el vivo color de su sonrisa; por qué sufrir una fea realidad que manchará vuestra memoria; son los atrasados, los pobres, los que no pueden pagar el servicio los condenados a vivirla; vosotros podéis contratarlo; os merecéis espacios y protocolos que os seden el alma confeccionándoos bellos recuerdos y donde prime la comodidad para los que veláis al muerto, salas individuales que preserven la intimidad, aseos, duchas con un diseño más propio de un hotel que desdramatizan el acontecimiento. Evadir la muerte, esconderla como a una horrible verruga tras un hermoso decorado. Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de que ésta llegue deseando que sea durante el profundo sueño y tan amable de no despertaros en un último sobresalto. Ser considerados, procurar dejar un hermoso cadáver, un elegante cuerpo inerte digno de admiración ante el que apenas se derrame alguna lágrima, lejos del mal gusto de la incontinencia emocional y su insoportable resaca. La banda sonora finaliza, pero al cabo de unos segundos vuelve a sonar desde el principio; han pasado cuatro horas; en la pantalla, el bucle de imágenes sigue mostrando afectos.

Acaso una hija mayor se encargará de contratar los servicios, aunque no pueda asistir al funeral porque como miembro de alguna ONG en algún Hospital Infantil de Tubinga su trabajo sea indispensable y su ausencia desencadenante de algún colapso; otro hermano podría estar disfrutando de una beca para artistas visuales en Nueva York o en París, preparando una primera exposición que fatalmente coincida con el fallecimiento, siéndole imposible postergar la misma; sería el encargado de esparcir las cenizas tras la incineración según el deseo del finado, aunque dada la imposibilidad de asistencia puede que contratara el servicio con la funeraria dando indicaciones del lugar donde esparcirlas; puede ser que tengan otro hermano al que haya sido imposible localizar, quizá un sacerdote de los Misioneros del Verbo Divino que misiona en la lejana Australia. Seres solidarios comprometidos con sus semejantes que trabajan incansablemente por una vida mejor para todos los seres humanos.

En otra pantalla más pequeña van apareciendo pésames ingrávidos, condolencias y excusas recibidas por internet y telefonía; cientos de mensajes dolientes, postales electrónicas ilustradas con puestas de sol, lagos y altas cumbres llegan desde distintas partes del mundo. Al fin, la puerta se abre, aparece un hombre con una guitarra, echa un vistazo a su alrededor y no se sorprende al encontrar la sala vacía, mira su reloj y después a una mesa en la que se presenta un surtido tentador servido por una prestigiosa empresa de catering; se resiste a probar bocado, es un profesional; desenfunda la guitarra, carraspea e inmediatamente comienza a cantar alguna canción favorita de la persona difunta, puede que 'Let it be' de The Beatles; ni en una ocasión mira al interior del ataúd y cuando termina sale inmediatamente cerrando la puerta despacio. Han pasado muchas horas, casi todas; la inasistencia a sus honras fúnebres deshonra al cadáver aunque quizás le realicen el mayor homenaje posible desde la lejanía, olvidando sus ofensas, sus carencias, dejando su nombre limpio de ellas en la memoria de todos los ausentes. Nada más; una vida completada; alguien que debió morir hace mucho tiempo; nada fatal; tuvo suerte falleciendo mucho después de que murieran sus ilusiones, ya no deseaba nada, ni siquiera un día más de vida; si acaso, deseó en el último instante estrechar una mano querida, porque eso sí es triste, eso es lo verdaderamente triste; morir solo en la habitación de un hospital; a pesar de haber sido un ser amable, tolerante y respetuoso.

La empresa cuenta con expertos directores de eventos y a la mañana siguiente entra el asignado a la familia dando órdenes a los asistentes. El cadáver, las flores, se retiraron de la cabina y no hubo que limpiar los restos de ningún beso en el cristal. Siguen llegando condolencias con muestras de poemas y textos relacionados con el fiambre, los altavoces siguen repitiendo la misma música, se ultima el homenaje, el adiós, ya empezó a olvidarse todo lo que esa persona fue o representó, todo lo que hizo o dejó de hacer; así hasta dejar de existir definitivamente con el último recuerdo del último ser vivo que nos conoció. Un operario desconecta las pantallas, apaga las luces y retira su nombre del panel de anuncios; la sala queda limpia, silenciosa, preparada para un nuevo servicio.

