Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

lunes, 25 de agosto de 2008

Las limosnas de Dios


Dicen que, hasta entonces, en ninguno de sus 65 años de vida, soltó una lágrima. Parecía inmunizado al dolor, a la pena, al sufrimiento. Vivió siempre en la casa en que nació: una antigua nave reacondicionada del primer polígono industrial que hubo en la ciudad. La altura y el velo de suciedad que cubría los cristales impedían la vista y el paso de la luz por los estrechos ventanales. La centenaria fábrica se dividió en una treintena de espacios sin techar que se alquilaban a los obreros más pobres. La que fue una calle adoquinada, con el tiempo, fue perdiendo poco a poco la piedra y ganando charcos que, a la caída de la tarde, semejaban trozos de espejos rotos desparramados por el suelo. En los pocos días en que el suelo estaba seco, el polvo sustituía al barro y, con el incesante paso de los camiones de la cementera próxima, se introducía abiertamente por el ancho y alto portón de la entrada a las moradas del interior sin cubrimiento. Jamás vio limpia su casa. Dos calles más abajo se encontraban las vías del ferrocarril. Escuchó durante años el traqueteo metálico, los soplidos de las locomotoras de vapor, el paso fatigado de vetustos trenes lanzando en estertores gruesas bocanadas de humo y hollín que elevaban al perenne cielo gris y que veía aparecer en voluminosas nubes sucias por detrás de los altos muros enladrillados de los talleres de enfrente.

En aquella travesía se pasó su infancia sin recibir un buen gesto o una caricia de nadie. Su única dicha fue la compañía del perro que apareció de repente. Era entonces un cachorro mestizo al que le faltaba un gran trozo del belfo inferior, por donde siempre le goteaba la baba y por el que asomaba el rosa amoratado de la encía. No le dio un nombre porque jamás tuvo necesidad de llamarlo. Un chucho despierto, atento, que jamás recibió un baño. No se separaron hasta el día en que murió, después de ser atropellado por un destartalado carromato frente al portal de su casa. Quedó tendido con las tripas fuera, sin apartar la mirada de la sombra del muchacho, con unos ojos que se fueron velando en un azul nacarado al paso de los años. Intentó socorrerle metiéndoselas para adentro y envolviéndole la barriga con su camisa. Así, agonizando durante dos días, acabó expiando entre sus brazos; pero ni siquiera entonces el hombre soltó una lágrima.

Huérfano de madre desde muy chico, puede decirse que se crió a sí mismo. Sus progenitores llegaron un año antes de su nacimiento a esa calle y ahí se quedaron para siempre, soñando con emigrar a un lejano país tropical en el que tenían algún pariente, aunque al final su padre remató allí sus últimos días tras pasarse la existencia picando en la mina de carbón en el noreste de la región, y en la que murió por una explosión en las profundidades del yacimiento. Su hijo, entonces, tampoco lloró. Sintió algo parecido al alivio, porque la tos crónica que arrastraba su padre se amplificaba entre esas cuatro paredes impidiéndole el sueño durante muchas noches. El viejo padecía dificultad respiratoria a causa de neumoconiosis, la enfermedad del pulmón negro. Además, no sabía cómo, pero, a pesar de aparecer limpio, siempre dejaba el polvo negro y fino de la mina ennegreciendo las sábanas de su lado de la cama, la única de la casa.

 

A los diez años comenzó a ganarse la vida recogiendo botellas, metales o cualquier otra cosa a lo largo de la vía del tren, llegaba hasta el lejano barrio donde se encontraban los talleres del ferrocarril, una zona donde se juntaban a beber los mecánicos, los maquinistas y, al anochecer, jóvenes y maleantes al amparo de la oscuridad. Vendía al peso cartones y trapos que rebuscaba en el basurero. Así, hasta que entró en la plantilla de una empresa situada a doscientos metros de su chamizo, dedicada a la fabricación de tornillos, bulones, pernos y tuercas. En sus pequeños talleres, y resignado desde el principio al ruido atroz de una maquinaria obsoleta, se pasaron 45 años de su vida.

