Almacén de letras. Blog de V.Pisabarro

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Retorno a mayo

Le habría gustado morir en una mañana luminosa de mayo, perfumada con el aroma de algún rosal cercano, como los que reventaban sus flores rebosando las tapias por las calles en las que vagaba. Días perdidos de la infancia, cuando elegía holgazanear en compañía de perros en lugar de estar en clase aprendiendo la tabla de multiplicar. Sí; en mayo, porque en ese mes nunca le pasó nada malo y quería que siguiera siendo así. Morir sería el sosiego definitivo.

Se le estaban consumiendo los años de juventud cuando comenzó a dejar de ver al mundo, a la vida, a los suyos. Perdió la vista y, muchos años después, le seguía pareciendo imposible no volver a ver con tan solo abrir los ojos.

Cierto día, en el instante en que dijo que se inclinó para coger un muestrario en el maletero del coche, sufrió desprendimiento en ambas retinas. La inevitable ceguera. Aunque lo que sucedió en realidad es que no se agachó para recoger el muestrario del color (trabajaba de comercial dedicado a la venta de pinturas), lo que buscaba era una revista pornográfica bajo una alfombrilla oculta a la inagotable curiosidad de sus hijos, que no cesaban de buscar abriendo cajones, bajo las camas, por las alturas de los armarios sin saber qué buscaban, aunque a veces encontraban cosas que les parecían asombrosas.

Me agaché y me quedé ciego. Eso dijo a todos, también así mí mismo. Lo del muestrario le parecía una causa de mayor dignidad para quedarse ciego que no el vicio erótico. Sentía fascinación por las mujeres hermosas, por eso le agradaba remirar aquellas revistas de muchachas desvergonzadas en poses tan forzadas como atrayentes, aunque al dejar de ver, también perdió el deseo. Sí, le seguía atrayendo la esencia femenina y, aunque las apeteciera de vez en cuando en su noche eterna, perdió interés por el sexo desde que empezó a olvidar su recuerdo.

Así quedó ciego, sin golpe de puño o pelota, ni herida de accidente terrorífico con fragmentos de cristal clavados en los ojos. Fue como le corrieran un telón opaco ocultándole hasta el último rayo del maravilloso espectáculo de la vida, de todas las cosas a las que desde entonces hubo de reconocer con la yema de los dedos.

El tacto para reconocer, pero, para rememorar, el olfato es mucho más acertado que la vista o el oído, por eso se recreaba con el recuerdo del aroma de aquellos rosales derramando las tapias y rejas de su lejana infancia. Por esto creía que sería bueno acabarse en un día como aquellos, en una mañana luminosa, perfumada, en la que importa un carajo la tabla de multiplicar y se camina seguido de perros por callejas solitarias buscando un so sé qué, como después lo harían sus hijos bajo las camas y por lo alto de los armarios.

No. En mayo jamás le ocurrió nada triste, por eso le importaba tanto morir en el quinto mes para que siguiera siendo así, para que la racha continuara hasta el fin. Periodo en que conoció a la mujer por primera vez. A una que le eligió a él entre casi todos los muchachos del barrio que la entregaban sus corazones rendidos en aquella pletórica primavera. Además, por aquellas fechas cumplió con su primer juramento rompiendo la boca del patán que llamó puta a quién le despreció. Se la rompió y al mayo siguiente, porque también lo juró, se casó con todas las mujeres casándose con ella, con la misma que en el mismo mes le dio el más delicado de los besos, ese que se recordaría hasta el fin de los días porque la húmeda tibieza de aquel beso repentino le provocó un escalofrío sexual que recorrió una a una todas las células de su cuerpo, puede que también a su alma. Así se unió a la madre de sus hijos. En mayo nacieron y ganó su primer sueldo; tuvo la primera moto; el primer coche; la primera borrachera; fumó el primer cigarro, ganó una partida a las cartas y en tiempo de escasez, tiró su última moneda al río demostrándole al futuro que no le tenía miedo alguno. Así de enorme era su confianza en el porvenir.

