Tres meses
antes de dar a luz, la mujer del inspector jefe García por fin le dio el nombre
del hombre que la dejó embarazada. Él se lo exigió con la misma contundencia
con la que interrogaba a los sospechosos en comisaría. La esposa lo dijo muy
rápidamente, sin separar el nombre del apellido que tanto deseaba escuchar,
mientras cerraba la puerta del portal. El policía podría habérselo pedido a
alguno de sus compañeros, el nombre y mucho más, pero ansiaba escucharlo de su
propia boca para oírlo como otra declaración de culpa a la que estaba tan
acostumbrado, también para procurar un reconocimiento de vergüenza. Quería un
nombre que le patentizara la gravedad de los hechos, volcar sobre él la
responsabilidad de su mortificación. Le era tan necesario como encontrar la
clave de un asunto o como poner nombre al personaje principal de una novela. No
le parecía conveniente saber nada más; trataba de contener su furia el tiempo
necesario para que se consumiera sin consecuencias. Se reconocía capaz de
cualquier temeridad, por ejemplo, capaz de presentarse en el trabajo del hombre
con una barra de hierro en la mano, de esperarle en su casa, cortarle los
testículos y obligarle a tragárselos.
El inspector
quería demasiado a su mujer, con auténtica obsesión, aceptaba con agrado su
dependencia, no resistía su ausencia más allá de las ocho horas de jornada
laboral y corría contento a su domicilio casi con la misma precipitación de su
primera cita. Su amor extremo, poderoso, equilibraba su existencia, expiaba las
culpas y le liberaba del peso de los remordimientos por tanto dolor vertido
fuera de su hogar, de su santuario. La veneraba porque para él representaba
todo lo digno de ser respetado en un ser humano. Se purificaba colmándola de
atenciones y ternura, santificándola como a una imagen que reflejara todas las
virtudes en contraposición a toda la bajeza y vicio que estaba obligado a
conocer y soportar como policía. A su lado, el discurrir del tiempo era una
delicada quietud, la complacencia en la gloriosa simplicidad del momento, el
contento de la compañía anhelada. Disfrutaba mirándola cuando se pintaba los
labios frente al espejo, al escuchar sus pasos, cuando sentía el roce de su
tersa piel en el pequeño sofá, al percibir la sutileza de su aroma personal, al
saborear el frescor que le dejaba en los labios la humedad de sus besos. Aparte
del trabajo, no tenía otra dedicación más en la vida que adorarla. Así se
complacía y aceptaba en el paso del tiempo hasta que se clavó la única espina
que había en su camino y detuvo su ventura.
Desde muy
joven sintió el ansia de ser padre, un buen padre. Cuando conoció a su pareja,
casi una niña, ya la quiso antes que como mujer, como madre de sus hijos. Eran
entonces las ilusiones tan jóvenes y poderosas como ellos. Hablaban de sus
futuros hijos sin cansarse y no se les agotaban las listas de nombres, debatían
durante horas sobre cunas, vestiditos, vacunas, colegios; se cuchicheaban sus
deseos, soñaban con ojos verde esmeralda y oscuros rizos. Pero pasaron los
años, muchos, y cuando dejaron de hablar de sus niños ideales, casi guardaron
total silencio.
Ella supo un
viernes que estaba embarazada, pero esperó a primera hora de la mañana del
lunes, justo en el momento en que el inspector jefe García salía, para
comunicárselo. Asomando por la puerta entreabierta de su casa, la escuchó decir
que estaba encinta. Se lo dijo con el mismo tono con que le pedía que trajera
su revista favorita. Más que por el golpe de la durísima revelación, sufrió por
la cruel impasibilidad de su rostro, mirando al suelo, y por cómo cerró la
puerta; despacio y sin hacer ningún ruido.
Ambos sabían
desde mucho tiempo atrás de su esterilidad. García, infecundo, infértil, fue
desde entonces una condena para su mujer, un arenal tedioso, un futuro
infructuoso, un agua estancada y pútrida. Ansiaba ser madre, dar vida, pero ese
hombre estaba incapacitado para fecundarla y, aferrado a ella, la hundía en lo
vano de su existencia. Sentía aumentar su angustia ante el vacío, se
consideraba estafada por el destino.
Esa tarde,
cuando regresó del trabajo, García se sentó a su lado, muy cerca, le tomó
delicadamente una de sus manos y le juró, mirándola a los ojos, el querer a ese
niño como si fuera suyo, el darle todo el cariño y la mejor educación que le
pudiera dar; también le aseguró que el amor que sentía por ella era más fuerte
que nunca y que pasara lo que pasara, jamás dejaría de quererla como lo había
hecho hasta entonces. Pero cuando se le acabaron las promesas, ella retiró la
mano de entre las suyas muy despacio y, fijando la vista en el suelo, dijo que
lo mejor era que él se marchara, que dejara esa casa, rogándole que no le
impidiera esa oportunidad de ser feliz, de comenzar una nueva vida, porque la
que vivía junto a él estaba muerta y le estaba consumiendo.
