Como de
costumbre, regresó a casa a eso de las dos, abrió el buzón y extrajo la única
carta que había dentro, sin sello ni remite. En el sobre, aparecía con perfecta
caligrafía su nombre completo; más abajo, la dirección. Era de papel grueso y
caro, de esos que se entregan para los convites de boda. Le costó un poco
rasgar la solapa. Dentro, una cartulina en la que esperaba encontrar una
invitación para algún banquete, aunque no se trataba de nada de eso. Leyó:
"Por
la presente, le informo de que estoy considerando su asesinato. Inicio un
período de reflexión hoy, día primero del presente mes, con el objeto de
evaluar la conveniencia y las oportunidades de su muerte.
Si lo
considera conveniente, puede presentar denuncia previa contra la presente
notificación ante cualquier fuerza policial o correspondiente demanda ante la
jurisdicción civil que considere oportuna, o ejercitar cualquier otro
procedimiento que estime procedente, lo que no afectará ni positiva ni
negativamente en la decisión.
Podrá
considerar desestimada esta evaluación si transcurren noventa días sin recibir
resolución alguna.
QUEDA
UD. DEBIDAMENTE NOTIFICADO".
Tras la
primera lectura, releyó desordenadamente, volviendo una y otra vez a la palabra
"asesinato" que no lograba integrar en un discurso tan formal como el
del comunicado. Siendo plenamente consciente ya de lo que se le notificaba,
dirigió la mirada de izquierda a derecha y después hacia arriba, mientras la
cartulina temblaba entre sus manos. Entró rápido en su casa, cerró la puerta y
echó cerrojos. Le comenzó a florecer el pánico.
Pasó un
tiempo largo en el que casi todos sus pensamientos giraban en torno a la
amenaza del comunicado, igual que miles de satélites giran en torno a la tierra
conforme a la ley de gravitación universal. Su obsesión era encontrar un
indicio que lo llevara hasta el origen de la amenaza; quién, por qué se querría
matar a una persona como él, sin enemigos ni deudas; un ser humano básicamente
bueno. "Yo soy una buena persona, quién querría matar a una buena persona
como soy yo", repetía en voz alta de vez en cuando. Estaba claro que sólo
un psicópata podía obrar de manera tan siniestra, alguien con propensión al
mal, incapaz de sentir remordimientos, que usa a los demás como juguetes para
satisfacer algún goce degradado; un asesino que se recrea en el mal, observando
a sus angustiadas víctimas. Seguramente tendría un código propio de
comportamiento, como casi todos los psicópatas, una ley suprema al margen de
cualquier ley moral o escrita. El mal nacido no sentiría cargo de conciencia
por el tormento que causaba, si acaso algún enfado cuando se infringía su
reglamento. Probablemente tendría pinta de persona decente, alguien educado y
cercano con el que te cruzas en la oficina, un administrativo, un policía, el
panadero, el vecino, o un médico; sea como sea, un mal bicho camuflado en la
normalidad cotidiana, con necesidades aberrantes, que se cree el eje de toda
existencia, un megalómano que escribe notificaciones absurdas a buenas
personas, anunciando asesinatos que seguramente sería capaz de cumplir sin
escrúpulos, sin sentir culpa alguna.
El hombre
informó muy pronto a sus allegados, y casi todos le animaron a presentar
denuncia a la policía, aunque otros le quitaron importancia, casi
convenciéndole de que todo era obra de algún idiota inofensivo que quería
hacérselas pasar mal por... ¡vaya usted a saber por qué!
Así se
atenuaba el desasosiego según pasaba el tiempo, aunque se avivaba a la hora de
abrir el buzón, a eso de las dos. Al cabo de casi tres meses desde que
recibiera el comunicado, encontró otro sobre igual que el anterior, aunque éste
no estaba en la casilla de correo; lo vio en el suelo del pasillo, alguien lo
introdujo por debajo de su puerta y avanzó un par de metros. Al descubrirlo, se
quedó paralizado y, temiendo desmayarse, se apoyó en la pared. Al cabo de un
buen rato, levantó el sobre y extrajo la cartulina, que leyó con el alma en
suspenso:
"Por
la presente le informo que finalmente he decidido 'sine die' su asesinato.
Contra la presente no cabe ninguna apelación. Así por esta mi sentencia, lo
pronuncio y firmo".
¿"Sine
die"? Dudó del significado del latinajo mientras se fijaba en la firma que
resultó ser una perfecta "X", trazada con tinta amarronada, y de
pronto su memoria le trajo el claro recuerdo de una declinante tarde de
invierno en el humilde barrio en el que se crió. En esa época del año, la
niebla hacía más habitable la realidad, difuminando la áspera dureza de la
barriada en la que un grupo de jovencitos optaba por el frío de la calle antes
que por el aburrimiento en sus humildes moradas. Se arrimaban al calor del
otro, sentados en una ancha y empinada escalera, casi arruinada. Los chicos
galanteaban con agresividad a las chicas, se hablaban a gritos, se besaban,
bromeaban fumando, escupiendo, maldiciendo, eran casi salvajes, casi felices.
Una de las muchachas sacó del bolsillo un frasquito lustroso y, al instante, se
lo arrebató el que entonces era un soberbio mocito y ahora era un hombre
asustado. El niñato trepó hasta la rama más baja de un árbol cercano; la chica
le exigía, entre insulto e insulto, que se lo devolviera; los demás se
limitaban a observar hasta dónde era capaz de llegar el muchacho, sabiendo los
que mejor le conocían que sería muy lejos, pues a su necia crueldad aún no se
le habían puesto límites. La chica dejó los insultos y comenzó a suplicar; él
preguntó por el contenido y otra chica respondió que era la base de un
maquillaje carísimo y que su amiga había ahorrado durante mucho tiempo para
comprarlo. El idiota abrió el frasco y olfateó la crema amarronada; después,
hizo como que se le caía un par de veces, mientras ella no dejaba de rogarle.
