Ese fue el
descubridor; uno cualquiera, ¿qué más da? Nadie habría podido escribir el
cuento, la historia de esta pesadilla absurda, si es que hubiera quedado
alguien con arte para contarlo, con capacidad o con ganas para escribir.
Comenzó así en una tarde como en otra tarde cualquiera, ¿qué más da?, otro
atardecer igual que los miles de millones que se sucedieron hasta entonces con
la única diferencia de que en éste se engendró el principio del mal, o del
bien, no se sabe; en todo caso, dio comienzo el concluyente final de todos los
finales, el absoluto fin terminante de todo lo que hasta entonces se entendía o
intuía por humanidad, porque desde entonces no hubo más entendimiento e
intuición.
El hombre,
uno cualquiera, ¿qué más da?, pasea junto a un perro por cerros cercanos a
alguna población mientras el sol declina, oscureciendo el sendero. Súbitamente,
presiente una desgracia extrema y siente un golpe de pánico. Se detiene, mira a
su alrededor y cede a una voluntad extraña, al empuje de un impulso ajeno que
lo obliga a adentrarse en la espesura vegetal. Observa con atención a cada una
de las plantas que encuentra sin saber por qué, hasta llegar a una planicie que
parece protegida por la enmarañada muralla baja que troncos, tallos cenicientos
y arbustos ennegrecidos han entretejido. Con lascas de piedra rubia se cubre el
suelo, formando la perfecta circunferencia de roca suelta cuyo eje es ocupado
por la más asombrosa planta que jamás vio ojo alguno hasta entonces. A su
alrededor nada se levanta, ni una brizna, ni un brote de vida. Es un sagrado
centro de atención universal, un pozo, un agujero, la matriz del TODO.
Los últimos
rayos del sol viejo apenas doran ya la cresta de los árboles más altos, y el
herbaje cercano sucumbe en la oscuridad. Todo se va apagando, pero no la
pequeña planta que no necesita la luz del astro padre-madre para mostrarse, al
contrario, luce más viva, con más color en la oscuridad, atrayendo toda la
atención al emanar su propia energía luminiscente. El hombre, ya
irremediablemente perdido, sin ninguna precaución, dirige la mano derecha hacia
ella, sintiendo un ligero hormigueo en la palma que va convirtiéndose en calor
intenso según va acercándose a las miles de microscópicas flores con pétalos de
negrura intensísima que absorben toda la energía radiante que incide sobre
ella. La superficie mate de sus corolas refleja tan solo el 0,04 % de la luz
visible, 100 veces menos que la pintura negra convencional, emitiendo al mismo
tiempo miles de pulsos sincrónicos de color brillante en una especie de
respiración o palpitación de criatura fantacientífica. El hombre es obligado a
injertar la planta en su existencia y llora mientras hinca su cuchillo de
monte, trazando una circunferencia fácilmente, pues la tierra apenas ofrece más
resistencia que la de un queso blando. Sabe que lo que está haciendo es
peligroso, puede que fatal para su salud, pero aun así sigue hasta completar el
círculo. Después, introduce inclinada la hoja del cuchillo, apalancando sobre
la superficie hasta que la escasa raigambre de la tecnoplanta se libera del
mineral sin un solo grano de tierra entre ella. Luego, la cubre con un pañuelo
y regresa a su hogar.
No mucho
tiempo después, ahí mismo, en la casa del descubridor, uno cualquiera, ¿qué más
da?, un policía sube la persiana, iluminando el cuarto en el que se encuentra,
junto al cerrajero, los paramédicos y el vecino. Ninguno de ellos entiende la
realidad que observan, pero intuyen todos algo parecido a un punto final.
