Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

sábado, 14 de marzo de 2009

Héroe de marzo

En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.

Cuando el perro me lo propuso supe que había llegado mi hora, que habría de morir en poco tiempo por deseo de Alá. Juro que al saberlo sentí paz, que no tuve ningún temor y que por fin dejé de soportar el fatigoso peso de mi pecadora existencia. Me dijo que todo estaba perfectamente organizado, que yo correría pocos riesgos ganando mucho dinero. Supongo que pensaba que era lo que yo que quería oír: dinero. Pero el perro se equivocaba; en realidad lo que yo deseaba escuchar es que sería un héroe, un ejemplo para los míos, pero él remarcaba lo del dinero, hablaba de montañas de dinero para mí y para otros pensando que era lo mejor que podía decir a los que nos dedicamos a la briba, a un haragán, a una escoria social como era yo.

A esa hora la luz del sol entraba por el escaparate evidenciando la suciedad del cristal y dándonos de pleno nos hacía guiñar los ojos, aunque por aquellas frías fechas se agradecía el calorcito. El perro hablaba repanchingado en una de las sillas tapizadas con skay rojo del mismo bar donde me dio el soplo de un alijo muy fácil de robar, donde me habló del despreocupado representante de joyería, en fin; era mi informador y yo era su soplón. Allí, en aquel pequeño bar le chivaba aquello que me interesaba que supiera de mis competidores, de esos arrastrados con los que a sangre me disputaba el barrio. Sentados a esa misma mesa le di el nombre del que apuñaló al agente municipal, del que robó el coche del diputado; de la verdadera historia del secuestro del hijo maricón de la concejala del distrito. Fue él quien me convirtió en el rey de la zona más podrida de la ciudad, o, mejor dicho, me convirtió en el virrey porque el rey era él, el amo y señor era él; un dios en el que era imposible creer pero que podía acabar con cualquiera de nosotros con tan sólo señalarle con uno de sus jodidos deditos. A pesar de las sospechas jamás se demostró que fuera policía, lo que sí estaba claro es que era un tipo poderoso, que estaba blindado por otros aún más poderosos y que sabía demasiado.

Como ya he dicho, cuando en esa mañana me informó del asunto supe que estaba muerto. Nadie sale con vida de un negocio así implicándose con tipos como el perro como podría imaginarse cualquiera con dos dedos de frente, aunque siempre hay idiotas sin dos dedos de frente tal y como él supondría que lo sería yo. Mientras hablaba de euros, de fajos de euros, yo lo miraba como si mirara la soga con la que habrían de colgarme comprendiendo que ya era una pieza quemada para él, para ellos; para los que fabriqué cientos de historias de infamia que al fin se remataban así.

-No quiero dinero; quiero redención, quiero ganarme el paraíso –dije.

Sorprendido preguntó que de qué coño de paraíso hablaba, porque hay muchos paraísos y que se trata de saber cuál es el que le corresponde a cada uno. Callé la respuesta, no quise decirle que me ahogaba en el fangoso deshonor de mi existencia, que desde niño anhelé protagonizar un acto heroico que me librara de un destino marcado elevándome sobre la inmundicia de la que siempre estuve rodeado. Esperé la gran ocasión de mi vida para ponerme a prueba y demostrar al mundo que no era solamente un narcotraficante, un chapero; que en lo más profundo de mi ser germinaba la pureza, la semilla de un héroe que tras tantos años de oprobio tenía al fin su oportunidad para ser admirado, respetado; y eso para mí; más que un deseo; era una necesidad. Por eso sentía paz sin ningún temor; el perro sin saberlo me brindaba la ocasión, el acto heroico, la hazaña con la que purgaría mis pecados y que me redimiría ante mis venerables antepasados, con mi familia, con mi religión, con mis gentes.