También recordaba los mayos en que, adormecido al amparo del regazo de la madre, apoyaba la cabecita y escuchaba la dulce nana que le cantaba su corazón; no olvidaba la imagen de su joven padre patear un balón amarillo tan fuerte, que parecía perderse en el azul inmaculado del cielo. Por entonces todo tenía sentido, era grande, inacabable, hermoso, todos eran inmortales y percibían a Dios en cada uno de los átomos de cualquier cosa, porque todas eran importantes. Lo sentía en la dorada luz del atardecer colándose en haces por los agujeros de las persianas hendiendo la penumbra de la escuela; en un cuaderno escolar sobre la mesa del profesor; en la despreocupada risa de los hombres mansos al anochecer; en el color rosa-fucsia de un lapicero favorito; en la lágrima que se desliza por la tapa de un ataúd; en el canto de las olas del inagotable verano y en el de los remolinos de hojarasca de los otoños ventosos.

Después solo era capaz de creer en Dios ocasionalmente, por ejemplo, durante el desvelo de alguna noche desesperada. Porque hacía demasiado tiempo ¿cuántos años? que no percibía el frescor reconfortante de los amaneceres de julio, que no escuchaba el cantar de los pájaros tras la lluvia y que no volvió a oler nada como aquellas fragantes rosas de mayo, aunque le sentaran en primavera cerca de los rosales y le insistieran en que su perfume era tan intenso que llegaba a marear.

Ya no sentía nada, y cuando se dice nada, es nada, ni siquiera el temor a Dios. Al fin, todo acaba limitado, pequeño, razonable, aburrido y así concluyó que la vida es un oscuro y profundo hormiguero repleto de hormigas borrachas.

Ahora, de pechos en la ventana abierta, el viento le acerca la peste humana, el ruido del profuso tráfico. El edificio está situado como un gigante solitario frente a una gran avenida por la que, mucho tiempo atrás, circulaba algún que otro vehículo y él los seguía con la mirada durante el crepúsculo. Entonces, la cálida brisa de mayo le despeinaba tan delicadamente como lo haría una mano amorosa mientras fumaba ahí, tan alto, en un piso once, escupiendo de vez en cuando. Miraba el lapo zigzaguear en el aire y no sonaba el atroz estruendo de miles de neumáticos rodando sobre el asfalto ni olía el tufo del aceite requemado de ahora. En esos días mientras escuchaba la música de la radio se complacía simplemente en fumar, en el azul, en el naranja del cielo, en escupir de vez en cuando. Era joven veía y la mujer que lo eligió entre todos contemplaba el dulce languidecer de otro día de mayo a su lado. Esto le bastaba para declararse feliz si alguien se lo hubiera preguntado.

Sí; le habría gustado morir en mayo, en una mañana luminosa, perfumada con el aroma de los rosales, pero era octubre y se asomaba desde un piso once al declinar de un día embarrado, frío, que entraba por la ventana oliendo a óxido. Ahora estaba solo, no le acompañaba nadie que mirara el crepúsculo y fumara a su lado. Escuchó el ladrido de un perro y después un silbido lejano. Tarareó una melodía de las que antiguamente escuchaba en la radio. Se preguntó:

—¿Zigzaguearé como un escupitajo? Seguro que no. Caeré a plomo, derecho como un fardo, como cualquier cosa sin alma.

Retornar a la inocencia, zigzagueando de año en año hasta aquellos tiempos de rosales que embellecían el barrio perfumando las calles por las que vagaba en aquellos días irrecuperables de la infancia.

— Quiero retornar a mayo, a ese mes en que nunca me ocurrió nada malo, cuando todo era grande, inacabable, hermoso y tenía sentido.


miércoles, 9 de junio de 2010

Ancianos cohete


Al fin, tras mucho esfuerzo, el viejo llegó a la terraza de la residencia. La fina lluvia charolaba el piso; el graznido de un pájaro, el agua desembocando por algún desagüe, no se oía más. Se situó en el centro de la amplia cubierta con los ojos entornados y la boca medio abierta, manteniendo una inmovilidad perfecta antes de despegar con atronador ruido hacia el cielo, hacia el infinito, hacia la nada. Éste fue el primer caso certificado de anciano cohete.

