Murió como
generalmente se muere en los hospitales, en soledad, sin dolor. Lo último que
reconocieron sus sentidos fue un anuncio publicitario en el que una figura
popular se presentaba como periodista y madre, alquilando su verosimilitud a
una fábrica de productos lácteos que aseguraba ayudar a las defensas del
organismo humano gracias a los beneficios de sus bacterias patentadas.
Fue un ser
de genio dócil y amable, hizo muchos amigos, tuvo algún que otro adversario,
pero jamás un solo enemigo declarado. Amó a casi todos sus amantes, aunque
reservó lo mejor de sí para los hijos, complaciéndose con su presencia mientras
estuvieron a su lado. Después, los triunfos de cada uno de ellos le siguieron
colmando de felicidad y orgullo. Su última pareja falleció repentinamente y
apenas tuvo tiempo para sentir algún vacío, pues aún permanecía su olor entre
la ropa del armario y parecía resonar el eco de sus palabras en la casa.
Empaquetó, poco antes de ingresar en el centro hospitalario, las más valiosas
posesiones de su cónyuge muerto, apilando las cajas en el sótano; álbumes de
fotos, discos, libros, vídeos, cartas de amor; todo tan fresco durante unos
instantes y tan rancio durante años; gloriosos testimonios que justificaban una
prestigiosa existencia; diplomas, certificados, escrituras de propiedad,
pasaportes; se pudrirían ahora en la húmeda oscuridad de un rincón.
Alguien le
despojó de la bata del hospital, alguien le vistió sus propias prendas, alguien
maquilló su cara, alguien introdujo el cuerpo en el féretro de caoba alquilado,
alguien lo transportó hasta la sala refrigerada destinada a las exposiciones
cadavéricas donde lucía impecable al otro lado del gran cristal, frontera que
separa a los muertos de los vivos en los tanatorios, una urna con ventilación
independiente y termómetro indicador visible desde el exterior que marca cero
grados. Encerrar a la muerte al otro lado; aparecer como durmientes en el
escaparate de una floristería, rodeados de ofrendas, de hermosos arreglos
florales; ramos lujosos, coronas fúnebres que intentan compensar con sus
colores y aromas la espantosa putrefacción contenida en tan funesto
receptáculo.
Nada de
condolencias para sepelios estándar, a nuestro fiambre se le vela en un
tanatorio premio Nacional de Arquitectura en el que la prestación de los
servicios contratados hace especial hincapié en la atención a familiares y
amigos, disponiendo para ellos de un oratorio multiconfesional, así como de
servicio de cafetería, restaurante, parking público, venta de féretros,
lápidas, floristería. Un confortable centro comercial de la muerte que ofrece
servicios como asesoría jurídica, asistencia psicológica, esquelas en
periódicos; diseño de recordatorios; obtención de certificados oficiales,
tramitación ante los organismos del estado: Seguridad social, pensiones,
últimas voluntades, y, por supuesto, tanatopraxia, para que los conocidos
puedan ver por última vez con una apariencia natural y tranquila a su pariente
intentando hacer que la situación sea algo menos traumática; aunque todos los
muertos son feos porque la muerte es espantosa; por eso a casi nadie le gustan
los funerales ni los entierros; por eso únicamente lunáticos o psicópatas
descubren belleza y paz en las funerarias, en los ecos de los llantos cada vez
más escasos; por eso se oculta a la muerte; por eso pagamos a extraños para que
se encarguen de los restos de nuestro padre, de nuestra madre, de nuestros
hijos, de nuestros seres queridos.