Casi en la treintena, se emparejó con una mujer diez años mayor que él, una compañera apagada de la que apenas podría decir nada de los cinco lustros que pasaron juntos, poco más que era callada, fría, sosegada. No recordaba ninguna conversación fuera de las de la rutina de la convivencia. Falleció sin hijos y fue enterrada sin llanto cerca de su vivienda, pues los muros del cementerio de la ciudad no distaban más de 300 metros de su hogar.

El hombre pasó los últimos cinco años de vida laboral relegado a vigilante nocturno en la misma empresa, recluido en un cuchitril de una sola ventanilla orientada a la entrada de la fábrica, en el que tan sólo oía el ininterrumpido zumbido del tubo fluorescente que iluminaba las grises paredes, donde únicamente pendía un calendario caducado con una foto de Venecia y con la leyenda: La calle más bonita del mundo. Había una pequeña mesa con la tapa llena de arañazos y rayones que mostraban el color natural de la madera y que contrastaba con el marrón oscuro con el que se pintó. Ahí fijó la vista durante cientos de horas, imaginando que esas ralladuras eran ríos, canales por los que fluía un agua azul y fresca. Memorizó todos en un fantasioso mapa fluvial y podría describir con los ojos cerrados hasta la más leve marca en la tapa de la mesa.

Poco más puede añadirse al resumen de esta existencia. Aunque parezca imposible, jamás olfateó el perfume de una flor, ni tampoco escuchó el canto de un pájaro, ni vio una montaña o un mar. Nunca salió de la ciudad, de su barrio; no pasó más allá de los lejanos talleres del ferrocarril a los que llegaba de chico como a una frontera buscando botellas. Ese era su mundo: fábricas, talleres, ruido, olor a grasa, a goma, a gasolina quemada.

Se le ocurrió durante su última guardia nocturna. Miró las rayas, las profundas marcas en la mesa, miró después la foto de una góndola del calendario y decidió entonces que no habría de morirse sin viajar a Venecia.

Y así, un mes después de su jubilación, entró en la ciudad de los canales tras cruzar un largo puente. Llegó en una luminosa mañana azulada en la que el tibio velo de la calima apenas permitía distinguir el horizonte, que se diluía hasta desaparecer entre el cielo y el agua. En la estación de Santa Lucía subió a bordo del vaporetto indicado, que de inmediato inició su marcha a barlovento en una calmosa navegación por los cuatro kilómetros de la gran 'S' que traza el Gran Canal de Venecia. Se acomodó asomándose a una de las ventanillas abiertas y miró hacia arriba, descubriendo el contraste de las tejas ocres oscuras con algunas de las primeras claras fachadas del canal; se fijó en la hermosa cúpula en color verde de San Simeone Piccolo.

El sol refulgía en las pequeñas lanchas blancas que adelantaban al vaporetto, provocando estelas que se asemejaban a un largo velo blanco de novia contrastado con el color azul verdoso del líquido, muy similar al de la aguamarina. Casi rozaban en su navegación la verticalidad de los anchos postes de madera hincados en la fangosa profundidad, que servían de amarre. Los nobles edificios asomaban al canal con sus colores rosas, salmón, siena y marrones. Estrechos canales aparecían a babor y estribor, algunos cruzados por pequeños puentes metálicos o de madera. Las tonalidades de las persianas entreabiertas a esa hora y de los toldos desplegados en las fachadas salpicaban con vivo color las superficies más apagadas de las construcciones. Los botes se balanceaban pacíficamente mientras los turistas paseaban con galbana por las graníticas aceras que bordeaban los canales. El hombre, con un nudo en la garganta, miró hacia el interior de la nave en el instante en que un muchacho besaba la mano de una joven; la chica le correspondió con un beso en los labios; después sonrió y le abanicó despacio su rostro con un mapa doblado. Devolvió la vista al Gran Canal y quedó maravillado con todas esas edificaciones, con los palazzos; una fantasía arquitectónica, un delirio artístico que, desde su perspectiva, orillaban el canal en ingrávidas franjas de una realidad imposible y maciza, flotando entre los azules del agua y del cielo. Al jubilado le empezó a temblar la barbilla y no pudo evitar los primeros pucheros.

