Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

lunes, 25 de agosto de 2008

No es el azar, es el destino

Tres meses antes de dar a luz, la mujer del inspector jefe García por fin le dio el nombre del hombre que la dejó embarazada. Él se lo exigió con la misma contundencia con la que interrogaba a los sospechosos en comisaría. La esposa lo dijo muy rápidamente, sin separar el nombre del apellido que tanto deseaba escuchar, mientras cerraba la puerta del portal. El policía podría habérselo pedido a alguno de sus compañeros, el nombre y mucho más, pero ansiaba escucharlo de su propia boca para oírlo como otra declaración de culpa a la que estaba tan acostumbrado, también para procurar un reconocimiento de vergüenza. Quería un nombre que le patentizara la gravedad de los hechos, volcar sobre él la responsabilidad de su mortificación. Le era tan necesario como encontrar la clave de un asunto o como poner nombre al personaje principal de una novela. No le parecía conveniente saber nada más; trataba de contener su furia el tiempo necesario para que se consumiera sin consecuencias. Se reconocía capaz de cualquier temeridad, por ejemplo, capaz de presentarse en el trabajo del hombre con una barra de hierro en la mano, de esperarle en su casa, cortarle los testículos y obligarle a tragárselos.

El inspector quería demasiado a su mujer, con auténtica obsesión, aceptaba con agrado su dependencia, no resistía su ausencia más allá de las ocho horas de jornada laboral y corría contento a su domicilio casi con la misma precipitación de su primera cita. Su amor extremo, poderoso, equilibraba su existencia, expiaba las culpas y le liberaba del peso de los remordimientos por tanto dolor vertido fuera de su hogar, de su santuario. La veneraba porque para él representaba todo lo digno de ser respetado en un ser humano. Se purificaba colmándola de atenciones y ternura, santificándola como a una imagen que reflejara todas las virtudes en contraposición a toda la bajeza y vicio que estaba obligado a conocer y soportar como policía. A su lado, el discurrir del tiempo era una delicada quietud, la complacencia en la gloriosa simplicidad del momento, el contento de la compañía anhelada. Disfrutaba mirándola cuando se pintaba los labios frente al espejo, al escuchar sus pasos, cuando sentía el roce de su tersa piel en el pequeño sofá, al percibir la sutileza de su aroma personal, al saborear el frescor que le dejaba en los labios la humedad de sus besos. Aparte del trabajo, no tenía otra dedicación más en la vida que adorarla. Así se complacía y aceptaba en el paso del tiempo hasta que se clavó la única espina que había en su camino y detuvo su ventura.

Desde muy joven sintió el ansia de ser padre, un buen padre. Cuando conoció a su pareja, casi una niña, ya la quiso antes que como mujer, como madre de sus hijos. Eran entonces las ilusiones tan jóvenes y poderosas como ellos. Hablaban de sus futuros hijos sin cansarse y no se les agotaban las listas de nombres, debatían durante horas sobre cunas, vestiditos, vacunas, colegios; se cuchicheaban sus deseos, soñaban con ojos verde esmeralda y oscuros rizos. Pero pasaron los años, muchos, y cuando dejaron de hablar de sus niños ideales, casi guardaron total silencio.

 

Ella supo un viernes que estaba embarazada, pero esperó a primera hora de la mañana del lunes, justo en el momento en que el inspector jefe García salía, para comunicárselo. Asomando por la puerta entreabierta de su casa, la escuchó decir que estaba encinta. Se lo dijo con el mismo tono con que le pedía que trajera su revista favorita. Más que por el golpe de la durísima revelación, sufrió por la cruel impasibilidad de su rostro, mirando al suelo, y por cómo cerró la puerta; despacio y sin hacer ningún ruido.

Ambos sabían desde mucho tiempo atrás de su esterilidad. García, infecundo, infértil, fue desde entonces una condena para su mujer, un arenal tedioso, un futuro infructuoso, un agua estancada y pútrida. Ansiaba ser madre, dar vida, pero ese hombre estaba incapacitado para fecundarla y, aferrado a ella, la hundía en lo vano de su existencia. Sentía aumentar su angustia ante el vacío, se consideraba estafada por el destino.

Esa tarde, cuando regresó del trabajo, García se sentó a su lado, muy cerca, le tomó delicadamente una de sus manos y le juró, mirándola a los ojos, el querer a ese niño como si fuera suyo, el darle todo el cariño y la mejor educación que le pudiera dar; también le aseguró que el amor que sentía por ella era más fuerte que nunca y que pasara lo que pasara, jamás dejaría de quererla como lo había hecho hasta entonces. Pero cuando se le acabaron las promesas, ella retiró la mano de entre las suyas muy despacio y, fijando la vista en el suelo, dijo que lo mejor era que él se marchara, que dejara esa casa, rogándole que no le impidiera esa oportunidad de ser feliz, de comenzar una nueva vida, porque la que vivía junto a él estaba muerta y le estaba consumiendo.