La sala
contratada está vacía esperando la llegada del primer visitante. La música,
composiciones elegidas de un prestigioso catálogo, comenzó a sonar por
altavoces camuflados desde su apertura un par de horas atrás. En una gigantesca
pantalla aparecen instantáneas del ser humano que está en el ataúd tras el
limpio cristal. Imágenes en que se aprecia una evolución vital, caras felices,
sonrisas, abrazos; siempre en compañía, en la playa o sobre la nieve de las
montañas. La inexpresividad del cadáver contrasta con la viveza de su cara en
las fotografías en las que aparece feliz casi siempre abrazando a alguien,
compañeros de trabajo, amigos, vecinos, hijos, a su pareja, a cualquiera, a
todos.
La amplísima
habitación genera quietud y serenidad. No aparece ningún símbolo religioso. Una
agradable temperatura, los colores neutros, cremas, beige, marrones, procuran
sensación de tranquilidad, el negro está prohibido, el luto no se manifiesta.
La iluminación, el mobiliario inducen a la calma. Es un espacio acogedor
diseñado con todo lo necesario para que el adiós de los vivos resulte lo más
agradable posible. Se aprecia la profesionalidad, la eficiencia del personal en
cada uno de los detalles, la atención personalizada que se ofrece las 24 h, los
365 días del año, como la realizada por el agente asignado que acudió al centro
hospitalario para hacerse cargo del cuerpo y los trámites.
Hoy, el más
ancestral de los ritos se procura discreto, amable, contenido. Obviar a la
muerte en una vida orientada al placer de eso se trata, ignorar la pena, al
terror existencial impregnado en todos los átomos de todos los seres vivos;
disimular al muerto entre flores; mirar en la pantalla el vivo color de su
sonrisa; por qué sufrir una fea realidad que manchará vuestra memoria; son los
atrasados, los pobres, los que no pueden pagar el servicio los condenados a
vivirla; vosotros podéis contratarlo; os merecéis espacios y protocolos que os
seden el alma confeccionándoos bellos recuerdos y donde prime la comodidad para
los que veláis al muerto, salas individuales que preserven la intimidad, aseos,
duchas con un diseño más propio de un hotel que desdramatizan el
acontecimiento. Evadir la muerte, esconderla como a una horrible verruga tras
un hermoso decorado. Una cultura neopagana que no cree en una vida después de
la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de que ésta llegue
deseando que sea durante el profundo sueño y tan amable de no despertaros en un
último sobresalto. Ser considerados, procurar dejar un hermoso cadáver, un
elegante cuerpo inerte digno de admiración ante el que apenas se derrame alguna
lágrima, lejos del mal gusto de la incontinencia emocional y su insoportable
resaca. La banda sonora finaliza, pero al cabo de unos segundos vuelve a sonar
desde el principio; han pasado cuatro horas; en la pantalla, el bucle de
imágenes sigue mostrando afectos.
Acaso una
hija mayor se encargará de contratar los servicios, aunque no pueda asistir al
funeral porque como miembro de alguna ONG en algún Hospital Infantil de Tubinga
su trabajo sea indispensable y su ausencia desencadenante de algún colapso;
otro hermano podría estar disfrutando de una beca para artistas visuales en
Nueva York o en París, preparando una primera exposición que fatalmente
coincida con el fallecimiento, siéndole imposible postergar la misma; sería el
encargado de esparcir las cenizas tras la incineración según el deseo del
finado, aunque dada la imposibilidad de asistencia puede que contratara el
servicio con la funeraria dando indicaciones del lugar donde esparcirlas; puede
ser que tengan otro hermano al que haya sido imposible localizar, quizá un
sacerdote de los Misioneros del Verbo Divino que misiona en la lejana
Australia. Seres solidarios comprometidos con sus semejantes que trabajan
incansablemente por una vida mejor para todos los seres humanos.