La brisa parecía acariciarle la cara mientras escuchaba el zumbido sordo del motor y el chapoteo de las pequeñas olas en el casco como a una melodía y, de repente, aparecieron las primeras góndolas; tan elegantes como en el caduco calendario. Los destellos refulgentes del sol en el agua reverberaban también en su negro acharolado; su quilla centelleaba como lo harían miles de luciérnagas en una noche sin luna.

Sintió la primera lágrima de su vida deslizándose muy despacio por la mejilla. El vaporetto cruzó en ese instante el Ponte degli Scalzi, de un solo arco y en el que destacaba su piedra blanca, justo en el momento en que una mujer pasaba por encima con un gran sombrero de paja y una cesta cuajada de rosas amarillas. Se descubría una Venecia más íntima en los pequeños canales que seguían apareciendo. Un gran pájaro blanco voló majestuoso muy cerca del bote durante unos instantes, batiendo las alas con parsimonia; después viró por una de las soleadas calles inundadas a estribor. En los jardines, las plantas desbordaban rejas y muros con su magnífico verde avivado por el sol hasta caer y rozar con sus hojas la superficie. A la sombra de la vegetación, una muchacha morena leía un libro mientras uno de sus pies trazaba círculos dentro del agua; se cruzaron con otra góndola en la que una pareja, cómodamente reclinada, miraba adelante sonriendo. De pronto, apareció el Ponte di Rialto, soberbio; el más antiguo de los que cruzan el Gran Canal y el más famoso de Venecia, con su único arco con dos níveas rampas inclinadas que se cruzan en un pórtico central.

El hombre, ya en llanto abierto, temía que le descubrieran, no por vergüenza; sino porque le interrumpieran el placer procurándole consuelo. No necesitaba alivio porque sus sollozos eran el fruto de un descubrimiento, de una sobredosis de gozo que milagrosamente compensaba todo su pasado justificándole la existencia. Podía oír los acelerados latidos de un corazón que pareció palpitar por primera vez en esos momentos. El sol hacía centellear sus lágrimas en el aire antes de caer al canal que lo mecía como una tierna madre y tuvo la certeza, supo entonces, que ya tenía la vida agotada; un lento escalofrío recorrió su espinazo y le inundó una sensación desconocida que supuso que era eso que llaman felicidad; algo que no venía de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz. Lo recibió como una limosna de Dios. Se agarró al cristal de la ventana cerrando los húmedos ojos y se sumergió en esa plenitud deseando no volverlos a abrir nunca más. Un leve golpe de aire le hizo sentir el frescor de sus lágrimas en la cara; sonrió. El vaporetto siguió deslizándose parsimonioso por el Gran Canal hacia la dársena de la Piazza San Marco, en el Mar Adriático.

No es el azar, es el destino

Tres meses antes de dar a luz, la mujer del inspector jefe García por fin le dio el nombre del hombre que la dejó embarazada. Él se lo exigió con la misma contundencia con la que interrogaba a los sospechosos en comisaría. La esposa lo dijo muy rápidamente, sin separar el nombre del apellido que tanto deseaba escuchar, mientras cerraba la puerta del portal. El policía podría habérselo pedido a alguno de sus compañeros, el nombre y mucho más, pero ansiaba escucharlo de su propia boca para oírlo como otra declaración de culpa a la que estaba tan acostumbrado, también para procurar un reconocimiento de vergüenza. Quería un nombre que le patentizara la gravedad de los hechos, volcar sobre él la responsabilidad de su mortificación. Le era tan necesario como encontrar la clave de un asunto o como poner nombre al personaje principal de una novela. No le parecía conveniente saber nada más; trataba de contener su furia el tiempo necesario para que se consumiera sin consecuencias. Se reconocía capaz de cualquier temeridad, por ejemplo, capaz de presentarse en el trabajo del hombre con una barra de hierro en la mano, de esperarle en su casa, cortarle los testículos y obligarle a tragárselos.