— ¿Cuántos años tiene usted?

— Setenta y cinco.

— Hasta los ciento veinte no dan comienzo los despegues.

— Despegar pero… ¿hacia dónde? — preguntó el periodista especializado en divulgación científica.

La profesora del Centro Supremo de Investigaciones Fantacientíficas y directora del laboratorio de Bio-propelantes del HP-QTJ, en el campus de Wasteland de la Universidad YALEVARD en Calitokio, demora la respuesta y cuando está a punto de contestar, escuchan el “sssss” de un despegue no muy lejano. Nada especial, uno común, un “5SS” de unos noventa decibeles. La circunstancia hizo cambiar de pregunta al entrevistador.

— ¿Y su edad, señora? Disculpe, pero estoy seguro de que comprende la pertinencia de la pregunta.

— A punto de jubilarme, voy a cumplir los cien años muy pronto. En cuanto… a los despegues, hacia dónde se despega, le respondo que hacia ningún sitio, no hay destino, se elevan hasta agotar el combustible que como sabemos desde hace mucho es el continente y el contenido, la totalidad de la materia humana, del sí mismo, hasta desintegrarse en el límite infra-atómico, en partículas conjeturadas teóricamente pero que a día de hoy no han podido ser confirmadas por experimento alguno. Es decir, se despega hacia la nada, o hacia lo que existe pero que aún nos es desconocido.

— ¿Y a día de hoy tampoco se sabe qué supercarburante es el que convierte a un ser humano en un cohete?

— Seguimos buscando agentes biológicos, enzimas, células microbianas susceptibles de ser utilizadas como catalizadores. Es decir, una fuente energética procedente del metabolismo bacteriano. A mi juicio, mucho tiempo perdido errando por sendas equivocadas.

— Entonces, para usted ¿Cuál sería la senda de los aciertos?

— En nuestras investigaciones hemos descubierto productos muy tóxicos aislados, y que tienen un papel fundamental facilitando la rotura de la molécula de hidrógeno. Como usted sabe, la combustión es un conjunto de procesos físico-químicos por los cuales se libera la energía interna del combustible. Los estudios procuran descubrir el camino por el que van los protones tras esa rotura, que es distinto del que toman los electrones, y así seguimos años y años en una línea de investigación básica de laboratorio en estudios de caracterización estructural y funcional de metaloenzimas. Así llegamos hasta el muro.

— ¿A qué muro?

— Al muro infranqueable de los límites. A la frontera entre el conocimiento y el desconocimiento. Hemos fabricado algo pero no sabemos qué. Los avances científicos nos han permitido alargar la vida humana una media de cien años. Antiguamente lo normal era desaparecer de este mundo a los setenta u ochenta, hoy a esa edad seguimos siendo jóvenes, nuestros cuerpos, nuestra mente no muestran agotamiento ni declive. Se pasó de seis mil millones de seres humanos habitando el planeta hasta doce mil en apenas cinco décadas. Un civilizado pan-mundo sin guerras, con hábitos saludables, sin apenas enfermedades y con las amenazas del planeta controladas, sequías, terremotos, volcanes, todo previsto con mucha antelación. Nos hemos convertido en una plaga…

Los 140 decibelios de un “8SS” interrumpen a la profesora. Unos diez segundos después, cuando el cercano despegue apenas se percibe, el periodista que le sostuvo la mirada durante todo este tiempo dice:

— Como un cáncer GIST, el único incurable.

— Algo parecido. ¿Hasta cuánto y cuándo puede soportar el planeta esta metástasis, la propagación humana que ha humanizado hasta el último grano de arena? Hoy somos diez mil millones y seguimos disminuyendo, la edad mínima de los despegantes ha bajado de los 140 años a los 120 y sigue reduciéndose. Es la radioterapia que la naturaleza nos impone, la quimioterapia que salvará al planeta hasta dejarlo libre de estas células malignas, de los miles de millones de vanidades que llegaron a acariciar la inmortalidad creyéndose cada uno el centro del universo, aunque, realmente, nuestra totalidad no sea más que una gota de agua en alguno de los insondables mares cósmicos, de otro universo más.

