Le habría
gustado morir en una mañana luminosa de mayo, perfumada con el aroma de algún
rosal cercano, como los que reventaban sus flores rebosando las tapias por las
calles en las que vagaba. Días perdidos de la infancia, cuando elegía
holgazanear en compañía de perros en lugar de estar en clase aprendiendo la
tabla de multiplicar. Sí; en mayo, porque en ese mes nunca le pasó nada malo y
quería que siguiera siendo así. Morir sería el sosiego definitivo.
Se le
estaban consumiendo los años de juventud cuando comenzó a dejar de ver al
mundo, a la vida, a los suyos. Perdió la vista y, muchos años después, le
seguía pareciendo imposible no volver a ver con tan solo abrir los ojos.
Cierto día,
en el instante en que dijo que se inclinó para coger un muestrario en el
maletero del coche, sufrió desprendimiento en ambas retinas. La inevitable
ceguera. Aunque lo que sucedió en realidad es que no se agachó para recoger el
muestrario del color (trabajaba de comercial dedicado a la venta de pinturas),
lo que buscaba era una revista pornográfica bajo una alfombrilla oculta a la
inagotable curiosidad de sus hijos, que no cesaban de buscar abriendo cajones,
bajo las camas, por las alturas de los armarios sin saber qué buscaban, aunque
a veces encontraban cosas que les parecían asombrosas.
Me agaché y
me quedé ciego. Eso dijo a todos, también así mí mismo. Lo del muestrario le
parecía una causa de mayor dignidad para quedarse ciego que no el vicio
erótico. Sentía fascinación por las mujeres hermosas, por eso le agradaba
remirar aquellas revistas de muchachas desvergonzadas en poses tan forzadas
como atrayentes, aunque al dejar de ver, también perdió el deseo. Sí, le seguía
atrayendo la esencia femenina y, aunque las apeteciera de vez en cuando en su
noche eterna, perdió interés por el sexo desde que empezó a olvidar su
recuerdo.
Así quedó
ciego, sin golpe de puño o pelota, ni herida de accidente terrorífico con
fragmentos de cristal clavados en los ojos. Fue como le corrieran un telón
opaco ocultándole hasta el último rayo del maravilloso espectáculo de la vida,
de todas las cosas a las que desde entonces hubo de reconocer con la yema de
los dedos.
El tacto
para reconocer, pero, para rememorar, el olfato es mucho más acertado que la
vista o el oído, por eso se recreaba con el recuerdo del aroma de aquellos
rosales derramando las tapias y rejas de su lejana infancia. Por esto creía que
sería bueno acabarse en un día como aquellos, en una mañana luminosa,
perfumada, en la que importa un carajo la tabla de multiplicar y se camina
seguido de perros por callejas solitarias buscando un so sé qué, como después
lo harían sus hijos bajo las camas y por lo alto de los armarios.
No. En mayo
jamás le ocurrió nada triste, por eso le importaba tanto morir en el quinto mes
para que siguiera siendo así, para que la racha continuara hasta el fin.
Periodo en que conoció a la mujer por primera vez. A una que le eligió a él
entre casi todos los muchachos del barrio que la entregaban sus corazones
rendidos en aquella pletórica primavera. Además, por aquellas fechas cumplió
con su primer juramento rompiendo la boca del patán que llamó puta a quién le
despreció. Se la rompió y al mayo siguiente, porque también lo juró, se casó
con todas las mujeres casándose con ella, con la misma que en el mismo mes le
dio el más delicado de los besos, ese que se recordaría hasta el fin de los
días porque la húmeda tibieza de aquel beso repentino le provocó un escalofrío
sexual que recorrió una a una todas las células de su cuerpo, puede que también
a su alma. Así se unió a la madre de sus hijos. En mayo nacieron y ganó su
primer sueldo; tuvo la primera moto; el primer coche; la primera borrachera;
fumó el primer cigarro, ganó una partida a las cartas y en tiempo de escasez,
tiró su última moneda al río demostrándole al futuro que no le tenía miedo
alguno. Así de enorme era su confianza en el porvenir.