Esa noche,
el inspector cerró la puerta de su domicilio por última vez y, ya en la calle,
lanzó una mirada a la ventana desde la que su mujer le despedía todas las
mañanas, saludándole con la mano. Le pareció muy pequeña con la luz apagada y
las cortinas corridas. Arrancó su viejo Ford negro y, entre visillos, ella lo
vio desaparecer cuando giró al final de la calle.
Fue tres
meses antes de dar a luz cuando la esposa del inspector jefe García le dio al
fin el nombre del padre de la niña que estaba gestando. La esperó en el portal
y, muy tranquilo, le dijo que de ahí no se movería hasta no saberlo. Ella
estaba harta de su insistencia, de escuchar esa pregunta. Le pedía el nombre
igual que cuando interrogaba a algún sospechoso en comisaría. No quería
descubrírselo porque, aunque con ella siempre fue tierno, sabía que era un
hombre cruel, que no llegó a comisario por su incontenible furia, aunque
también sabía que García era un hombre de palabra y le prometió que le bastaba
con el nombre, le garantizó que no le preguntaría nada más, que no le buscaría
y que los dejaría vivir a los dos en paz. La mujer deseaba con toda el alma
apartarle de su futuro definitivamente y vio la oportunidad en ese momento;
creyó que llevándose ese bocado, esa mínima concesión, los dejaría seguir su
camino mientras él se limitaría a rumiar su dolor hasta agotarlo en soledad.
Por eso le dio el nombre, lo hizo con un gesto de hartazgo y con una voz casi
inaudible mientras cerraba el portal de su casa. Se llamaba Anastasio
Cervantes, como el escritor, imposible de olvidar.
Cuando dio a
luz, el inspector jefe se presentó con un gran ramo de flores blancas en la
habitación de la clínica, se las ofreció pero ella las rechazó sin hacer un
gesto y sin decir una palabra; las dejó sobre una silla y la besó en la
mejilla. Después se asomó a la cuna y comenzó a gimotear; la mujer vio cómo una
rutilante lágrima se deslizaba muy despacio por su mejilla hasta caer como un
goterón sobre la perfumada colchita rosa del moisés. Entonces tomó suavemente a
la niña entre sus brazos y, poniéndose de rodillas ante ella, le suplicó amor,
le prometió olvido, le juró querer a esa criatura más que a su vida, ser una
familia; pero ella, inclemente, le ordenó con la serenidad a la que estaba
acostumbrado que dejara al bebé en la cuna y que saliera inmediatamente del
cuarto, “entiende de una vez que ya no te quiero. Vete, por favor”, dijo
señalando la puerta, y eso fue lo último que oyó de sus labios.
Salió y,
como si estuviera borracho, deambuló durante un buen rato por la maternidad
hasta encontrar la salida. Aturdido y casi sin ver por dónde iba, no le importó
disimular su trágica figura ante los pacientes y visitantes, ni mostrar su
llanto abierto. Al fin, sobre el asiento de su viejo Ford negro, arrancó de
inmediato y, casi al instante, chocó contra otro vehículo, un Ford blanco, en
la misma entrada de la clínica. Ajeno al accidente, se secó las lágrimas con la
manga y fijó la mirada en una pequeña fotografía que llevaba de su mujer en el
salpicadero del coche. Vio la sombra de un hombre que tocaba su ventanilla con
los nudillos y la bajó sin mirarle. El sujeto le pedía explicaciones pero, al
ver su lastimoso estado, cambió el tono diciendo que todo se arreglaría, que le
diera sus datos, que no habría problemas y que tenía mucha prisa porque venía a
conocer a su hija recién nacida. El inspector jefe, impasible, no apartaba la
vista de la foto. El hombre, al fin, le puso una tarjeta de visita delante de
los ojos mientras le decía que no podía esperar y que se pusiera en contacto
con él para rellenar los partes del seguro.
García pudo
leer entre lágrimas su nombre: Anastasio Cervantes. Inesperadamente, hizo presa
en el cuello del individuo con su mano izquierda, mientras con la derecha
extrajo de la cartuchera su arma reglamentaria. Antes de morir, Anastasio
Cervantes vio aterrorizado la foto de la madre de su hija en el salpicadero de
ese coche. El inspector disparó todas las balas menos una en la cara del hombre
y, sin soltarle, metió el cañón humeante y caliente de la pistola en la boca.
Mirando a su mujer, apretó el gatillo.
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