Era
uno de esos días de otoño que olían a primavera. En Berfurt, declinaba una
tarde serena en la que las últimas hojas de los árboles permanecían quietas,
sin siquiera una leve brisa que las moviera. La estrecha fachada de aire
modernista del Hotel Manhattan elevaba su triste decadencia entre otras
edificaciones cercanas, destacándose de manera similar a un grupo de amigas en
el que una de ellas, sin llegar a ser hermosa, era la menos desfavorecida.
En
la terraza del hotel, John Silva, apoyado en la barandilla de hierro forjado,
se asemejaba a un simple ornamento arquitectónico. Entretenía su mirada en los
rascacielos de la zona financiera que, imponentes, se recortaban sobre un cielo
anaranjado próximo a oscurecerse. Orientándose con la aguja de la catedral, fue
ubicando los distintos barrios de la ciudad por los que transcurrió su
existencia. La iglesia donde fue bautizado, la escuela, el instituto donde le
educaron, los negocios que le dieron trabajo y el cementerio donde se pudrirán
sus muertos.
El
ruidoso taconeo de unos pasos acompasados le obligó a dirigir la mirada hacia
abajo, comprobando con desagrado el caminar de la mujer a la que estaba
esperando. Aparecía en escena con una altivez ridícula, algo así como la de una
reina con corona de plástico. La siguió hasta que entró en el hotel, temeroso
de que pretendiera irrumpir así, de forma tan ridícula, en su futuro, en sus
pensamientos, en su vida. Sintió en el estómago algo parecido a un rodar de
piedras romas y blandas.
La
deslucida moqueta floreada del hall amortiguó el ruido de los altos tacones,
aliviándole el atribulado espíritu, pues pensaba que el estruendo de sus
pisadas desluciría la entrada en un hotel tan señorial. A pesar de su
declinación, a Donatilda Schiaffino el hotel le parecía un magnífico lugar.
Refinado, respetable, algo parecido al adorno pulcro de un anciano aseado y
cargado de medallas y honores. Tras el marmóreo mostrador, un esbelto
recepcionista de mediana edad le observaba por encima de unas minúsculas gafas
de montura dorada. Ella, para darse importancia, no mostró la sonrisa dócil y
subordinada que habitualmente aparecía en su rostro moreno, limitándose a
preguntar, inexpresiva, el número de la habitación en que la estaban esperando.
El hombre permaneció un instante con la boca fruncida y fija la mirada en los
ojos marrones de Donatilda antes de responderle con la aspereza de la
amabilidad obligada. A ella le gustó que a las tres cifras del número de la
habitación añadiera "madame" como tratamiento de cortesía, sin
advertir la rutina con la que la cubrió el recepcionista, que seguía sin quitar
ojo del abrigo de paño que la cubría, cerrado hasta el último botón, tan
desapropiado para una tarde tan tibia.
Ante
la majestuosa cancela de hierros forjados del ascensor, alguno herrumbroso,
rodeada de un mobiliario inapropiado para los tiempos que corrían e influida
por el encanto de esa rancia atmósfera, Donaltilda estiraba la espalda hasta
casi hacerse daño, considerándose, en la espera, como una distinguida dama
decimonónica, y eso a pesar de la molestia del zumbido de un letrero
parpadeante, amarilleado por la grasa del tiempo, que indicaba una salida de
emergencia. La cabina del vetusto ascensor bajó chirriando desde las alturas.
El lustre de la caoba, los herrajes dorados, los cristales grabados, todo a
ella se le asemejaba a una carroza mágica dispuesta a llevarla a maravillosos
territorios, muy lejanos de la realidad que habitaba cada día. Entró despacio,
procurando no hacer ruido, y después de apretar el botón del piso más alto,
acercó su rostro envejecido a un espejo dorado que la mostró tan bella a sus
ojos como creía haberlo sido en su tiempo de esplendor. Hermosa a pesar de
todo, a pesar de las arrugas, de la dureza de los recuerdos, de la injusticia
de sus más de cincuenta años.
John
Silva entró en la habitación y cerró la puerta acristalada de la terraza, cruzó
los brazos con fuerza sobre el pecho, suspiró y apoyando la frente sobre el
vidrio fresco dirigió una mirada imprecisa a Berfurt, aunque la ciudad, con
toda su grandeza, se hizo invisible para sus sentidos, concentrado como estaba
en la satisfacción de un deseo lujurioso, antiguo. Sentía la ambivalencia del
momento en el que a su ánimo desapacible, alterado, le resultaba imposible
reconocer la situación como agradable, a pesar de ser ansiada durante mucho
tiempo.
John
no amaba a Donatilda, la deseaba, sentía el arrebatador impulso de poseerla con
la vehemencia de un joven macho, no porque le pareciera una mujer bella, sino
porque, como hombre, quería gozar de esa preponderante feminidad tan evidente
que la hacía mucho más apetecible al deseo que cualquier otra dotada con una
belleza más reconocible y vulgar. Esas oscuras curvas perfiladas con la
suavidad de su piel meridional, la amable sonrisa que dulcificaba rasgos
severos, su actitud, ofreciéndose tan provocadoramente sumisa, tan
delicadamente rendida en el trato, encendían en los adentros de John algo
parecido a una deleitosa comezón, a un ansia de amar con la brutalidad de un
salvaje en violento ejercicio de posesión animal. Así imaginaba cuando,
satisfaciéndose así mismo, decoraba su fantasía con perversiones en las que
involucraba a un ser de buen temple como Donatilda, al que presuponía de una
bondad pasiva, sin ángulos, y tan adecuada para su lascivia.