Olvidamos, pero cuando parten los que nos conocían nos dejan más solos y si se pueden contar más conocidos muertos que vivos, el fin no está muy lejano. Se es inmortal hasta ver al primer muerto, entonces se reconoce que algún día alguien dejará una flor sobre nuestro féretro con gesto recogido y sintiéndose culpable por no sentir dolor alguno, igual que te ha pasado o pasará a ti, porque desde niños nos blindan contra el sufrimiento y si nos sedan los dolores físicos, por qué no sedar los del alma; la muerte no se puede evitar pero el sufrimiento sí; la pena poco a poco está siendo desterrada en los entierros hasta llegar a convertirlos en una fiesta; se trata de pasar rápidamente la página de la tragedia para regresar de inmediato al confortable refugio de la rutina, al consumo de microdosis de alegría y felicidad porque no hay mayor dolor que el de no poder consumir.

Incinerar inmediatamente a los muertos, sus cenizas no tardarán en perderse entre el polvo de los remordimientos, liberarse de los tributos al dolor, de esos homenajes ante las tumbas que encierran los cuerpos corruptos de seres queridos, tan corrompidos como la mayoría de los individuos ultraestandarizados que perdieron sus instintos domesticados por los medios, sometidos a todo tipo de influjos consumistas y obsesionados con el poder adquisitivo.

Tras la incineración fue encargada una urna ecológica para las cenizas, compuesta de sal marina que se diluye en el agua en 30 minutos sin dejar residuos. La gratificación extra no fue motivo suficiente para que el empleado de la funeraria cumpliera el encargo y en lugar de arrojarla al mar según las indiccaciones, se deshizo de ella en una alcantarilla cerca de unos grandes almacenes donde quería aprovechar el último día de rebajas.

viernes, 22 de mayo de 2009

De las personas con olvido

De repente, el silbante viento aparece, peinando los mechones del juncal y rizando la superficie del charco en la que una anciana se miraba hasta entonces como en un espejo. Levanta despacio la vista al camino y, después, al cielo; las nubes pasan raudas, como si fueran un archipiélago aéreo, ajironando con sus blancos el profundo azul del cielo. Por entre ellas se cuela un haz de luz que cae sobre un húmedo campo de tierra rubia salpicado con los verdores de los árboles, de los matorrales, y también con el granítico volumen de los inamovibles peñascales.

La mujer permanece sentada, casi recostada, sobre la arena húmeda que bordea el charco. En el gris de la cabellera despeinada se evidencia el paso de sus muchos, muchos años. Se sujeta los sucios mechones tras las orejas, dejando al descubierto una frente amplia con algunas manchitas marrones y cruzada de lado a lado por finos surcos, por arrugas que parecen zigzagueantes culebrillas paralelas. Le desaparecieron las cejas y los ojos se le hunden en las cuencas. Los párpados sin pestañas no cercenan la perfecta circunferencia de sus iris; de los brillantes discos verdes que permanecen inmóviles, enfocados en la lejanía, mirando a nada.

El azulado claroscuro de la cercana sierra le cierra el horizonte a la ondulante campiña, recosida con el óxido de los alambres de espino y trazada de lado a lado por el cableado de las líneas de transmisión eléctrica. Una confiada liebre, sin reparar en la mujer, cruza el camino olisqueando la tierra; una golondrina garabatea en el aire con su nervioso vuelo antes de planear durante un instante sobre el charco y desaparecer. La señora ve a tres jilgueros aleteando sobre el barro más blando y, antes de poder contarlos, desaparecen jubilosos lanzando trinos.

Una risa estrepitosa brota de su boca; de igual forma, para de reír y en su rostro reaparece un rictus que manifiesta un estado de ánimo angustioso. Dejó en silencio a los campos; parece que incluso el aire cesó ante las carcajadas descompuestas de su risotada. Vista desde lejos, la inmovilidad del avellanado cuerpo cubierto con un blanco camisón estampado parece cualquier cosa menos una persona o una amenaza; las aves no tardan en reanudar los cantos.

