Dicen que, hasta entonces, en ninguno de sus 65 años de vida, soltó una lágrima. Parecía inmunizado al dolor, a la pena, al sufrimiento. Vivió siempre en la casa en que nació: una antigua nave reacondicionada del primer polígono industrial que hubo en la ciudad. La altura y el velo de suciedad que cubría los cristales impedían la vista y el paso de la luz por los estrechos ventanales. La centenaria fábrica se dividió en una treintena de espacios sin techar que se alquilaban a los obreros más pobres. La que fue una calle adoquinada, con el tiempo, fue perdiendo poco a poco la piedra y ganando charcos que, a la caída de la tarde, semejaban trozos de espejos rotos desparramados por el suelo. En los pocos días en que el suelo estaba seco, el polvo sustituía al barro y, con el incesante paso de los camiones de la cementera próxima, se introducía abiertamente por el ancho y alto portón de la entrada a las moradas del interior sin cubrimiento. Jamás vio limpia su casa. Dos calles más abajo se encontraban las vías del ferrocarril. Escuchó durante años el traqueteo metálico, los soplidos de las locomotoras de vapor, el paso fatigado de vetustos trenes lanzando en estertores gruesas bocanadas de humo y hollín que elevaban al perenne cielo gris y que veía aparecer en voluminosas nubes sucias por detrás de los altos muros enladrillados de los talleres de enfrente.
En aquella
travesía se pasó su infancia sin recibir un buen gesto o una caricia de nadie.
Su única dicha fue la compañía del perro que apareció de repente. Era entonces
un cachorro mestizo al que le faltaba un gran trozo del belfo inferior, por
donde siempre le goteaba la baba y por el que asomaba el rosa amoratado de la
encía. No le dio un nombre porque jamás tuvo necesidad de llamarlo. Un chucho
despierto, atento, que jamás recibió un baño. No se separaron hasta el día en
que murió, después de ser atropellado por un destartalado carromato frente al
portal de su casa. Quedó tendido con las tripas fuera, sin apartar la mirada de
la sombra del muchacho, con unos ojos que se fueron velando en un azul nacarado
al paso de los años. Intentó socorrerle metiéndoselas para adentro y
envolviéndole la barriga con su camisa. Así, agonizando durante dos días, acabó
expiando entre sus brazos; pero ni siquiera entonces el hombre soltó una
lágrima.
Huérfano de
madre desde muy chico, puede decirse que se crió a sí mismo. Sus progenitores
llegaron un año antes de su nacimiento a esa calle y ahí se quedaron para
siempre, soñando con emigrar a un lejano país tropical en el que tenían algún
pariente, aunque al final su padre remató allí sus últimos días tras pasarse la
existencia picando en la mina de carbón en el noreste de la región, y en la que
murió por una explosión en las profundidades del yacimiento. Su hijo, entonces,
tampoco lloró. Sintió algo parecido al alivio, porque la tos crónica que
arrastraba su padre se amplificaba entre esas cuatro paredes impidiéndole el
sueño durante muchas noches. El viejo padecía dificultad respiratoria a causa
de neumoconiosis, la enfermedad del pulmón negro. Además, no sabía cómo, pero,
a pesar de aparecer limpio, siempre dejaba el polvo negro y fino de la mina
ennegreciendo las sábanas de su lado de la cama, la única de la casa.
A los diez
años comenzó a ganarse la vida recogiendo botellas, metales o cualquier otra
cosa a lo largo de la vía del tren, llegaba hasta el lejano barrio donde se
encontraban los talleres del ferrocarril, una zona donde se juntaban a beber
los mecánicos, los maquinistas y, al anochecer, jóvenes y maleantes al amparo
de la oscuridad. Vendía al peso cartones y trapos que rebuscaba en el basurero.
Así, hasta que entró en la plantilla de una empresa situada a doscientos metros
de su chamizo, dedicada a la fabricación de tornillos, bulones, pernos y
tuercas. En sus pequeños talleres, y resignado desde el principio al ruido
atroz de una maquinaria obsoleta, se pasaron 45 años de su vida.
Casi en la
treintena, se emparejó con una mujer diez años mayor que él, una compañera
apagada de la que apenas podría decir nada de los cinco lustros que pasaron
juntos, poco más que era callada, fría, sosegada. No recordaba ninguna
conversación fuera de las de la rutina de la convivencia. Falleció sin hijos y
fue enterrada sin llanto cerca de su vivienda, pues los muros del cementerio de
la ciudad no distaban más de 300 metros de su hogar.
El hombre
pasó los últimos cinco años de vida laboral relegado a vigilante nocturno en la
misma empresa, recluido en un cuchitril de una sola ventanilla orientada a la
entrada de la fábrica, en el que tan sólo oía el ininterrumpido zumbido del
tubo fluorescente que iluminaba las grises paredes, donde únicamente pendía un
calendario caducado con una foto de Venecia y con la leyenda: La calle más
bonita del mundo. Había una pequeña mesa con la tapa llena de arañazos y
rayones que mostraban el color natural de la madera y que contrastaba con el
marrón oscuro con el que se pintó. Ahí fijó la vista durante cientos de horas,
imaginando que esas ralladuras eran ríos, canales por los que fluía un agua
azul y fresca. Memorizó todos en un fantasioso mapa fluvial y podría describir
con los ojos cerrados hasta la más leve marca en la tapa de la mesa.