La sanguijuela fumaba exhalando humo y halagos. Comprendió que le convenía cambiar su discurso para tentarme mejor y se dedicó entonces a envanecer a mi pequeño ego; dijo que se alegraba por fin de descubrir en mí a un verdadero musulmán, a un ser humano con principios aunque atrapado en el apestoso mundo del lumpen; dijo que podía llegar a comprender el odio que sentíamos muchos de los de mi religión contra la arrogancia de los infieles europeos y americanos, que olvidados de su propia fe aplastaban al pueblo de Alá arrasando países con ansia materialista, con la avaricia del mercader por el beneficio del petróleo. Todo lo que decía el perro era basura, igual que él, pero aun así doy gracias a Dios por presentarme al infiel en mi camino de dolor hacia la salvación. Pasara lo que pasara, yo ya estaba agradecido. Si Dios me predestina la cárcel, diré lo que dijo el Shaykh Ibn Taimiyya: “¿Qué podrán hacer conmigo mis enemigos? Si me encarcelan será para mí un retiro, si me destierran será un viaje, y si me matan seré mártir”.

Levanté la mano y calló. Yo sabía que en ese momento me podía permitir el lujo, la arrogancia, que no me plantaría un puñetazo en los hocicos como habría hecho en otra ocasión sin dudarlo ni un instante, pero ahora me necesitaba tanto, debía aguantar todos los desplantes que me apeteciera hacer, por eso yo tenía la mano levantada y él callaba. Noté que la rabia le hacía apretar los labios, aunque en realidad el perro no tenía labios; su boca era un pozo oscuro, una sajadura en la geta por la que expulsaba el humo y las promesas. Permanecí así con la mano en alto mirando a través del escaparate del pequeño bar. En la plaza reverberaba el sol y parecía que también reverberaba el fracaso de los que por ahí bullían; hormigas sin hormiguero que aparecerían y desaparecían por la desembocadura de las calles; delincuentes disimulando, putas del mediodía, el borracho regular, la cofradía de los politoxicómanos, el gremio de los trabajadores del desempleo, también ancianos sin delito viviendo en un presente inimaginable. Recuperó mi atención echándome el humo del tabaco en la cara.

-No quiero dinero –dije- lo único que pido es que cumpláis con lo que prometes, que se diga públicamente que soy un mártir, un fiel de Ala; un guerrero de la fe, un puto Ché islámico; que lo hice empujado por el odio que os tengo. Maldigo a este país de perros, a todos los que son como tú, a tus compatriotas. Quiero que se diga que yo soy la pena, el castigo a vuestra arrogancia. Juro por Alá, que no puedo soportar más el vivir en este mundo, humillado y débil ante vuestros ojos de infieles; que tengo miedo a que Dios me pida cuentas en el día del juicio y yo no tenga una excusa legítima para que pueda perdonarme. Por fin he dejado de seguir los extravíos de Satán, de humillarme ante el mundo entero que se ríe de mí, de nosotros. Yo maldigo a los tiranos y juro combatirlos con todas mis fuerzas. Pido a Dios que me facilite el martirio.

Entonces, el que levantó la mano fue él.

-Bueno, bueno. No hace falta que me eches más sermones. Para de decir gilipolleces de una puta vez moro de mierda. Sólo quiero saber si estás dispuesto a colaborar, a hacer lo que se te pide, a poner la puta bomba donde se te diga. Me da igual que lo hagas por dinero o por tu puto Alá. Dime de una vez si tienes los cojones suficientes para hacerlo.