Compañeros
de trabajo, con el paso del tiempo, casi llegaron a ser amigos. Se fueron
invitando a sus respectivas intimidades, permitiéndose de vez en cuando
atrevidas confidencias, hasta llegar a un borde donde era preciso dejarse caer
o desandar los pasos dados, enfriando su relación en la aburrida virtud. Ellos,
por entonces, no imaginaban hacia dónde les llevaba una pasión tan inflamada,
aunque esperaban pacientemente llegar hasta el cumplimiento de un fin
ineludible. Pasaron mucho tiempo jugando pícaramente, untándose miel en los
labios, hasta que el día anterior John planteó súbitamente un desafío embromado
a Donatilda, que pensó abriría definitivamente la consumación del deseo.
Encendió
las luces de la habitación, y su ambarina debilidad le hizo percibir el espacio
y la situación con aflicción. Los visillos amarilleados por la tenue luz, las
pesadas cortinas marrones colgaban inertes, igual que su deseo, sin un soplo
que los avivara en esa hora determinante. Tocaron a la puerta, permaneció tal
como estaba, con los brazos cruzados apoyado en la ventana, mirando a la
ciudad. Volvieron a llamar, y esperó a que se decidieran a abrir. Por el
reflejo en el cristal, vio cómo el picaporte se movía lentamente, entreabriendo
la puerta. Por el intersticio, apareció como en un guiñol la redondeada y
sonriente cara de Donatilda, mientras a John se le precipitaba el desencanto.
Entró y cerró sin ruido. Él giró, comprobando que esa maldita luz no le
favorecía a esa mujer. Permanecían inmóviles, sin pronunciar palabra. Todo lo
que a John le gustaba de ella se ocultaba ahora bajo una vasta capa de
maquillaje y por el burdo abrigo. Su pelo recogido en un pretencioso moño mal
rematado aumentaba el desatino y, a pesar de los altos tacones, le pareció más
baja que cuando calzando sus zapatos cotidianos. Parecía subida a algo
desapropiado que la ridiculizaba en lugar de elevarla. A Donatilda, a pesar de
mantener la sonrisa, se le estaban ahogando todas sus ilusiones ante la fría
figura que le observaba. Percibía algo mucho peor que el rechazo, sintiendo
caer sobre ella la fina lluvia de desprecio. Esperaba ser recibida con los
agasajos galantes de un hambriento de amor, con el halago de un rendido al que
estaba dispuesta a colmar de gozo, y se encontraba frente a alguien al que le
parecía estar viendo por primera vez.
A
pesar de todo, desanudó el cinturón con torpeza, tardando demasiado. Después,
levantó la vista, mostrando la sonrisa más falsa de toda su vida, y abriendo el
abrigo, igual que una mariposa sus alas, mostró su bronceada desnudez,
ensayando una postura que suponía favorecedora. El abrigo, los zapatos baratos,
las medias, el liguero y las falsas perlas del collar y los pendientes
decoraban un cuerpo cubierto sobre todo de vergüenza y que poco a poco se fue
transfigurando en ridículo. Mientras tanto, pensaba que era suya la culpa por
pretender encender el deseo en un hombre con los pueriles coqueteos de una niña
y con el cuerpo ajado de una cincuentona.
John,
maravillado ante la visión de ese cuerpo que se mostraba tan abiertamente,
sufría con la impotencia que le impediría gozar de lo que estaba a su
disposición y tantas veces soñado. Comprobó que la realidad siempre vencía a lo
imaginable, tal como se atestiguaba en el cuerpo de Donatilda, que de repente
dejó de parecerle tan apetecible como en sus fantasías, cuando a solas se
recompensaba con un imposible que superaba mil veces a la verdad. Su voluntad
resignada reconoció que también por él pasaron los años y que la penosa imagen
de la mujer no era sino un reflejo de sí mismo, incapacitado para la lujuria,
incapaz de actuar como un animal lleno de vida y rabioso de gozo ante una mujer
que se le ofrecía sin condiciones.
Procuró
retomar la situación, rescatándose de la desoladora profundidad en la que había
caído y aferrándose a una superficialidad salvadora, dijo:
—
Muy bien. Veo que has sido capaz, como dijiste –carraspeó–. Supongo que he
perdido y que tú has ganado la semana de vacaciones que te prometí si venías
desnuda hasta aquí.
Le
anudó el cinturón del abrigo y después la abrazó tranquilamente, sin sentir
nada. Ella permaneció inmóvil, sintiéndose una desgraciada; el odio le llegó
poco después.
Una
fina raya crepuscular marcaba el horizonte con un azul frío, casi grisáceo. La
noche cubrió a Berfurt, que empezaba a resplandecer con las miles de luces de
sus calles, igual que el letrero vertical que ocupaba cuatro pisos de altura en
la estrecha fachada de aire modernista del Hotel Manhattan.