Poco más
puede añadirse al resumen de esta existencia. Aunque parezca imposible, jamás
olfateó el perfume de una flor, ni tampoco escuchó el canto de un pájaro, ni
vio una montaña o un mar. Nunca salió de la ciudad, de su barrio; no pasó más
allá de los lejanos talleres del ferrocarril a los que llegaba de chico como a
una frontera buscando botellas. Ese era su mundo: fábricas, talleres, ruido,
olor a grasa, a goma, a gasolina quemada.
Se le
ocurrió durante su última guardia nocturna. Miró las rayas, las profundas
marcas en la mesa, miró después la foto de una góndola del calendario y decidió
entonces que no habría de morirse sin viajar a Venecia.
Y así, un
mes después de su jubilación, entró en la ciudad de los canales tras cruzar un
largo puente. Llegó en una luminosa mañana azulada en la que el tibio velo de
la calima apenas permitía distinguir el horizonte, que se diluía hasta
desaparecer entre el cielo y el agua. En la estación de Santa Lucía subió a
bordo del vaporetto indicado, que de inmediato inició su marcha a barlovento en
una calmosa navegación por los cuatro kilómetros de la gran 'S' que traza el
Gran Canal de Venecia. Se acomodó asomándose a una de las ventanillas abiertas
y miró hacia arriba, descubriendo el contraste de las tejas ocres oscuras con
algunas de las primeras claras fachadas del canal; se fijó en la hermosa cúpula
en color verde de San Simeone Piccolo.
El sol
refulgía en las pequeñas lanchas blancas que adelantaban al vaporetto,
provocando estelas que se asemejaban a un largo velo blanco de novia
contrastado con el color azul verdoso del líquido, muy similar al de la
aguamarina. Casi rozaban en su navegación la verticalidad de los anchos postes
de madera hincados en la fangosa profundidad, que servían de amarre. Los nobles
edificios asomaban al canal con sus colores rosas, salmón, siena y marrones.
Estrechos canales aparecían a babor y estribor, algunos cruzados por pequeños
puentes metálicos o de madera. Las tonalidades de las persianas entreabiertas a
esa hora y de los toldos desplegados en las fachadas salpicaban con vivo color
las superficies más apagadas de las construcciones. Los botes se balanceaban
pacíficamente mientras los turistas paseaban con galbana por las graníticas
aceras que bordeaban los canales. El hombre, con un nudo en la garganta, miró
hacia el interior de la nave en el instante en que un muchacho besaba la mano
de una joven; la chica le correspondió con un beso en los labios; después
sonrió y le abanicó despacio su rostro con un mapa doblado. Devolvió la vista
al Gran Canal y quedó maravillado con todas esas edificaciones, con los
palazzos; una fantasía arquitectónica, un delirio artístico que, desde su
perspectiva, orillaban el canal en ingrávidas franjas de una realidad imposible
y maciza, flotando entre los azules del agua y del cielo. Al jubilado le empezó
a temblar la barbilla y no pudo evitar los primeros pucheros.
La brisa
parecía acariciarle la cara mientras escuchaba el zumbido sordo del motor y el
chapoteo de las pequeñas olas en el casco como a una melodía y, de repente,
aparecieron las primeras góndolas; tan elegantes como en el caduco calendario.
Los destellos refulgentes del sol en el agua reverberaban también en su negro
acharolado; su quilla centelleaba como lo harían miles de luciérnagas en una
noche sin luna.
Sintió la
primera lágrima de su vida deslizándose muy despacio por la mejilla. El
vaporetto cruzó en ese instante el Ponte degli Scalzi, de un solo arco y en el
que destacaba su piedra blanca, justo en el momento en que una mujer pasaba por
encima con un gran sombrero de paja y una cesta cuajada de rosas amarillas. Se
descubría una Venecia más íntima en los pequeños canales que seguían
apareciendo. Un gran pájaro blanco voló majestuoso muy cerca del bote durante
unos instantes, batiendo las alas con parsimonia; después viró por una de las
soleadas calles inundadas a estribor. En los jardines, las plantas desbordaban
rejas y muros con su magnífico verde avivado por el sol hasta caer y rozar con
sus hojas la superficie. A la sombra de la vegetación, una muchacha morena leía
un libro mientras uno de sus pies trazaba círculos dentro del agua; se cruzaron
con otra góndola en la que una pareja, cómodamente reclinada, miraba adelante
sonriendo. De pronto, apareció el Ponte di Rialto, soberbio; el más antiguo de los
que cruzan el Gran Canal y el más famoso de Venecia, con su único arco con dos
níveas rampas inclinadas que se cruzan en un pórtico central.
El hombre,
ya en llanto abierto, temía que le descubrieran, no por vergüenza; sino porque
le interrumpieran el placer procurándole consuelo. No necesitaba alivio porque
sus sollozos eran el fruto de un descubrimiento, de una sobredosis de gozo que
milagrosamente compensaba todo su pasado justificándole la existencia. Podía
oír los acelerados latidos de un corazón que pareció palpitar por primera vez
en esos momentos. El sol hacía centellear sus lágrimas en el aire antes de caer
al canal que lo mecía como una tierna madre y tuvo la certeza, supo entonces,
que ya tenía la vida agotada; un lento escalofrío recorrió su espinazo y le
inundó una sensación desconocida que supuso que era eso que llaman felicidad;
algo que no venía de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia
raíz. Lo recibió como una limosna de Dios. Se agarró al cristal de la ventana
cerrando los húmedos ojos y se sumergió en esa plenitud deseando no volverlos a
abrir nunca más. Un leve golpe de aire le hizo sentir el frescor de sus lágrimas
en la cara; sonrió. El vaporetto siguió deslizándose parsimonioso por el Gran
Canal hacia la dársena de la Piazza San Marco, en el Mar Adriático.
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