Le dije que, sí buscándole la mirada tras el oscuro de las gafas, le reafirmé mi compromiso sabiendo que iba a morir utilizando a los que me querían utilizar tratando de convertirme en un terrorista suicida sin saber que me convertirían en un mártir. Al optar por el camino de la yihad cesaron de repente los ecos de suicidio que desde hacía tanto tiempo resonaban en mi cabeza. Por eso sentí paz. Me hizo repetírselo otra vez y le dije que sí, que pondría el explosivo donde y cuando ellos me dijeran. Se levantó arrastrando la silla que sonó como el chillido de una fiera herida, arrojó el cigarro al suelo, dijo que alguien me llamaría para darme las órdenes y que no me moviera del barrio. Fue la última vez que lo vi. Mi vista lo siguió hasta que desapareció entre los que pululaban por la plaza. Permanecí un rato más ahí observando el blanquecino humeo de la colilla mientras era incapaz de encontrar otra alternativa a mi futuro que no fuera la de la expiación, la de la purificación por medio del sacrificio. Causé tanto mal que ya había gastado toda la autoestima intentando justificar las injusticias que cometí; deshonré a mi familia quebrantando nuestra Ley, cometiendo actos impuros; atenté tantas veces contra la bondad de Alá que se me hacía insoportable el pensar en vivir un minuto más de esta vida de pecado; mi único anhelo entonces era el ofrecer mi inmolación como súplica y que la religión triunfara al fin por la sangre. Volví a los Dichos del Profeta (Dios reza por su alma). Me aferré al islam como yihad no como hasta entonces había hecho reduciéndolo a unas cuantas oraciones en la mezquita.

Días después, un individuo me entregó un teléfono en plena calle sin decir palabra. El aparato sonó casi de inmediato, una voz me dio instrucciones.

Empezaba a asomar la luz de un nuevo día de marzo cuando subí al vagón de un tren de cercanías. Tal como me ordenaron dejé la mochila con el explosivo bajo mi asiento protegiéndome de la vista de los que iban a morir tapando parcialmente mi rostro con una mano. No me atreví a mirar a ninguno de los que me rodeaban. Gente soñolienta que cumplía por última vez con su deber ignorando que en ese amanecer cerraron por última vez la puerta de su casa. Viajaba con ellos y yo los iba a separar definitivamente de sus madres, de sus hermanos, de sus hijos, de sus esposos, de sus mujeres; de todas esas personas que acabarían con el alma tan desmembrada como los cuerpos de los que ahora estaban a mi lado y que parecían conservar el calor de sus camas. Fuera, la silueta gris de los barrios periféricos se recortaba sobre el horizonte anaranjado y de un cielo que se iba azulando. Me fue imposible el no fijarme en alguno de los rostros reflejados en el cristal de la ventana, casi todos eran jóvenes, ninguno hablaba, parecían dedicarse a enhebrar sus deseos en la realidad.

El rodaje de las ruedas sobre la vía, el ligero vaivén, la calefacción complacían al pasaje hasta que llegando a una nueva estación las puertas resoplaban horriblemente y se abrían dejando pasar al frío y a nuevos viajeros. Yo me apeé en ésa, en la que me indicaron, nadie reparó en la mochila que dejé bajo el asiento. Juro que entonces yo invoqué a Dios pidiéndole las fuerzas que me facilitaran el martirio para unirme con los míos en el Paraíso, pero para mí vergüenza no tuve el valor de seguir en el viaje en el tren de los muertos y me bajé temblando como una mujer intentando ahogar las arcadas que me vidriaban los ojos con los que vi entrar el tren en la gran ciudad como si entrara el justiciero sable del Profeta en ella.