El inspector quería demasiado a su mujer, con auténtica obsesión, aceptaba con agrado su dependencia, no resistía su ausencia más allá de las ocho horas de jornada laboral y corría contento a su domicilio casi con la misma precipitación de su primera cita. Su amor extremo, poderoso, equilibraba su existencia, expiaba las culpas y le liberaba del peso de los remordimientos por tanto dolor vertido fuera de su hogar, de su santuario. La veneraba porque para él representaba todo lo digno de ser respetado en un ser humano. Se purificaba colmándola de atenciones y ternura, santificándola como a una imagen que reflejara todas las virtudes en contraposición a toda la bajeza y vicio que estaba obligado a conocer y soportar como policía. A su lado, el discurrir del tiempo era una delicada quietud, la complacencia en la gloriosa simplicidad del momento, el contento de la compañía anhelada. Disfrutaba mirándola cuando se pintaba los labios frente al espejo, al escuchar sus pasos, cuando sentía el roce de su tersa piel en el pequeño sofá, al percibir la sutileza de su aroma personal, al saborear el frescor que le dejaba en los labios la humedad de sus besos. Aparte del trabajo, no tenía otra dedicación más en la vida que adorarla. Así se complacía y aceptaba en el paso del tiempo hasta que se clavó la única espina que había en su camino y detuvo su ventura.

Desde muy joven sintió el ansia de ser padre, un buen padre. Cuando conoció a su pareja, casi una niña, ya la quiso antes que como mujer, como madre de sus hijos. Eran entonces las ilusiones tan jóvenes y poderosas como ellos. Hablaban de sus futuros hijos sin cansarse y no se les agotaban las listas de nombres, debatían durante horas sobre cunas, vestiditos, vacunas, colegios; se cuchicheaban sus deseos, soñaban con ojos verde esmeralda y oscuros rizos. Pero pasaron los años, muchos, y cuando dejaron de hablar de sus niños ideales, casi guardaron total silencio.

 

Ella supo un viernes que estaba embarazada, pero esperó a primera hora de la mañana del lunes, justo en el momento en que el inspector jefe García salía, para comunicárselo. Asomando por la puerta entreabierta de su casa, la escuchó decir que estaba encinta. Se lo dijo con el mismo tono con que le pedía que trajera su revista favorita. Más que por el golpe de la durísima revelación, sufrió por la cruel impasibilidad de su rostro, mirando al suelo, y por cómo cerró la puerta; despacio y sin hacer ningún ruido.

Ambos sabían desde mucho tiempo atrás de su esterilidad. García, infecundo, infértil, fue desde entonces una condena para su mujer, un arenal tedioso, un futuro infructuoso, un agua estancada y pútrida. Ansiaba ser madre, dar vida, pero ese hombre estaba incapacitado para fecundarla y, aferrado a ella, la hundía en lo vano de su existencia. Sentía aumentar su angustia ante el vacío, se consideraba estafada por el destino.

Esa tarde, cuando regresó del trabajo, García se sentó a su lado, muy cerca, le tomó delicadamente una de sus manos y le juró, mirándola a los ojos, el querer a ese niño como si fuera suyo, el darle todo el cariño y la mejor educación que le pudiera dar; también le aseguró que el amor que sentía por ella era más fuerte que nunca y que pasara lo que pasara, jamás dejaría de quererla como lo había hecho hasta entonces. Pero cuando se le acabaron las promesas, ella retiró la mano de entre las suyas muy despacio y, fijando la vista en el suelo, dijo que lo mejor era que él se marchara, que dejara esa casa, rogándole que no le impidiera esa oportunidad de ser feliz, de comenzar una nueva vida, porque la que vivía junto a él estaba muerta y le estaba consumiendo.

Esa noche, el inspector cerró la puerta de su domicilio por última vez y, ya en la calle, lanzó una mirada a la ventana desde la que su mujer le despedía todas las mañanas, saludándole con la mano. Le pareció muy pequeña con la luz apagada y las cortinas corridas. Arrancó su viejo Ford negro y, entre visillos, ella lo vio desaparecer cuando giró al final de la calle.

