Yo, señor,
estando cerca ya el fin de mis días y para dejar constancia de mi
revolucionario acto genético-terrorista, silenciado por absolutamente toda la
canalla mediática, no solo la nacional sino también por todos los medios de
comunicación del mundo, escribo estas letras que pueden mal leerse en las
blancas paredes de esta mi celda del manicomio, en la que me sepultaron en vida
hace ya tanto tiempo. Es mi última esperanza que el suceso que a continuación
relataré sea conocido por los ojos curiosos que se esmeren en descifrar mis
torpes letras, escritas con este lápiz casi consumido a modo de jeroglífico
angustiado y ansioso por darse a la luz y acaso darse al conocimiento y a
mundializarse.
Yo, señor,
fui a nacer en una estirpe de menganos miserables, reproductores de vidas de
vaciedades y sinsustancias, siglo tras siglo. Todas las averiguaciones que hice
sobre mis orígenes lo único que me procuraron fue deshonra y abatimiento de
alma. La lista de mi linaje, hasta donde llegó mi conocimiento, la forman
obreros vagos, campesinos necios, pastores cerriles y otros, casi esclavos,
agradecidos en servidumbres a amos de muy poca importancia. Todos ellos
sufrieron grandes hambres y profundas calamidades que hicieron peligrar la
casta frecuentemente y que culmina en mi persona de puro milagro. Yo, señor,
soy el único y último heredero de la mustia cadena de los Braga-Palomino,
estirpe ignorada por la historia, agotada en su inanidad e insignificancia.
Yo, señor,
ideé, planifiqué y ejecuté el magistral plan con el que intenté trocar ese
destino de mi triste y paupérrima ascendencia casi troglodita, y también el de
esta, nuestra vigorosa Monarquía, a la que tanto amamos.
Yo, señor,
soy de oficio cabrero y además muy inclinado a las filosofías y a las ciencias
naturales, por lo que, en mis solitarias jornadas campestres tras dar durante
muchos años vueltas al asunto genético-reproductivo, llegué a la conclusión de
que de los vivos que merodeamos por el planeta, son los más fuertes, los más
hábiles o los más bonitos los que mejor y más se reproducen. Yo, señor, no fui
agraciado con un cuerpo recio, ya desde chico me decían el Sansonito con muy
mala guasa por ser canijo y flojo de fuerzas por la desnutrición que heredamos
unos de otros, pues tanto mi progenitora, como mi fecundador y todos mis
abuelos, eran poco más altos que lo que se entiende por enanos; tampoco salí
muy habilidoso ni para el hacer, ni para el cavilar; ni tampoco soy un lindo
que luzca guapuras simétricas ni hechuras armoniosas, como podrían testificar
con recto juramento y ante juez o notario todos los que me hayan visto una, o
mil veces.
Yo, señor,
encontrándome tan solo y último en este mundo, sin padre; ni madre; ni compañía
de hembra con la que aparearme ni multiplicarme, tuve la agudeza, el arte, la
gracia de diseñar un plan para legar a la Nación un Braga-Palomino, muy, pero
que muy principal. La ocurrencia consistía en fabricar un sucesor para honra
mía y la de toda mi desdichada estirpe, elevándonos así de golpe y por fin, a
lo más alto de la pirámide sociobiológica tras luengos siglos de infamia,
poquedad y anonimatos. Un heredero que, aunque adornaría su nombre con otros
ilustres apellidos, sería el portador de lo verdaderamente importante: la
simiente Braga-Palomino, que yo, servidor, sería capaz de transmitir tan
ingeniosamente a la siguiente generación, salvándola de su disolución en el
olvido y otorgándoles el mejor futuro para nuestro linaje.
Y así, como
ahora voy a contar, sucedió durante ese día de la primavera del año 1967 en la
plaza mayor de la capital de mi provincia y a la vista de la ciudadanía que
allí concurría.