Anoche, sus miradas atraviesan el ancho ventanal hasta perderse por la cercana ciudad de Yorkin, capital de la totalidad de los fraterestados de la tierra. Igual que las estrellas fugaces, los ancianos cohete desaparecen en las alturas en incesantes despegues reflejados en los cristales de imponentes rascacielos de más de mil metros de altura.


martes, 16 de marzo de 2010

Ad Notitiam


Como de costumbre, regresó a casa a eso de las dos, abrió el buzón y extrajo la única carta que había dentro, sin sello ni remite. En el sobre, aparecía con perfecta caligrafía su nombre completo; más abajo, la dirección. Era de papel grueso y caro, de esos que se entregan para los convites de boda. Le costó un poco rasgar la solapa. Dentro, una cartulina en la que esperaba encontrar una invitación para algún banquete, aunque no se trataba de nada de eso. Leyó:

"Por la presente, le informo de que estoy considerando su asesinato. Inicio un período de reflexión hoy, día primero del presente mes, con el objeto de evaluar la conveniencia y las oportunidades de su muerte.

Si lo considera conveniente, puede presentar denuncia previa contra la presente notificación ante cualquier fuerza policial o correspondiente demanda ante la jurisdicción civil que considere oportuna, o ejercitar cualquier otro procedimiento que estime procedente, lo que no afectará ni positiva ni negativamente en la decisión.

Podrá considerar desestimada esta evaluación si transcurren noventa días sin recibir resolución alguna.

QUEDA UD. DEBIDAMENTE NOTIFICADO".

Tras la primera lectura, releyó desordenadamente, volviendo una y otra vez a la palabra "asesinato" que no lograba integrar en un discurso tan formal como el del comunicado. Siendo plenamente consciente ya de lo que se le notificaba, dirigió la mirada de izquierda a derecha y después hacia arriba, mientras la cartulina temblaba entre sus manos. Entró rápido en su casa, cerró la puerta y echó cerrojos. Le comenzó a florecer el pánico.

Pasó un tiempo largo en el que casi todos sus pensamientos giraban en torno a la amenaza del comunicado, igual que miles de satélites giran en torno a la tierra conforme a la ley de gravitación universal. Su obsesión era encontrar un indicio que lo llevara hasta el origen de la amenaza; quién, por qué se querría matar a una persona como él, sin enemigos ni deudas; un ser humano básicamente bueno. "Yo soy una buena persona, quién querría matar a una buena persona como soy yo", repetía en voz alta de vez en cuando. Estaba claro que sólo un psicópata podía obrar de manera tan siniestra, alguien con propensión al mal, incapaz de sentir remordimientos, que usa a los demás como juguetes para satisfacer algún goce degradado; un asesino que se recrea en el mal, observando a sus angustiadas víctimas. Seguramente tendría un código propio de comportamiento, como casi todos los psicópatas, una ley suprema al margen de cualquier ley moral o escrita. El mal nacido no sentiría cargo de conciencia por el tormento que causaba, si acaso algún enfado cuando se infringía su reglamento. Probablemente tendría pinta de persona decente, alguien educado y cercano con el que te cruzas en la oficina, un administrativo, un policía, el panadero, el vecino, o un médico; sea como sea, un mal bicho camuflado en la normalidad cotidiana, con necesidades aberrantes, que se cree el eje de toda existencia, un megalómano que escribe notificaciones absurdas a buenas personas, anunciando asesinatos que seguramente sería capaz de cumplir sin escrúpulos, sin sentir culpa alguna.

El hombre informó muy pronto a sus allegados, y casi todos le animaron a presentar denuncia a la policía, aunque otros le quitaron importancia, casi convenciéndole de que todo era obra de algún idiota inofensivo que quería hacérselas pasar mal por... ¡vaya usted a saber por qué!

