El corazón
le golpeaba en el pecho como un puño sobre una almohada. Creyó morir a causa de
la tremenda conmoción, preocupado por 'palmarla' con esa ridícula expresión,
con esa media sonrisa y con los ojos entornados, como un ahorcado apretando un billete
de lotería con ambas manos.
Pero no fue
su último día. Se puede suponer que aún le quedaban muchos más que soportar,
cada uno de ellos cubriendo de aburrimiento la antigua tristeza que formaba
parte de su existencia, al igual que el lunar descubierto en su espalda durante
la infancia.
El hecho de
que el billete de lotería fuera el más remunerado de la historia no lo
liberaría del profundo arraigamiento en la apatía. Aunque es cierto que,
durante unos meses, la fuerza del acontecimiento conseguiría rescatarlo de una
vulgar cotidianidad, de la simpleza de míseras rutinas. La fortuna lo llevaría
en volandas por los cielos de fantasías cumplidas, satisfaciendo todos sus
deseos en edenes donde el dinero es Dios y su poseedor, el dueño de Dios.
Pero sucede
que al escritor no le merece la pena describir aquellas fechas, porque, siendo
agotador para él, para el lector puede resultar aburrido. ¿Quién no conoce
alguna historia sobre algún nuevo rico? De alguien que, de repente, se hace
millonario y que, llegando a las costas de la felicidad, descubre un mundo
dichoso que es necesario colonizar; afortunados que se instalan en paraísos que
no saben cultivar, limitándose a tomar posesiones y a hartarse del gozo,
tratando de apagar los ardientes recuerdos de las carencias, de las
frustraciones.
Al cabo de
algún tiempo, el protagonista, si fuera listo, se convertiría en algún tipo de
Robinson, complacido con sus pertenencias, que ya no espera el barco de las
provisiones, con eso que tanto se echa en falta en esas cumbres: la verdad, lo
auténtico, el desinterés. Si no fuera listo, probablemente arruinaría el
territorio, habría secado el vergel y, en el vacío de la pérdida, soñaría
desesperadamente con el barco del regreso a su antigua vida, a las rutinas
vulgares, a la sencillez de la existencia minúscula.
El escritor,
ya está dicho, no desea escribir una historia repetida una y mil veces,
historias de libertos que se limitan a pastar entre sus riquezas, historias de
los que añoran el yugo, la tranquilizadora irresponsabilidad del esclavo, las
cómodas dimensiones de las verdades aparentes, la confortable residencia en las
tradiciones.
Al escritor
le gustaría escribir la maravillosa historia de un navegante que no tiene temor
a sufrir un nuevo naufragio, la de alguien que, con pulso firme, día a día, va
perfilando el mapa de sus emociones; escribir sobre el que podría ser el único
ser humano libre del planeta, de ese que se conquistó a sí mismo antes de
conquistar el mundo, de ese que nada teme, que nada desea; escribir, por
ejemplo, sobre un hombre que abandonó su casa dejando las puertas abiertas y
que, después de enterrar su oro, dibujó cien mapas verdaderos, lanzándolos a
cien aguas diferentes en cien botellas iguales, con la esperanza de encontrar
al menos a un soñador digno de su riqueza; escribir sobre alguien que se
deshace de su fortuna entregando fajos de dinero en los aeropuertos, intentando
insuflar aire en las velas del auténtico viajero, de ese que prefiere seguir
adelante, hacia el futuro, en lugar de regresar a su pueblo para dormir al
calor del dinero oculto en su colchón. Pero... aunque parezca que el escritor
es todopoderoso, que en sus fabulaciones hace y deshace, que como único Dios de
su universo puede crear infinitos mundos, a veces, las criaturas, sus
personajes se revelan, porque no creen en ningún dios, porque ni siquiera creen
en sí mismos cuando el lector no los descubre. Así podría ocurrirle al hombre
agraciado con el mayor premio de la historia de la lotería mundial, y puede que
fuera por eso por lo que se reveló contra su creador, haciendo pedazos el
billete para no tener que conquistarse, para no tener que abandonar su casa
dejando las puertas abiertas, para no tener que enterrar tesoros y repartir
fajos de billetes en los aeropuertos, tal y como le gustaría escribir a Dios.
A veces
ocurre así: los personajes se revelan, obligan a escribir al escritor su
verdad, su propia historia, en la que, generalmente, no quieren ser
protagonistas de nada porque están hartos de los excéntricos caprichos de la
fortuna, de los inconmensurables sucesos, de gestas heroicas, de las tremendas
exigencias de sus creadores.
La mayoría
simplemente quiere que el escritor escuche sus oraciones.
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