De repente, el silbante viento aparece, peinando los mechones del juncal y rizando la superficie del charco en la que una anciana se miraba hasta entonces como en un espejo. Levanta despacio la vista al camino y, después, al cielo; las nubes pasan raudas, como si fueran un archipiélago aéreo, ajironando con sus blancos el profundo azul del cielo. Por entre ellas se cuela un haz de luz que cae sobre un húmedo campo de tierra rubia salpicado con los verdores de los árboles, de los matorrales, y también con el granítico volumen de los inamovibles peñascales.
La mujer permanece sentada, casi recostada, sobre la arena húmeda que bordea el charco. En el gris de la cabellera despeinada se evidencia el paso de sus muchos, muchos años. Se sujeta los sucios mechones tras las orejas, dejando al descubierto una frente amplia con algunas manchitas marrones y cruzada de lado a lado por finos surcos, por arrugas que parecen zigzagueantes culebrillas paralelas. Le desaparecieron las cejas y los ojos se le hunden en las cuencas. Los párpados sin pestañas no cercenan la perfecta circunferencia de sus iris; de los brillantes discos verdes que permanecen inmóviles, enfocados en la lejanía, mirando a nada.
El azulado claroscuro de la cercana sierra le cierra el horizonte a la ondulante campiña, recosida con el óxido de los alambres de espino y trazada de lado a lado por el cableado de las líneas de transmisión eléctrica. Una confiada liebre, sin reparar en la mujer, cruza el camino olisqueando la tierra; una golondrina garabatea en el aire con su nervioso vuelo antes de planear durante un instante sobre el charco y desaparecer. La señora ve a tres jilgueros aleteando sobre el barro más blando y, antes de poder contarlos, desaparecen jubilosos lanzando trinos.
Una risa estrepitosa brota de su boca; de igual forma, para de reír y en su rostro reaparece un rictus que manifiesta un estado de ánimo angustioso. Dejó en silencio a los campos; parece que incluso el aire cesó ante las carcajadas descompuestas de su risotada. Vista desde lejos, la inmovilidad del avellanado cuerpo cubierto con un blanco camisón estampado parece cualquier cosa menos una persona o una amenaza; las aves no tardan en reanudar los cantos.
La octogenaria, enferma y sola, deambulando por campos desconocidos, es una imagen que provocaría angustia moral a cualquier espectador. Sin embargo, la senectud desvalida, la perturbación de la razón y el desamparo no impiden a esa mujer ser intensamente feliz en esos mismos instantes. Ella no sabe que es feliz en ese instante; no lo sabe porque olvidó todo, por eso es feliz. A pesar del rictus de angustia que le dejó el alma marcado en el rostro, con la pureza de un animal, es feliz, plenamente feliz.
Elevándose tras la sierra, pareciendo salir de un volcán, aparecen nubes más blancas y altas que las que pasan sobre su cabeza, aligeradas por el vigoroso viento. Un jilguerillo se posa sobre el alambre de una cerca, su nervioso coleteo le confunde la vista mezclando el amarillo, el rojo y el negro de sus plumas.
La anciana está perdida desde hace muchos años; se fue perdiendo en su casa, después en residencias y hospitales, perdida entre rostros irreconocibles, confundiendo palabras, recuerdos, afectos. Supervisada por desconocidos que rigen su existencia imponiendo rutinas y que no paran de hacer preguntas estúpidas. "¿En qué se parecen una pera y una naranja?" Aún así, necesita a esas personas porque desaprendió a vestirse, a alimentarse, a hablar y empezó a alucinar. Dulces alucinaciones que en su amarga existencia son más verdad que la realidad que le rodea. Vio el tintero abierto de su infancia sobre la mesita de noche en la habitación de la residencia, reflejándose la luz de la bombilla como una ondulante luna sobre la superficie de la negra tinta; vio a su madre pelando patatas a los pies de la cama y acarició al gato que murió atropellado por un tranvía setenta años atrás.
Los espinosos cardos se esfuerzan en mantener su digna verticalidad y parecen más dignos que el flexible junco vecino, pero las impetuosas rachas los hacen tiritar y parece que es de miedo ante la invisible fuerza del viento. Un cernícalo, a unos metros de altura sobre el terreno, en vuelo estacionario, casi inmóvil, espera avistar alguna presa entre un macizo de florecillas silvestres; las sombras de las dispersas nubes se perfilan y pasan como manchas de vaca sobre la inmensidad de los campos. A ratos, el viento cesa permitiéndole escuchar los pajareros cantos y no muy lejos, sobre la hierba que bordea el camino, descubre a una perdiz inmóvil confundiéndose con las piedras.
La mujer ahora no alucina, pero no sabe que no alucina, porque no sabe nada. No sabe cómo llegó hasta ahí caminando descalza, que se perdió y que, estando tan cerca de la residencia, parece imposible que nadie la haya descubierto. Ahora, al igual que en su infancia, se siente una con la naturaleza. Una cosa sola que se dispersa y que está en todas las partes y en cada una de las cosas que le rodean. El suelo sobre el que se recuesta, los pájaros, las plantas, constituyen la totalidad del mundo y siente como un animal, porque es un animal, porque ha recuperado la esencial libertad primaria que consiste simplemente en ser; en olvidar; en vivir sin comprender.
Descubre el pequeño tatuaje que lleva en uno de sus pechos desde hace sesenta años, un pequeño corazón flechado y con dos iniciales que es incapaz de leer; después baja la vista hasta llegar a la larga cicatriz que le cruza el vientre, la recorre lentamente con la yema de uno de sus dedos y acaba justo en el momento en que un pato oculto levanta vuelo hacia el norte. El estrepitoso aleteo aviva el pulso de la anciana que se inclina sobre el charco y bebe como un gato. No es más que una mujer que estuvo presa en la red de actividades rutinarias de lo que los seres humanos entienden por vida, aunque ya no recuerda que es una mujer, que es un individuo único e irrepetible al que le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con amor y el miedo a la nada. Por eso es feliz, por eso su estrepitosa risa resuena de nuevo por el campo cuando ve su ajada cara reflejada en la superficie del agua serena. Se ha convertido en niña, es pura, es una despierta. Perdió la palabra, la razón, la moral, la virtud. Su alma murió antes que su cuerpo: así, pues, no teme ya nada.
¡Es libre! ¡Es la demencia!
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