Imaginarse un Edén en miniatura podría asemejarse a lo que contemplaban. Echado
sobre el sofá aparece el cuerpo del descubridor con la apariencia de una
frondosa cordillera vista desde las alturas; de todas sus partes surgen finas
raíces que alargándose por el piso llegan hasta las paredes y el techo,
convirtiéndolos en una tupida selva. Nadie olió nada. De entre los
sobrenaturales tonos verdosos y las diferentes texturas vegetales que cubrían
por completo la habitación, brotaron inmediatamente ante sus ojos los renuevos
de unas pequeñas plantas con microscópicas flores de corola negra. Sus pétalos,
a los que habría que buscar una nueva palabra para definir su negro non plus
ultra, absorben como un rosal la luz del sol y el pensamiento de todos los
presentes, colonizando el interés general, las emociones, la voluntad, toda la
energía radiante de los que, absortos en sus pulsos sincrónicos de color
brillante, se vaciaban en el negro profundo, disolviéndose durante horas en una
contemplación hipnótica, igual que cuando se mira la llama viva al amor del
hogar en una noche fría. Seres humanos insustanciando sus vidas en el plácido
gozo de la mera visión, entregándose enteros a algo que parecía significar
mucho y que no era nada más que el artificio de una realidad irreal que
metamorfoseaba la verdad, lo genuino, todas las potencias humanas en una única
corriente de masificación universal.
El hombre
echado sobre el sofá, el descubridor; uno cualquiera, ¿qué más da?, habló con
plácida quietud, absorto en la contemplación de su vacío. Dijo: "La
naturaleza es el TODO. En su esencia, el TODO es incognoscible. Si bien es
cierto que todo está en el TODO, no lo es menos que el TODO está en todas las
cosas. Nada reposa; todo se mueve; todo vibra. Para cambiar vuestra
característica o estado mental, cambiad vuestra vibración, dejaos llevar, no
vayáis contra corriente. La mente, así como los metales y los elementos, puede
transmutarse de grado en grado, de condición en condición, de vibración en
vibración. La conformidad es la sabiduría, la totalidad es la perfección. El
TODO crea en su mente infinita innumerables universos, los que existen al mismo
tiempo, y así y todo, para Él, la creación, desarrollo, decadencia y muerte de
un millón de universos no significa más que el tiempo que se emplea en un abrir
y cerrar de ojos. Mirad la luz que no deslumbra".
El policía
fue de los primeros en tener una en su domicilio, al instante, su mujer y sus
hijos tan fascinados como él, cenaron en silencio por primera vez en su vida,
alternando la vista entre el plato y la planta. En verdad, la mente infinita
del TODO les pareció la matriz del Cosmos.
Así se dio
principio al fin de la humanidad. Ya no quedan humanos en el errante grano
cósmico que ahora, cubierto en su totalidad por una tupida raigambre neuronal
interconectada, late al unísono en pulsión sostenida con la fuerza de un gran
teracerebro de pensamiento único que ha convertido al planeta Tierra en la gran
huerta de la Razón, paraíso de vegetoidólatras con un único Dios: la Biofísica,
seres deshumanizados e interconectados que, exentos de la fuerza de las
pasiones, forman el único y perfecto orden universal racional, la red
univibracional, unipolar, donde miles de millones de seres juegan a diario en
la ruleta en la que todos los números son iguales y nadie pierde, asociados en
sustancia a los miles de millones de plantas negras, percibiendo cada uno en su
meollo el lazo que los ata a la perfecta comunión de la uniformidad,
comulgantes en festines sosegados. La acción proselitista de los botánicos
primero y de los políticos después aceleró el proceso de propagación de la
norma definitiva del nuevo universo mental que avanza hacia el retroceso,
regresando a la pureza biológica elemental con la alquimia mental de
aniquilación de la personalidad.
Cuando la
última planta al fin llegó hasta el último humano, los miles de millones de
pacíficos paraísos comenzaron a viscosear, transmutando la blandura de su
sobrenatural verde al negro profundo de consistencia parecida a una costra
asfáltica. La pureza se agotó en sí misma. La higiene mató a la salud. Todos
los recuerdos al fin desaparecieron, no hubo más memoria ni fe. Todo se
marchitó. Dejaron de brotar las ilusiones, los sueños, la creación, la
imaginación, el arte. Murieron las pasiones. Se secó la voluntad, el amor, la
libertad. Todo eso eran vejaciones para el alma, arrogancias del individuo.
Todos los temores nacían de la incertidumbre. Ahora todo está pesado y medido.
Se sabe todo lo que interesa saber. El planeta entero fue colonizado por la neoespecie
vegetal que, germinando en el entretenimiento y la contemplación de los pulsos
sincrónicos de color brillante, acabó con todo lo humano en el planeta. La
naturaleza es sabia, y los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto
para el oído capaz de comprender.
El universo
se desenvuelve como debe.