Esa noche, el inspector cerró la puerta de su domicilio por última vez y, ya en la calle, lanzó una mirada a la ventana desde la que su mujer le despedía todas las mañanas, saludándole con la mano. Le pareció muy pequeña con la luz apagada y las cortinas corridas. Arrancó su viejo Ford negro y, entre visillos, ella lo vio desaparecer cuando giró al final de la calle.

Fue tres meses antes de dar a luz cuando la esposa del inspector jefe García le dio al fin el nombre del padre de la niña que estaba gestando. La esperó en el portal y, muy tranquilo, le dijo que de ahí no se movería hasta no saberlo. Ella estaba harta de su insistencia, de escuchar esa pregunta. Le pedía el nombre igual que cuando interrogaba a algún sospechoso en comisaría. No quería descubrírselo porque, aunque con ella siempre fue tierno, sabía que era un hombre cruel, que no llegó a comisario por su incontenible furia, aunque también sabía que García era un hombre de palabra y le prometió que le bastaba con el nombre, le garantizó que no le preguntaría nada más, que no le buscaría y que los dejaría vivir a los dos en paz. La mujer deseaba con toda el alma apartarle de su futuro definitivamente y vio la oportunidad en ese momento; creyó que llevándose ese bocado, esa mínima concesión, los dejaría seguir su camino mientras él se limitaría a rumiar su dolor hasta agotarlo en soledad. Por eso le dio el nombre, lo hizo con un gesto de hartazgo y con una voz casi inaudible mientras cerraba el portal de su casa. Se llamaba Anastasio Cervantes, como el escritor, imposible de olvidar.

Cuando dio a luz, el inspector jefe se presentó con un gran ramo de flores blancas en la habitación de la clínica, se las ofreció pero ella las rechazó sin hacer un gesto y sin decir una palabra; las dejó sobre una silla y la besó en la mejilla. Después se asomó a la cuna y comenzó a gimotear; la mujer vio cómo una rutilante lágrima se deslizaba muy despacio por su mejilla hasta caer como un goterón sobre la perfumada colchita rosa del moisés. Entonces tomó suavemente a la niña entre sus brazos y, poniéndose de rodillas ante ella, le suplicó amor, le prometió olvido, le juró querer a esa criatura más que a su vida, ser una familia; pero ella, inclemente, le ordenó con la serenidad a la que estaba acostumbrado que dejara al bebé en la cuna y que saliera inmediatamente del cuarto, “entiende de una vez que ya no te quiero. Vete, por favor”, dijo señalando la puerta, y eso fue lo último que oyó de sus labios.

Salió y, como si estuviera borracho, deambuló durante un buen rato por la maternidad hasta encontrar la salida. Aturdido y casi sin ver por dónde iba, no le importó disimular su trágica figura ante los pacientes y visitantes, ni mostrar su llanto abierto. Al fin, sobre el asiento de su viejo Ford negro, arrancó de inmediato y, casi al instante, chocó contra otro vehículo, un Ford blanco, en la misma entrada de la clínica. Ajeno al accidente, se secó las lágrimas con la manga y fijó la mirada en una pequeña fotografía que llevaba de su mujer en el salpicadero del coche. Vio la sombra de un hombre que tocaba su ventanilla con los nudillos y la bajó sin mirarle. El sujeto le pedía explicaciones pero, al ver su lastimoso estado, cambió el tono diciendo que todo se arreglaría, que le diera sus datos, que no habría problemas y que tenía mucha prisa porque venía a conocer a su hija recién nacida. El inspector jefe, impasible, no apartaba la vista de la foto. El hombre, al fin, le puso una tarjeta de visita delante de los ojos mientras le decía que no podía esperar y que se pusiera en contacto con él para rellenar los partes del seguro.

García pudo leer entre lágrimas su nombre: Anastasio Cervantes. Inesperadamente, hizo presa en el cuello del individuo con su mano izquierda, mientras con la derecha extrajo de la cartuchera su arma reglamentaria. Antes de morir, Anastasio Cervantes vio aterrorizado la foto de la madre de su hija en el salpicadero de ese coche. El inspector disparó todas las balas menos una en la cara del hombre y, sin soltarle, metió el cañón humeante y caliente de la pistola en la boca. Mirando a su mujer, apretó el gatillo.


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ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"