Así se atenuaba el desasosiego según pasaba el tiempo, aunque se avivaba a la hora de abrir el buzón, a eso de las dos. Al cabo de casi tres meses desde que recibiera el comunicado, encontró otro sobre igual que el anterior, aunque éste no estaba en la casilla de correo; lo vio en el suelo del pasillo, alguien lo introdujo por debajo de su puerta y avanzó un par de metros. Al descubrirlo, se quedó paralizado y, temiendo desmayarse, se apoyó en la pared. Al cabo de un buen rato, levantó el sobre y extrajo la cartulina, que leyó con el alma en suspenso:

"Por la presente le informo que finalmente he decidido 'sine die' su asesinato. Contra la presente no cabe ninguna apelación. Así por esta mi sentencia, lo pronuncio y firmo".

¿"Sine die"? Dudó del significado del latinajo mientras se fijaba en la firma que resultó ser una perfecta "X", trazada con tinta amarronada, y de pronto su memoria le trajo el claro recuerdo de una declinante tarde de invierno en el humilde barrio en el que se crió. En esa época del año, la niebla hacía más habitable la realidad, difuminando la áspera dureza de la barriada en la que un grupo de jovencitos optaba por el frío de la calle antes que por el aburrimiento en sus humildes moradas. Se arrimaban al calor del otro, sentados en una ancha y empinada escalera, casi arruinada. Los chicos galanteaban con agresividad a las chicas, se hablaban a gritos, se besaban, bromeaban fumando, escupiendo, maldiciendo, eran casi salvajes, casi felices. Una de las muchachas sacó del bolsillo un frasquito lustroso y, al instante, se lo arrebató el que entonces era un soberbio mocito y ahora era un hombre asustado. El niñato trepó hasta la rama más baja de un árbol cercano; la chica le exigía, entre insulto e insulto, que se lo devolviera; los demás se limitaban a observar hasta dónde era capaz de llegar el muchacho, sabiendo los que mejor le conocían que sería muy lejos, pues a su necia crueldad aún no se le habían puesto límites. La chica dejó los insultos y comenzó a suplicar; él preguntó por el contenido y otra chica respondió que era la base de un maquillaje carísimo y que su amiga había ahorrado durante mucho tiempo para comprarlo. El idiota abrió el frasco y olfateó la crema amarronada; después, hizo como que se le caía un par de veces, mientras ella no dejaba de rogarle. Parsimonioso, vació la totalidad del frasco en una áspera rama, untándola después hasta no dejar rastro de crema en las palmas de sus manos. ¿El odio de esa muchachita, aumentado con el recuerdo año tras año, sería capaz de desearle la muerte?

Una larga vida, como la suya, como la de cualquier otro, deja un largo rastro de ofensas, de daños, sobretodo a los más cercanos, a los que en el corto radio de los egoísmos sufren los desaires, las ofensas más graves; las que el miedo, la envidia o el desprecio de necios insignificantes distribuyen como virus, causando mil dolores pequeños sin ser conscientes del profundo sufrimiento que causan, la pequeñez de sus miserables acciones. También le vino a la memoria un chicle aun babeante en el pelo de un compañero de pupitre, un chiquillo de unos diez años que llorando lastimosamente trataba de desprenderlo, enmarañándose aun más el cabello. Recordó verlo al día siguiente con la cabeza rapada y algunos moratones, probablemente señales de una madre furiosa por tener un hijo al que le pegan cosas en el pelo. A pesar del paso de tantos años, el hombre recordaba el brillo de sus ojos atemorizados mientras él, amenazante, hacía globitos con el chicle, mirándole fijamente. Ojos. Otros ojos como esos azules, a los que juró amar toda la vida, los de una muchacha que dejó todo, entregándose incondicionalmente a un irresponsable que, meses después, fue incapaz de sostenerle la mirada mientras decía adiós. Dolores pequeños, a veces mínimos, que sumados año tras año, se sufren hasta llevar al más cabal ante las puertas de la locura, por ejemplo, con un ruido apenas audible, el molesto zumbido del motor de un difusor instalado en su chimenea, con el que atormentó al vecino de pared, sin permitirle un sueño plácido durante años.