A la hora indicada me dirigí al piso. Cuando llegué ya estaban todos. Ninguno era hermano en el Camino de Alá. Un perro me apartó a mí y a otros dos para grabar el video que reivindicaba los atentados. Te lo prometieron, me dijo, te dijeron que aparecerías como un héroe, cuando vean la esto lo serás para millones. Encapuchados, armados, a los otros los disfrazaron de yihadistas, yo era yihadista; estábamos tan ridículos con el Corán, la metralleta y llenos de cartuchos los bolsillos de los chalecos que si no fueran esos momentos tan dramáticos sería gracioso mirarse con esa pinta en un espejo como preparados para el desfile en un día de carnaval. Amenazamos con sangre y destrucción según lo escrito en el papel que nos hicieron leer. Después los perros se fueron y nos dejaron solos, nos quedamos ocho compatriotas en el piso. Permanecimos durante mucho tiempo en silencio, nos prohibieron hablar. Pasaron los minutos y algunos empezaron a cuchichear hablaban de dinero, de millones, de pasaportes falsos, de billetes de avión, de los explosivos que cada uno dejó en los trenes. Pasamos así más de veinte días, encerrados, casi en silencio, sin luz, comiendo la basura que nos traían y esperando dinero, yo era el único que esperaba la muerte, nada más; deseaba morir, por eso era el más paciente y cada día que pasaba me sorprendía el seguir vivo. Alguno habló de cargo de conciencia aun sin saber a cuantos habríamos matado, pero a mí no me pesaba ninguna de las muertes; me hacía más daño la muerte de mi honor que la muerte de los infieles a los que quitara la vida; no los maté por dinero, los maté por Alá, eso es lo que yo sabía y lo que al final contaba. No devolvería si pudiera la vida a ninguno de esos perros infieles; no me arrepiento de sus muertes, me arrepiento de de las ofensas que hice a Dios, por eso deseo morir, por eso soy un suicida que pronto morirá inmolado, como muere un héroe.

De repente llegaron; eran dos hombres y una mujer, abrieron la puerta y nos pidieron salir del salón donde introdujeron un fardo de unos veinte kilos. Yo sabía que en ese fardo no había dinero ni pasaportes, pero los otros no apartaban la vista de él calculando el peso de los millones. Cerraron la puerta y tras unos momentos salieron. Nos dijeron que no tocáramos nada hasta que llegara la persona encargada del reparto, pidieron un poco de más de paciencia. Nos hicieron pasar al salón y cerraron la puerta con llave, la única puerta blindada del piso. Me extrañaba que ninguno de mis compañeros sospechara que iba a morir en poco tiempo. Al rato, uno preguntó que por qué nos encerraban; que por qué había una puerta blindada en el salón; otro respondió que sería para evitar que huyéramos con el dinero; otro dijo que no había cerraduras ni cierres en ese fardo hermético, otro, que parecía pesar demasiado para ser el dinero. Entonces fue cuando empezamos a escuchar los gritos.

Desde el portal nos exigían rendición. Las voces decían ser de las fuerzas especiales de la policía, querían que saliéramos desnudos, con las manos en alto y de uno en uno. Cuando mis acompañantes comprendieron al fin que era una trampa y que estábamos perdidos comenzaron a maldecir, supieron entonces lo que yo sabía desde el principio; que no teníamos escapatoria. Decidieron entregarse y chillaron cuanto pudieron diciendo que no podíamos salir porque no teníamos llave, como locos intentaban abrir la puerta desde adentro pidiendo clemencia y que no nos dispararan, rogaban que vinieran a buscarnos, el que abrieran la puerta. La policía gritaba también desde abajo, aunque yo no los entendía, entonces sonaron algunos disparos.

Todos callaron y en ese instante de silencio yo dije:

- Vosotros no sabéis dónde está el Bien. Eso es una bomba; la que os mandará al infierno. A mi no. Yo me sacrifico partiendo de mi total convicción y porque el Yihad es una obligación para los creyentes. Os confirmo que dejaré feliz este mundo porque no vale tanto como vosotros pensáis, y porque yo quiero encontrarme con mi Dios y que esté Él contento conmigo.

Volvieron a gritar, lloraban, maldecían, pero después todos acabaron gritando al unísono: Alá es grande, muerte al infiel. De repente sonó un teléfono dentro del fardo, una única llamada antes de la explosión.

Ahora no sé dónde estoy; si soy un héroe o un asesino; es tan poca la diferencia. Todo depende del dios al que se rece.

Qué la maldición de Alá caiga sobre los injustos.


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ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"