Parsimonioso, vació la totalidad del frasco en una áspera rama, untándola
después hasta no dejar rastro de crema en las palmas de sus manos. ¿El odio de
esa muchachita, aumentado con el recuerdo año tras año, sería capaz de desearle
la muerte?
Una larga
vida, como la suya, como la de cualquier otro, deja un largo rastro de ofensas,
de daños, sobretodo a los más cercanos, a los que en el corto radio de los
egoísmos sufren los desaires, las ofensas más graves; las que el miedo, la
envidia o el desprecio de necios insignificantes distribuyen como virus,
causando mil dolores pequeños sin ser conscientes del profundo sufrimiento que
causan, la pequeñez de sus miserables acciones. También le vino a la memoria un
chicle aun babeante en el pelo de un compañero de pupitre, un chiquillo de unos
diez años que llorando lastimosamente trataba de desprenderlo, enmarañándose
aun más el cabello. Recordó verlo al día siguiente con la cabeza rapada y
algunos moratones, probablemente señales de una madre furiosa por tener un hijo
al que le pegan cosas en el pelo. A pesar del paso de tantos años, el hombre
recordaba el brillo de sus ojos atemorizados mientras él, amenazante, hacía
globitos con el chicle, mirándole fijamente. Ojos. Otros ojos como esos azules,
a los que juró amar toda la vida, los de una muchacha que dejó todo,
entregándose incondicionalmente a un irresponsable que, meses después, fue
incapaz de sostenerle la mirada mientras decía adiós. Dolores pequeños, a veces
mínimos, que sumados año tras año, se sufren hasta llevar al más cabal ante las
puertas de la locura, por ejemplo, con un ruido apenas audible, el molesto
zumbido del motor de un difusor instalado en su chimenea, con el que atormentó
al vecino de pared, sin permitirle un sueño plácido durante años.
Así pasaba
el tiempo, inventariando mentalmente agravios, humillaciones, mentiras,
traiciones, decepciones, de lo que hasta entonces le parecían inocentes
chiquilladas, travesuras, descuidos, olvidos o desinterés, que causaron tanto
padecimiento. Sentía tanto arrepentimiento por lo irreparable que consideró que
quizás estuviera justificada su condena a muerte, no por un daño grande, por
ejemplo un asesinato o una gran traición, sino con más motivo por la suma del
mil, de un millón de malicias cometidas a lo largo de una vida, que, como la
fría niebla de su infancia, lo cubría de infamia.
Despertó,
pero no quiso abrir los ojos. Estaba desnudo, amarrado de pies y manos sobre
una superficie lisa y fría, probablemente de acero. Imaginó con acierto que
estaba encima de una mesa, parecida a la de las autopsias. No tenía ni la más
mínima idea de cómo llegó hasta ahí, aunque tampoco importaba demasiado en esos
momentos, en lo que parecía ser su final. El asesino trajinaba a su alrededor,
conectó un sistema de aspiración de aire, probó desagües, colocaba útiles,
herramientas; el hombre percibía el penetrante olor del formol y, tras sus
párpados, la poderosa luz de la luminaria que sobre él se encendió. Ladeó la
cabeza, abrió los ojos y vio una pila de acero inoxidable anexa, que supuso
serviría para el lavado de órganos. Cerca, una figura con bata verde se afanaba
colocando bisturís, tijeras, pinzas, un martillo, un cincel y, entre otros
instrumentos, pesos y una balanza. Se le acercó y le miró detenidamente el ojo,
levantando su párpado, pero él no lo conoció. Era imposible reconocer a alguien
tras unas gafas, ataviado como un cirujano, con bata, mascarilla, guantes y
calzas desechables. Mientras le examinaba el ojo, preguntó en un susurro quién
era y cuál era el daño por el que se le castigaba. Dijo que era lo único que le
interesaba saber, que no rogaría perdón ni suplicaría por su vida. El otro se
descubrió, y él buscó en la memoria sin encontrar nada. El rostro era el de una
desconocida, la cara amable de una mujer de mediana edad, que lo miraba
fijamente, viéndose reflejado en sus brillantes pupilas, ya casi como un
cadáver.
"¿Por
qué usted?" – la voz modulada, amable le produjo escalofríos y miedo
extremo – "Comienzo a practicarle una autopsia en vida." El hombre
notó perfectamente que la incisión en su piel tenía la forma de una gran T, un
corte de hombro izquierdo a derecho bajo las clavículas y desde la mitad, el
corte en perpendicular hacia abajo, respetando el ombligo hasta la sínfisis del
pubis. A partir del tórax, la mujer levantó un poco la pared abdominal para no
lesionar las vísceras abdominales, después cortó a cada lado transversalmente
en la parte inferior del abdomen.
"Pero
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?" – repetía el hombre. La mujer apartó la
mascarilla y, moviendo la cabeza de un lado al otro, respondió con el tono
cansino y casi musical de una niña:
"Por
ser escorpio, por vivir en una casa de número impar y por ser zurdo".
Volvió a colocarse la mascarilla y procedió a la extracción de la parrilla
costal. El hombre, antes de desmayarse, exclamó:
¡Que Dios ayude a mi pobre alma!