Así pasaba el tiempo, inventariando mentalmente agravios, humillaciones, mentiras, traiciones, decepciones, de lo que hasta entonces le parecían inocentes chiquilladas, travesuras, descuidos, olvidos o desinterés, que causaron tanto padecimiento. Sentía tanto arrepentimiento por lo irreparable que consideró que quizás estuviera justificada su condena a muerte, no por un daño grande, por ejemplo un asesinato o una gran traición, sino con más motivo por la suma del mil, de un millón de malicias cometidas a lo largo de una vida, que, como la fría niebla de su infancia, lo cubría de infamia.

Despertó, pero no quiso abrir los ojos. Estaba desnudo, amarrado de pies y manos sobre una superficie lisa y fría, probablemente de acero. Imaginó con acierto que estaba encima de una mesa, parecida a la de las autopsias. No tenía ni la más mínima idea de cómo llegó hasta ahí, aunque tampoco importaba demasiado en esos momentos, en lo que parecía ser su final. El asesino trajinaba a su alrededor, conectó un sistema de aspiración de aire, probó desagües, colocaba útiles, herramientas; el hombre percibía el penetrante olor del formol y, tras sus párpados, la poderosa luz de la luminaria que sobre él se encendió. Ladeó la cabeza, abrió los ojos y vio una pila de acero inoxidable anexa, que supuso serviría para el lavado de órganos. Cerca, una figura con bata verde se afanaba colocando bisturís, tijeras, pinzas, un martillo, un cincel y, entre otros instrumentos, pesos y una balanza. Se le acercó y le miró detenidamente el ojo, levantando su párpado, pero él no lo conoció. Era imposible reconocer a alguien tras unas gafas, ataviado como un cirujano, con bata, mascarilla, guantes y calzas desechables. Mientras le examinaba el ojo, preguntó en un susurro quién era y cuál era el daño por el que se le castigaba. Dijo que era lo único que le interesaba saber, que no rogaría perdón ni suplicaría por su vida. El otro se descubrió, y él buscó en la memoria sin encontrar nada. El rostro era el de una desconocida, la cara amable de una mujer de mediana edad, que lo miraba fijamente, viéndose reflejado en sus brillantes pupilas, ya casi como un cadáver.

"¿Por qué usted?" – la voz modulada, amable le produjo escalofríos y miedo extremo – "Comienzo a practicarle una autopsia en vida." El hombre notó perfectamente que la incisión en su piel tenía la forma de una gran T, un corte de hombro izquierdo a derecho bajo las clavículas y desde la mitad, el corte en perpendicular hacia abajo, respetando el ombligo hasta la sínfisis del pubis. A partir del tórax, la mujer levantó un poco la pared abdominal para no lesionar las vísceras abdominales, después cortó a cada lado transversalmente en la parte inferior del abdomen.

"Pero ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?" – repetía el hombre. La mujer apartó la mascarilla y, moviendo la cabeza de un lado al otro, respondió con el tono cansino y casi musical de una niña:

"Por ser escorpio, por vivir en una casa de número impar y por ser zurdo". Volvió a colocarse la mascarilla y procedió a la extracción de la parrilla costal. El hombre, antes de desmayarse, exclamó:

¡Que Dios ayude a mi pobre alma!

domingo, 10 de enero de 2010

HEURÍSTICA DEFAULT

Ese fue el descubridor; uno cualquiera, ¿qué más da? Nadie habría podido escribir el cuento, la historia de esta pesadilla absurda, si es que hubiera quedado alguien con arte para contarlo, con capacidad o con ganas para escribir. Comenzó así en una tarde como en otra tarde cualquiera, ¿qué más da?, otro atardecer igual que los miles de millones que se sucedieron hasta entonces con la única diferencia de que en éste se engendró el principio del mal, o del bien, no se sabe; en todo caso, dio comienzo el concluyente final de todos los finales, el absoluto fin terminante de todo lo que hasta entonces se entendía o intuía por humanidad, porque desde entonces no hubo más entendimiento e intuición.