En otra
pantalla más pequeña van apareciendo pésames ingrávidos, condolencias y excusas
recibidas por internet y telefonía; cientos de mensajes dolientes, postales
electrónicas ilustradas con puestas de sol, lagos y altas cumbres llegan desde
distintas partes del mundo. Al fin, la puerta se abre, aparece un hombre con
una guitarra, echa un vistazo a su alrededor y no se sorprende al encontrar la
sala vacía, mira su reloj y después a una mesa en la que se presenta un surtido
tentador servido por una prestigiosa empresa de catering; se resiste a probar
bocado, es un profesional; desenfunda la guitarra, carraspea e inmediatamente
comienza a cantar alguna canción favorita de la persona difunta, puede que 'Let
it be' de The Beatles; ni en una ocasión mira al interior del ataúd y cuando
termina sale inmediatamente cerrando la puerta despacio. Han pasado muchas
horas, casi todas; la inasistencia a sus honras fúnebres deshonra al cadáver
aunque quizás le realicen el mayor homenaje posible desde la lejanía, olvidando
sus ofensas, sus carencias, dejando su nombre limpio de ellas en la memoria de
todos los ausentes. Nada más; una vida completada; alguien que debió morir hace
mucho tiempo; nada fatal; tuvo suerte falleciendo mucho después de que murieran
sus ilusiones, ya no deseaba nada, ni siquiera un día más de vida; si acaso,
deseó en el último instante estrechar una mano querida, porque eso sí es
triste, eso es lo verdaderamente triste; morir solo en la habitación de un
hospital; a pesar de haber sido un ser amable, tolerante y respetuoso.
La empresa
cuenta con expertos directores de eventos y a la mañana siguiente entra el
asignado a la familia dando órdenes a los asistentes. El cadáver, las flores,
se retiraron de la cabina y no hubo que limpiar los restos de ningún beso en el
cristal. Siguen llegando condolencias con muestras de poemas y textos
relacionados con el fiambre, los altavoces siguen repitiendo la misma música,
se ultima el homenaje, el adiós, ya empezó a olvidarse todo lo que esa persona
fue o representó, todo lo que hizo o dejó de hacer; así hasta dejar de existir
definitivamente con el último recuerdo del último ser vivo que nos conoció. Un
operario desconecta las pantallas, apaga las luces y retira su nombre del panel
de anuncios; la sala queda limpia, silenciosa, preparada para un nuevo
servicio.
Olvidamos,
pero cuando parten los que nos conocían nos dejan más solos y si se pueden
contar más conocidos muertos que vivos, el fin no está muy lejano. Se es
inmortal hasta ver al primer muerto, entonces se reconoce que algún día alguien
dejará una flor sobre nuestro féretro con gesto recogido y sintiéndose culpable
por no sentir dolor alguno, igual que te ha pasado o pasará a ti, porque desde
niños nos blindan contra el sufrimiento y si nos sedan los dolores físicos, por
qué no sedar los del alma; la muerte no se puede evitar pero el sufrimiento sí;
la pena poco a poco está siendo desterrada en los entierros hasta llegar a
convertirlos en una fiesta; se trata de pasar rápidamente la página de la
tragedia para regresar de inmediato al confortable refugio de la rutina, al
consumo de microdosis de alegría y felicidad porque no hay mayor dolor que el
de no poder consumir.
Incinerar
inmediatamente a los muertos, sus cenizas no tardarán en perderse entre el
polvo de los remordimientos, liberarse de los tributos al dolor, de esos
homenajes ante las tumbas que encierran los cuerpos corruptos de seres
queridos, tan corrompidos como la mayoría de los individuos ultraestandarizados
que perdieron sus instintos domesticados por los medios, sometidos a todo tipo
de influjos consumistas y obsesionados con el poder adquisitivo.
Tras la
incineración fue encargada una urna ecológica para las cenizas, compuesta de
sal marina que se diluye en el agua en 30 minutos sin dejar residuos. La
gratificación extra no fue motivo suficiente para que el empleado de la
funeraria cumpliera el encargo y en lugar de arrojarla al mar según las
indiccaciones, se deshizo de ella en una alcantarilla cerca de unos grandes
almacenes donde quería aprovechar el último día de rebajas.