Fue tres meses antes de dar a luz cuando la esposa del inspector jefe García le dio al fin el nombre del padre de la niña que estaba gestando. La esperó en el portal y, muy tranquilo, le dijo que de ahí no se movería hasta no saberlo. Ella estaba harta de su insistencia, de escuchar esa pregunta. Le pedía el nombre igual que cuando interrogaba a algún sospechoso en comisaría. No quería descubrírselo porque, aunque con ella siempre fue tierno, sabía que era un hombre cruel, que no llegó a comisario por su incontenible furia, aunque también sabía que García era un hombre de palabra y le prometió que le bastaba con el nombre, le garantizó que no le preguntaría nada más, que no le buscaría y que los dejaría vivir a los dos en paz. La mujer deseaba con toda el alma apartarle de su futuro definitivamente y vio la oportunidad en ese momento; creyó que llevándose ese bocado, esa mínima concesión, los dejaría seguir su camino mientras él se limitaría a rumiar su dolor hasta agotarlo en soledad. Por eso le dio el nombre, lo hizo con un gesto de hartazgo y con una voz casi inaudible mientras cerraba el portal de su casa. Se llamaba Anastasio Cervantes, como el escritor, imposible de olvidar.

Cuando dio a luz, el inspector jefe se presentó con un gran ramo de flores blancas en la habitación de la clínica, se las ofreció pero ella las rechazó sin hacer un gesto y sin decir una palabra; las dejó sobre una silla y la besó en la mejilla. Después se asomó a la cuna y comenzó a gimotear; la mujer vio cómo una rutilante lágrima se deslizaba muy despacio por su mejilla hasta caer como un goterón sobre la perfumada colchita rosa del moisés. Entonces tomó suavemente a la niña entre sus brazos y, poniéndose de rodillas ante ella, le suplicó amor, le prometió olvido, le juró querer a esa criatura más que a su vida, ser una familia; pero ella, inclemente, le ordenó con la serenidad a la que estaba acostumbrado que dejara al bebé en la cuna y que saliera inmediatamente del cuarto, “entiende de una vez que ya no te quiero. Vete, por favor”, dijo señalando la puerta, y eso fue lo último que oyó de sus labios.

Salió y, como si estuviera borracho, deambuló durante un buen rato por la maternidad hasta encontrar la salida. Aturdido y casi sin ver por dónde iba, no le importó disimular su trágica figura ante los pacientes y visitantes, ni mostrar su llanto abierto. Al fin, sobre el asiento de su viejo Ford negro, arrancó de inmediato y, casi al instante, chocó contra otro vehículo, un Ford blanco, en la misma entrada de la clínica. Ajeno al accidente, se secó las lágrimas con la manga y fijó la mirada en una pequeña fotografía que llevaba de su mujer en el salpicadero del coche. Vio la sombra de un hombre que tocaba su ventanilla con los nudillos y la bajó sin mirarle. El sujeto le pedía explicaciones pero, al ver su lastimoso estado, cambió el tono diciendo que todo se arreglaría, que le diera sus datos, que no habría problemas y que tenía mucha prisa porque venía a conocer a su hija recién nacida. El inspector jefe, impasible, no apartaba la vista de la foto. El hombre, al fin, le puso una tarjeta de visita delante de los ojos mientras le decía que no podía esperar y que se pusiera en contacto con él para rellenar los partes del seguro.

García pudo leer entre lágrimas su nombre: Anastasio Cervantes. Inesperadamente, hizo presa en el cuello del individuo con su mano izquierda, mientras con la derecha extrajo de la cartuchera su arma reglamentaria. Antes de morir, Anastasio Cervantes vio aterrorizado la foto de la madre de su hija en el salpicadero de ese coche. El inspector disparó todas las balas menos una en la cara del hombre y, sin soltarle, metió el cañón humeante y caliente de la pistola en la boca. Mirando a su mujer, apretó el gatillo.


ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"