La octogenaria, enferma y sola, deambulando por campos desconocidos, es una imagen que provocaría angustia moral a cualquier espectador. Sin embargo, la senectud desvalida, la perturbación de la razón y el desamparo no impiden a esa mujer ser intensamente feliz en esos mismos instantes. Ella no sabe que es feliz en ese instante; no lo sabe porque olvidó todo, por eso es feliz. A pesar del rictus de angustia que le dejó el alma marcado en el rostro, con la pureza de un animal, es feliz, plenamente feliz.

Elevándose tras la sierra, pareciendo salir de un volcán, aparecen nubes más blancas y altas que las que pasan sobre su cabeza, aligeradas por el vigoroso viento. Un jilguerillo se posa sobre el alambre de una cerca, su nervioso coleteo le confunde la vista mezclando el amarillo, el rojo y el negro de sus plumas.

La anciana está perdida desde hace muchos años; se fue perdiendo en su casa, después en residencias y hospitales, perdida entre rostros irreconocibles, confundiendo palabras, recuerdos, afectos. Supervisada por desconocidos que rigen su existencia imponiendo rutinas y que no paran de hacer preguntas estúpidas. "¿En qué se parecen una pera y una naranja?" Aún así, necesita a esas personas porque desaprendió a vestirse, a alimentarse, a hablar y empezó a alucinar. Dulces alucinaciones que en su amarga existencia son más verdad que la realidad que le rodea. Vio el tintero abierto de su infancia sobre la mesita de noche en la habitación de la residencia, reflejándose la luz de la bombilla como una ondulante luna sobre la superficie de la negra tinta; vio a su madre pelando patatas a los pies de la cama y acarició al gato que murió atropellado por un tranvía setenta años atrás.

Los espinosos cardos se esfuerzan en mantener su digna verticalidad y parecen más dignos que el flexible junco vecino, pero las impetuosas rachas los hacen tiritar y parece que es de miedo ante la invisible fuerza del viento. Un cernícalo, a unos metros de altura sobre el terreno, en vuelo estacionario, casi inmóvil, espera avistar alguna presa entre un macizo de florecillas silvestres; las sombras de las dispersas nubes se perfilan y pasan como manchas de vaca sobre la inmensidad de los campos. A ratos, el viento cesa permitiéndole escuchar los pajareros cantos y no muy lejos, sobre la hierba que bordea el camino, descubre a una perdiz inmóvil confundiéndose con las piedras.

La mujer ahora no alucina, pero no sabe que no alucina, porque no sabe nada. No sabe cómo llegó hasta ahí caminando descalza, que se perdió y que, estando tan cerca de la residencia, parece imposible que nadie la haya descubierto. Ahora, al igual que en su infancia, se siente una con la naturaleza. Una cosa sola que se dispersa y que está en todas las partes y en cada una de las cosas que le rodean. El suelo sobre el que se recuesta, los pájaros, las plantas, constituyen la totalidad del mundo y siente como un animal, porque es un animal, porque ha recuperado la esencial libertad primaria que consiste simplemente en ser; en olvidar; en vivir sin comprender.

Descubre el pequeño tatuaje que lleva en uno de sus pechos desde hace sesenta años, un pequeño corazón flechado y con dos iniciales que es incapaz de leer; después baja la vista hasta llegar a la larga cicatriz que le cruza el vientre, la recorre lentamente con la yema de uno de sus dedos y acaba justo en el momento en que un pato oculto levanta vuelo hacia el norte. El estrepitoso aleteo aviva el pulso de la anciana que se inclina sobre el charco y bebe como un gato. No es más que una mujer que estuvo presa en la red de actividades rutinarias de lo que los seres humanos entienden por vida, aunque ya no recuerda que es una mujer, que es un individuo único e irrepetible al que le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con amor y el miedo a la nada. Por eso es feliz, por eso su estrepitosa risa resuena de nuevo por el campo cuando ve su ajada cara reflejada en la superficie del agua serena. Se ha convertido en niña, es pura, es una despierta. Perdió la palabra, la razón, la moral, la virtud. Su alma murió antes que su cuerpo: así, pues, no teme ya nada.

¡Es libre! ¡Es la demencia!



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ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"