El hombre, uno cualquiera, ¿qué más da?, pasea junto a un perro por cerros cercanos a alguna población mientras el sol declina, oscureciendo el sendero. Súbitamente, presiente una desgracia extrema y siente un golpe de pánico. Se detiene, mira a su alrededor y cede a una voluntad extraña, al empuje de un impulso ajeno que lo obliga a adentrarse en la espesura vegetal. Observa con atención a cada una de las plantas que encuentra sin saber por qué, hasta llegar a una planicie que parece protegida por la enmarañada muralla baja que troncos, tallos cenicientos y arbustos ennegrecidos han entretejido. Con lascas de piedra rubia se cubre el suelo, formando la perfecta circunferencia de roca suelta cuyo eje es ocupado por la más asombrosa planta que jamás vio ojo alguno hasta entonces. A su alrededor nada se levanta, ni una brizna, ni un brote de vida. Es un sagrado centro de atención universal, un pozo, un agujero, la matriz del TODO.

Los últimos rayos del sol viejo apenas doran ya la cresta de los árboles más altos, y el herbaje cercano sucumbe en la oscuridad. Todo se va apagando, pero no la pequeña planta que no necesita la luz del astro padre-madre para mostrarse, al contrario, luce más viva, con más color en la oscuridad, atrayendo toda la atención al emanar su propia energía luminiscente. El hombre, ya irremediablemente perdido, sin ninguna precaución, dirige la mano derecha hacia ella, sintiendo un ligero hormigueo en la palma que va convirtiéndose en calor intenso según va acercándose a las miles de microscópicas flores con pétalos de negrura intensísima que absorben toda la energía radiante que incide sobre ella. La superficie mate de sus corolas refleja tan solo el 0,04 % de la luz visible, 100 veces menos que la pintura negra convencional, emitiendo al mismo tiempo miles de pulsos sincrónicos de color brillante en una especie de respiración o palpitación de criatura fantacientífica. El hombre es obligado a injertar la planta en su existencia y llora mientras hinca su cuchillo de monte, trazando una circunferencia fácilmente, pues la tierra apenas ofrece más resistencia que la de un queso blando. Sabe que lo que está haciendo es peligroso, puede que fatal para su salud, pero aun así sigue hasta completar el círculo. Después, introduce inclinada la hoja del cuchillo, apalancando sobre la superficie hasta que la escasa raigambre de la tecnoplanta se libera del mineral sin un solo grano de tierra entre ella. Luego, la cubre con un pañuelo y regresa a su hogar.

No mucho tiempo después, ahí mismo, en la casa del descubridor, uno cualquiera, ¿qué más da?, un policía sube la persiana, iluminando el cuarto en el que se encuentra, junto al cerrajero, los paramédicos y el vecino. Ninguno de ellos entiende la realidad que observan, pero intuyen todos algo parecido a un punto final. Imaginarse un Edén en miniatura podría asemejarse a lo que contemplaban. Echado sobre el sofá aparece el cuerpo del descubridor con la apariencia de una frondosa cordillera vista desde las alturas; de todas sus partes surgen finas raíces que alargándose por el piso llegan hasta las paredes y el techo, convirtiéndolos en una tupida selva. Nadie olió nada. De entre los sobrenaturales tonos verdosos y las diferentes texturas vegetales que cubrían por completo la habitación, brotaron inmediatamente ante sus ojos los renuevos de unas pequeñas plantas con microscópicas flores de corola negra. Sus pétalos, a los que habría que buscar una nueva palabra para definir su negro non plus ultra, absorben como un rosal la luz del sol y el pensamiento de todos los presentes, colonizando el interés general, las emociones, la voluntad, toda la energía radiante de los que, absortos en sus pulsos sincrónicos de color brillante, se vaciaban en el negro profundo, disolviéndose durante horas en una contemplación hipnótica, igual que cuando se mira la llama viva al amor del hogar en una noche fría. Seres humanos insustanciando sus vidas en el plácido gozo de la mera visión, entregándose enteros a algo que parecía significar mucho y que no era nada más que el artificio de una realidad irreal que metamorfoseaba la verdad, lo genuino, todas las potencias humanas en una única corriente de masificación universal.