Yo, señor,
tras tener noticia tres meses antes de los sucesos de la visita que nuestra
señora, la entonces princesa y hoy reina de nuestra nación, al convento de las
Hermanas de los Ancianos Desamparados, descubrí la ocasión para el desarrollo
del plan, por lo que estuve tres meses sin acuchillarme las ingles, sin
masturbación, como se dice finamente, o científicamente, sin enanismo alguno,
para acumular cuantas más semillas mejor y que de ellas, la culebrilla más viva
del ejército Braga-Palomino, fuera la que preñara a nuestra majestad, o sea, a
la que sería reina futura, para que se me entienda.
Yo, señor,
con las criadillas a punto de explotar, llenas de semen y espermas, llegué de
los primeros a la Plaza Mayor de la ciudad buscando el sitio más adecuado a mis
propósitos. Siguiendo la maravilla del plan vestí mi camisa más limpia, un peto
de cuero decorado con bordados de lana de colores y una chaqueta de paño negro.
En las piernas me subí un calzón de paño negro y también me apreté faja de
estreno, aunque quedaron tapados por delante con el zahón, hecho con cuero
adornado de pelo de cabra. Rematé el conjunto con un cencerro grande y lustroso
en los riñones, y por si me quedaba escaso, cargué con un cabrito blanco, el
más lucido de mi rebaño.
Yo, señor,
al llegar su majestad, y para resaltarme superando mi baja estatura aplaudí y
lancé vivas locas procurando llamar su atención, lo que conseguí fácilmente, y
también la de toda la plaza por ser el único que llevaba un cabrito a los
hombros, que gritaba como poseído y por el traje de gala de cabrero.
Aguarde
inquieto los treinta minutos que tardó en salir del convento procurando
amigarme y ganar la confianza del escolta más cercano cantándole algunas de las
coplillas de mi pueblo al tiempo que sonreía intentando evidenciar inocencias,
pero en lugar de parecer inofensivo tal y como yo preveía, resultó todo lo
contrario y ordenó a un guardia del municipio para que estuviera vigilante a mi
lado.
Salió con desganado protocolo nuestra honorable soberana del convento saludando a los presentes con una delicada sonrisa en los labios y caminó elegantemente el corto trecho que la separaba de su real vehículo acompañada por la madre superiora, seguida por algunos ancianitos desamparados, por el alcalde y demás autoridades funcionariadas. Al llegar a la puerta del coche y cuando ya lanzaba su último saludo a la concurrencia, voceé:
─ ¡Majestad, majestad, una jota, una
jotica, déjeme cantarle una jota!
Y todo salió
según el plan, pues es sabido que nuestra reina es muy receptiva a estos actos
sencillos y espontáneos del pueblo, por lo que me concedió la oportunidad. Así,
consintió y, con un leve gesto de su grácil mano, ordenó a los escoltas que
dejaran de retorcerme los brazos y pellizcarme las tetillas permitiendo el
acercarme a su sublimidad. La multitud congregada enmudeció expectante, durante
un instante se produjo un extraño silencio tan solo alterado por el débil y
corto balido de la cabritilla a mis hombros. Carraspeé para aclarar la voz y
empecé a cantar en tono re al tiempo que bailaba la hermosa jota que dice:
El dolor que
siente un burro
cuando le
estiran del rabo
es el mismo
que yo siento
cuando te
vas de mi lado.
Entonces,
inmediatamente, aprovechando la sorpresa de la atónita audiencia, sin dar
tiempo a reacción alguna, me abalancé sobre ella introduciéndonos ambos y el
cabrito en el coche. Cerré raudo la puerta bajando inmediatamente los seguros.
Por extraño que parezca, durante unos instantes nadie reaccionó y solo se
percibió el sonido de la vara del alcalde cuando cayó de sus manos al suelo.
