El
joven funcionario de la Jefatura Provincial de Tráfico se enamoró de la bella
muchacha que esperaba el autobús todas las mañanas frente a una de las ventanas
de su oficina. Nunca habló con ella, no conoce su nombre, su edad ni cosa
alguna sobre su persona. Lo único que le importa es que es la mujer más hermosa
que camina sobre el planeta; a sus ojos, un ángel; una diosa; un ser casi
divino que cambió horas de sueño por horas de fantasía.
Fue en una luminosa mañana de mayo cuando la vio por
primera vez, causándole tal impresión que supuso que jamás podría olvidarla.
Apareció repentinamente en la pequeña plaza donde estaba la jefatura y la
parada de la línea P3 y, al igual que el arcoíris, su presencia era capaz de
hermosear cualquier entorno. La plazoleta parecía entonces preñada de vida,
todo brotaba por doquier. El verde lustroso de los recortados parterres
reflejaba la bendita luz de un sol complaciente, mientras que en las acacias de
flor blanca empezaban a verdear las abundantes hojuelas elípticas que
brindarían su ancha y agradecida sombra durante el abrasador verano a quienes
transitan la glorieta de la olvidada ciudad provinciana. Desde esa primera
mañana, la joven esperaba sentada en el bordillo enladrillado que cerca el
parquecito del centro de la plaza, exponiéndose con agrado al sol tempranero
que, junto al aire fresco de mayo, le componían un fulgente halo que desde la
distancia le daba una apariencia pura, virginal, casi sobrehumana. El joven
funcionario la observaba a su antojo, oculto tras los sucios visillos, y desde
su posición, la joven aparecía recortada sobre el cielo de azul inmaculado,
justo en el centro de dos esbeltas farolas de hierro fundido que parecían darle
escolta. Mentalmente, y a veces en voz alta, el muchacho lanzaba
agradecimientos de la misma manera que arrojaría botellas con mensaje al mar;
quería mostrar su gratitud a Dios, dar las gracias a cualquier deidad por la
belleza de este mundo, por su gozo, por la complacencia de estar vivo.
Así transcurría el tiempo, satisfaciendo al
muchacho que aguardaba en agitación placentera el único momento de regocijo que
le ofrecían los días. No se cansaba de admirar su extraordinaria imagen,
símbolo de virtud, la majestuosa serenidad de su gesto, la equilibrada armonía
entre su cuerpo y sus movimientos cuando subía al autobús, como si Cleopatra
ascendiera al más alto de sus tronos. El vehículo partía entonces,
transmutándose de simple autobús a nave dichosa, en la gloriosa carroza de la
línea P3 que trasladaba a su divinidad en días laborables.
Poco a poco, fue levantando un frondoso bosque
de ensueños donde, a ratos, podía adentrarse, desentendiéndose de la triste
realidad que lo consumía; fue capaz de edificar una excelsa fantasía
simplemente sobre la imagen de una desconocida; un mundo de pasiones
desordenadas; de emociones extremas que le hinchaban las venas; un microcosmos
paralelo a su anodina existencia. La hizo su reina, el eje sobre el que giraba
este pequeño y feroz universo. Ella era el leitmotiv, el único sostén de tan
tremenda ilusión. Allí regía la inocencia, la utopía, el perfecto amor
inmaculado, pleno de gracia y bondad. Él era el creador, el rey y el reino, el
dios de sus ficciones, inventaba mundos a cada instante en los que después se
recreaba, construyendo escenas, imaginando momentos como un quimérico roce de
sus labios, rezumantes de una dulzura adictiva que lo llevaba al éxtasis cuando
los oía pronunciar su nombre.
Cerraba los ojos el funcionario de la Jefatura
Provincial de Tráfico y soñaba con una blanquísima luz cenital que reverberaba
sobre una plana laguna de color esmeralda, de la que emergía su enamorada,
vistiéndole el brillante agua su piel trigueña. Después, la imaginaba
acercándosele con el obsequio de una sonrisa suprema; llegaba y, antes de
besarle, antes de que se juntasen las curvas de sus negras pestañas, lo miraba
igual que cualquier madre mira a su hijo por vez primera. El embeleso lo liberaba
de la áspera cotidianidad, de esos días enfermos de aburrimiento que morían de
tristeza sin haber sido capaces de engendrar otra cosa más que vacío.
La pequeña ciudad polvorienta, apenas realzada
en la ancha llanura y a la que tiempo atrás detestaba, se consagró de repente
por ser el cofre de su juguete, por albergar a su dueña, por ser origen de sus
únicas dichas. Ahora, su nombre le sonaba sublime, como si se lo hubiera dado
el canto de un pájaro; ya no recordaba el fastidio que antes le provocaba
pronunciarlo. Ciudad santa, por la que su amada paseaba perfumando plazas y
jardines, iluminando sombras por la alameda y las avenidas, haciéndolas más anchas
en el alma del joven, igualándolas a las más bellas del mundo.
Si no hubiera sido por su doncella, por esos
momentos en que, oculto tras los visillos, se deleitaba en la visión de tan
irresistible belleza, irremediablemente habría enfermado de melancolía, de esa
epidemia que se incubaba en casi todas las casas de la población y que maceraba
a las pobres almas, cubriéndolas con tedios y simplezas. Habría sucumbido al
invierno emocional que perduraba por siglos en la ciudad, helando corazones
cansados, corazones solitarios que esperaron durante mucho tiempo una salvación,
una sorpresa, un no sé qué, alguna respuesta. Corazones como aquellos a los que
atendía en su desabrida oficina, ánimos desfallecidos encerrados en cuerpos
desinteresados, a los que nadie prestaba atención, ojos que apenas le miraban
cuando presentaban algún formulario relleno con casi todo lo que ellos eran:
una mini biografía escrita con dolor, en la que manifestaban cómo se llamaban,
dónde vivían y a qué se dedicaban, poco más podrían decir de sí mismos.
La última mañana de esta historia, la muchacha no apareció como siempre, sentada en el bordillo enladrillado que cercaba el pequeño parque, justo en el centro de dos esbeltas farolas de hierro fundido que parecían darle escolta; apareció entrando por la puerta de la Jefatura Provincial de Tráfico, dirigiéndose directamente hacia él. Llegó y puso sobre el mostrador un impreso oficial junto con otra documentación requerida para solicitar una licencia de conducción. Al fin, allí estaba todo ante él: su nombre y apellidos; su edad; su dirección. La chica, tras cumplimentar el trámite, dio las gracias al joven funcionario sin mirarle; él ni siquiera levantó la vista. Desde entonces, desapareció de su vida, de sus fantasías.