Al fin, tras
mucho esfuerzo, el viejo llegó a la terraza de la residencia. La fina lluvia
charolaba el piso; el graznido de un pájaro, el agua desembocando por algún
desagüe, no se oía más. Se situó en el centro de la amplia cubierta con los
ojos entornados y la boca medio abierta, manteniendo una inmovilidad perfecta
antes de despegar con atronador ruido hacia el cielo, hacia el infinito, hacia
la nada. Éste fue el primer caso certificado de anciano cohete.
— ¿Cuántos
años tiene usted?
— Setenta y
cinco.
— Hasta los
ciento veinte no dan comienzo los despegues.
— Despegar
pero… ¿hacia dónde? — preguntó el periodista especializado en divulgación
científica.
La profesora
del Centro Supremo de Investigaciones Fantacientíficas y directora del
laboratorio de Bio-propelantes del HP-QTJ, en el campus de Wasteland de la
Universidad YALEVARD en Calitokio, demora la respuesta y cuando está a punto de
contestar, escuchan el “sssss” de un despegue no muy lejano. Nada especial, uno
común, un “5SS” de unos noventa decibeles. La circunstancia hizo cambiar de
pregunta al entrevistador.
— ¿Y su
edad, señora? Disculpe, pero estoy seguro de que comprende la pertinencia de la
pregunta.
— A punto de
jubilarme, voy a cumplir los cien años muy pronto. En cuanto… a los despegues,
hacia dónde se despega, le respondo que hacia ningún sitio, no hay destino, se
elevan hasta agotar el combustible que como sabemos desde hace mucho es el
continente y el contenido, la totalidad de la materia humana, del sí mismo,
hasta desintegrarse en el límite infra-atómico, en partículas conjeturadas
teóricamente pero que a día de hoy no han podido ser confirmadas por
experimento alguno. Es decir, se despega hacia la nada, o hacia lo que existe
pero que aún nos es desconocido.
— ¿Y a día
de hoy tampoco se sabe qué supercarburante es el que convierte a un ser humano
en un cohete?
— Seguimos
buscando agentes biológicos, enzimas, células microbianas susceptibles de ser
utilizadas como catalizadores. Es decir, una fuente energética procedente del
metabolismo bacteriano. A mi juicio, mucho tiempo perdido errando por sendas
equivocadas.
— Entonces,
para usted ¿Cuál sería la senda de los aciertos?
— En
nuestras investigaciones hemos descubierto productos muy tóxicos aislados, y
que tienen un papel fundamental facilitando la rotura de la molécula de
hidrógeno. Como usted sabe, la combustión es un conjunto de procesos
físico-químicos por los cuales se libera la energía interna del combustible.
Los estudios procuran descubrir el camino por el que van los protones tras esa
rotura, que es distinto del que toman los electrones, y así seguimos años y
años en una línea de investigación básica de laboratorio en estudios de
caracterización estructural y funcional de metaloenzimas. Así llegamos hasta el
muro.
— ¿A qué
muro?
— Al muro
infranqueable de los límites. A la frontera entre el conocimiento y el
desconocimiento. Hemos fabricado algo pero no sabemos qué. Los avances
científicos nos han permitido alargar la vida humana una media de cien años.
Antiguamente lo normal era desaparecer de este mundo a los setenta u ochenta,
hoy a esa edad seguimos siendo jóvenes, nuestros cuerpos, nuestra mente no
muestran agotamiento ni declive. Se pasó de seis mil millones de seres humanos
habitando el planeta hasta doce mil en apenas cinco décadas. Un civilizado
pan-mundo sin guerras, con hábitos saludables, sin apenas enfermedades y con
las amenazas del planeta controladas, sequías, terremotos, volcanes, todo
previsto con mucha antelación. Nos hemos convertido en una plaga…
Los 140
decibelios de un “8SS” interrumpen a la profesora. Unos diez segundos después,
cuando el cercano despegue apenas se percibe, el periodista que le sostuvo la
mirada durante todo este tiempo dice:
— Como un
cáncer GIST, el único incurable.
— Algo
parecido. ¿Hasta cuánto y cuándo puede soportar el planeta esta metástasis, la
propagación humana que ha humanizado hasta el último grano de arena? Hoy somos
diez mil millones y seguimos disminuyendo, la edad mínima de los despegantes ha
bajado de los 140 años a los 120 y sigue reduciéndose. Es la radioterapia que
la naturaleza nos impone, la quimioterapia que salvará al planeta hasta dejarlo
libre de estas células malignas, de los miles de millones de vanidades que
llegaron a acariciar la inmortalidad creyéndose cada uno el centro del
universo, aunque, realmente, nuestra totalidad no sea más que una gota de agua
en alguno de los insondables mares cósmicos, de otro universo más.
Anoche, sus
miradas atraviesan el ancho ventanal hasta perderse por la cercana ciudad de
Yorkin, capital de la totalidad de los fraterestados de la tierra. Igual que
las estrellas fugaces, los ancianos cohete desaparecen en las alturas en
incesantes despegues reflejados en los cristales de imponentes rascacielos de
más de mil metros de altura.