El hombre echado sobre el sofá, el descubridor; uno cualquiera, ¿qué más da?, habló con plácida quietud, absorto en la contemplación de su vacío. Dijo: "La naturaleza es el TODO. En su esencia, el TODO es incognoscible. Si bien es cierto que todo está en el TODO, no lo es menos que el TODO está en todas las cosas. Nada reposa; todo se mueve; todo vibra. Para cambiar vuestra característica o estado mental, cambiad vuestra vibración, dejaos llevar, no vayáis contra corriente. La mente, así como los metales y los elementos, puede transmutarse de grado en grado, de condición en condición, de vibración en vibración. La conformidad es la sabiduría, la totalidad es la perfección. El TODO crea en su mente infinita innumerables universos, los que existen al mismo tiempo, y así y todo, para Él, la creación, desarrollo, decadencia y muerte de un millón de universos no significa más que el tiempo que se emplea en un abrir y cerrar de ojos. Mirad la luz que no deslumbra".

El policía fue de los primeros en tener una en su domicilio, al instante, su mujer y sus hijos tan fascinados como él, cenaron en silencio por primera vez en su vida, alternando la vista entre el plato y la planta. En verdad, la mente infinita del TODO les pareció la matriz del Cosmos.

Así se dio principio al fin de la humanidad. Ya no quedan humanos en el errante grano cósmico que ahora, cubierto en su totalidad por una tupida raigambre neuronal interconectada, late al unísono en pulsión sostenida con la fuerza de un gran teracerebro de pensamiento único que ha convertido al planeta Tierra en la gran huerta de la Razón, paraíso de vegetoidólatras con un único Dios: la Biofísica, seres deshumanizados e interconectados que, exentos de la fuerza de las pasiones, forman el único y perfecto orden universal racional, la red univibracional, unipolar, donde miles de millones de seres juegan a diario en la ruleta en la que todos los números son iguales y nadie pierde, asociados en sustancia a los miles de millones de plantas negras, percibiendo cada uno en su meollo el lazo que los ata a la perfecta comunión de la uniformidad, comulgantes en festines sosegados. La acción proselitista de los botánicos primero y de los políticos después aceleró el proceso de propagación de la norma definitiva del nuevo universo mental que avanza hacia el retroceso, regresando a la pureza biológica elemental con la alquimia mental de aniquilación de la personalidad.

Cuando la última planta al fin llegó hasta el último humano, los miles de millones de pacíficos paraísos comenzaron a viscosear, transmutando la blandura de su sobrenatural verde al negro profundo de consistencia parecida a una costra asfáltica. La pureza se agotó en sí misma. La higiene mató a la salud. Todos los recuerdos al fin desaparecieron, no hubo más memoria ni fe. Todo se marchitó. Dejaron de brotar las ilusiones, los sueños, la creación, la imaginación, el arte. Murieron las pasiones. Se secó la voluntad, el amor, la libertad. Todo eso eran vejaciones para el alma, arrogancias del individuo. Todos los temores nacían de la incertidumbre. Ahora todo está pesado y medido. Se sabe todo lo que interesa saber. El planeta entero fue colonizado por la neoespecie vegetal que, germinando en el entretenimiento y la contemplación de los pulsos sincrónicos de color brillante, acabó con todo lo humano en el planeta. La naturaleza es sabia, y los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el oído capaz de comprender.

El universo se desenvuelve como debe.

ALMACÉN

Aquí aparecerán esas letras que antes se perdían en la nada de mi computadora. Escritas por puro placer y sin ninguna ambición de agradar ni complacer. Descargar novela"Del Agua Nacieron los Sedientos"