Yo, señor, al estar dentro de un vehículo ultrablindado, me despreocupé de los
golpes y las amenazas desesperadas que lanzaban contra mi persona, entonces
tras suspirar procurando recuperar la calma, dije lo que sigue según había
memorizado:
─ Majestad, alta señora, en primer
lugar, siento el atufarle. Excuse el olor a cabra, o como se le dice
científicamente, a Capra hispánica; pero señora, mi oficio me obliga. Así es
como huele este cabrero suyo, así he olido siempre y puedo asegurarle, alta
dama, que no hay agua de colonia, champú o yerbas que puedan con ello. En
segundo lugar, eminencia altísima, me dispongo a preñarla, o a fecundarla según
se dice científicamente, por lo que inevitablemente deberé introducirle el
miembro falo, o pene, del latín penis, según se dice científicamente. Le
recomiendo que acomode a su persona y que se deje maniobrar a tal efecto
porque, por muy soberana que usted es de este país y que pudiera serlo de otros
treinta, como no se esté quieta me veré obligado a soltarla dos sopapos
terroristas a ese rostro magno, que estoy seguro de que no ha rozado ninguna
mala mano. Permítame pues, eminencia, que descabalgue al chivito y procedamos,
señora.
Yo, señor,
solamente entré en hembra humana cuatro veces. Tres fueron con Justina, la puta
manca, la única del pueblo, o prostituta como se dice educadamente, y la cuarta
fue, según el plan, en nuestra reconocidísima soberana, que no hizo más que de
momia con sus brazos cruzados sobre el pechito durante el proceso reproductivo,
que fue un tanto largo debido a mi inexperiencia y a la flaccidez del mi
miembro falo que tardó algo más de lo acostumbrado en remontar debido a la
gravedad del acontecimiento, a los fuertes golpes en los cristales, a los
insistentes ruegos de la anciana madre superiora del convento, a las
advertencias del alcalde, a las órdenes de las fuerzas policiales y por las
risas, gritos y aplausos de la concurrencia que asistió al evento o show según
se dice científicamente. Sobreponiéndome a las circunstancias logré
concentrarme y culminar gracias al sonido del cencerro que llevaba ceñido a los
riñones marcando el ritmo de mis empujes.
Yo, señor,
después de arrojar mis abundantes semenes y espermas en su principesca vagina,
delicadamente cogí fuertemente por los tobillos a la señora, que seguía con los
ojos muy abiertos y sin pronunciar palabra, o bajo shock como se dice ahora, y
le elevé las piernas durante unos minutos para facilitar a las culebrillas la
fecundación de otro Braga-Palomino. Así permanecimos hasta que la pericia de un
soldador consiguió abrir una de las puertas por la que como una exhalación
salió primero el chivo sacándome después a mí los escoltas arrastras, agarrado
de los pelos y sin dejarme subir los calzones siquiera.
No me voy a
extender más porque se acaba el espacio para mis letras en estas manicomias
paredes.
Valga decir,
señor, que el castigo para semejante afrenta nacional es alto. Encerrado estoy
desde entonces sin poder hablar con nadie. Sé que de esto nada sabes porque
todo el periodismo fue advertido de lo que supondría tanta deshonra para la
reina antiabortista, para la Monarquía y para la Nación. Se requisó todo
material gráfico, toda grabación y seguro que amenazaron a quien tuvieran que
amenazar para que nada de esto llegara a la opinión pública. Así lo preveía mi
plan.
Ya me queda
poco de vida, muero solo, anciano y enfermo, aunque contento porque sé que
preñé a la reina y que hay un príncipe, que nació en las fechas que tenía que
nacer y, aunque no he visto retrato alguno, estoy seguro de que será otro
característico morenito Braga-Palomino; delgado, patiabierto, pequeño de
estatura y como todos sus antepasados, cabezón.
Todo este
sacrificio para que la saga siga, para que la estirpe, ya sin amenaza, se
replique en las más encumbradas y copetudas alturas sociales. Yo he cumplido.
Muero en paz y satisfecho.
He dicho y
escrito toda esta grandísima verdad para que la sepas.
Amén.