También
recordaba los mayos en que, adormecido al amparo del regazo de la madre,
apoyaba la cabecita y escuchaba la dulce nana que le cantaba su corazón; no
olvidaba la imagen de su joven padre patear un balón amarillo tan fuerte, que
parecía perderse en el azul inmaculado del cielo. Por entonces todo tenía
sentido, era grande, inacabable, hermoso, todos eran inmortales y percibían a
Dios en cada uno de los átomos de cualquier cosa, porque todas eran
importantes. Lo sentía en la dorada luz del atardecer colándose en haces por
los agujeros de las persianas hendiendo la penumbra de la escuela; en un
cuaderno escolar sobre la mesa del profesor; en la despreocupada risa de los
hombres mansos al anochecer; en el color rosa-fucsia de un lapicero favorito;
en la lágrima que se desliza por la tapa de un ataúd; en el canto de las olas
del inagotable verano y en el de los remolinos de hojarasca de los otoños
ventosos.
Después solo
era capaz de creer en Dios ocasionalmente, por ejemplo, durante el desvelo de
alguna noche desesperada. Porque hacía demasiado tiempo ¿cuántos años? que no
percibía el frescor reconfortante de los amaneceres de julio, que no escuchaba
el cantar de los pájaros tras la lluvia y que no volvió a oler nada como
aquellas fragantes rosas de mayo, aunque le sentaran en primavera cerca de los
rosales y le insistieran en que su perfume era tan intenso que llegaba a
marear.
Ya no sentía
nada, y cuando se dice nada, es nada, ni siquiera el temor a Dios. Al fin, todo
acaba limitado, pequeño, razonable, aburrido y así concluyó que la vida es un
oscuro y profundo hormiguero repleto de hormigas borrachas.
Ahora, de
pechos en la ventana abierta, el viento le acerca la peste humana, el ruido del
profuso tráfico. El edificio está situado como un gigante solitario frente a
una gran avenida por la que, mucho tiempo atrás, circulaba algún que otro
vehículo y él los seguía con la mirada durante el crepúsculo. Entonces, la
cálida brisa de mayo le despeinaba tan delicadamente como lo haría una mano
amorosa mientras fumaba ahí, tan alto, en un piso once, escupiendo de vez en
cuando. Miraba el lapo zigzaguear en el aire y no sonaba el atroz estruendo de
miles de neumáticos rodando sobre el asfalto ni olía el tufo del aceite
requemado de ahora. En esos días mientras escuchaba la música de la radio se
complacía simplemente en fumar, en el azul, en el naranja del cielo, en escupir
de vez en cuando. Era joven veía y la mujer que lo eligió entre todos
contemplaba el dulce languidecer de otro día de mayo a su lado. Esto le bastaba
para declararse feliz si alguien se lo hubiera preguntado.
Sí; le
habría gustado morir en mayo, en una mañana luminosa, perfumada con el aroma de
los rosales, pero era octubre y se asomaba desde un piso once al declinar de un
día embarrado, frío, que entraba por la ventana oliendo a óxido. Ahora estaba
solo, no le acompañaba nadie que mirara el crepúsculo y fumara a su lado.
Escuchó el ladrido de un perro y después un silbido lejano. Tarareó una melodía
de las que antiguamente escuchaba en la radio. Se preguntó:
—¿Zigzaguearé
como un escupitajo? Seguro que no. Caeré a plomo, derecho como un fardo, como
cualquier cosa sin alma.
Retornar a
la inocencia, zigzagueando de año en año hasta aquellos tiempos de rosales que
embellecían el barrio perfumando las calles por las que vagaba en aquellos días
irrecuperables de la infancia.
— Quiero
retornar a mayo, a ese mes en que nunca me ocurrió nada malo, cuando todo era
grande, inacabable, hermoso y tenía sentido.