Siempre
estaba ahí. Me lo encontraba en todos los sitios, a cualquier hora. No quiero
decir que me siguiera porque algunas veces, cuando yo llegaba, él ya estaba;
parecía estar esperándome; en otras ocasiones, aparecía después y al
encontrarnos nuestras miradas chocaban
Aparentaba
una edad muy cercana a la mía, no puedo decir mucho más de él. Siempre estaba
solo. Decir que, sin leer nada, pasaba las hojas de un periódico sentado a la
mesa en alguna cafetería; que ensimismado bebía cerveza al final de la barra de
cualquier bar; que parecía un islote, una pequeña isla desventurada apenas
levantada sobre una plana y extensa normalidad. Si entraba a una panadería era
muy probable que al instante llegara él, y si había silencio, mientras esperaba
el turno, se podía escuchar el canto de su corazón a mis espaldas. No pasaba
mucho tiempo sin que me lo cruzara subiendo o bajando alguna escalera; sin que
viajáramos en el mismo bus fuera cual fuera el trayecto; le vi rezar en muchas
iglesias; me lo encontré en los estadios; en los cines; en los supermercados;
en centros de ocio; en los hospitales. Donde fuera, en cualquier sitio, él
siempre estaba ahí.
Al
principio, cuando fui consciente de sus presencias, pensé que a la casualidad
le gustaba entretenerse con nosotros y que no eran nada extraordinarios esos
acercamientos entre tipos con aficiones comunes, pero perdí el sosiego al
sospechar que cobraba por espiarme, aunque; ¿quién pagaría a un detective tan
torpe? ¿A qué cuerpo de seguridad le interesaría seguir los pasos a un
individuo tan normal y cumplidor de todas las leyes como era yo? El hombre no
disimulaba su asistencia, aunque algunas veces era difícil verle entre otros;
ocasionalmente me echaba algún vistazo o me mantenía la mirada, igual que si
mirara sus ojos en un espejo. Pensé en recurrir a la policía, pero ¿qué
denunciar? No había acoso ni seguimiento; nuestros encuentros eran claramente
fortuitos.
Jamás le
hablé, me limité a estudiarle intentando dar razón a lo absurdo. Su fisonomía y
comportamiento no tenían realce ni peculiaridad alguna; vestía sin nada fuera
del común en gente de su edad. Olía bien; estando cerca se podía percibir el
ligero aroma de una marca muy conocida. Aun sin verle sabía que llegaba o que
acababa de marcharse porque, como un testigo, la tenue fragancia aparecía o
desaparecía de repente.
Pasaba el
tiempo procurando evitarle; antes de entrar en cualquier sitio buscaba; miraba;
olfateaba; y al descubrirlo, me iba gruñendo maldiciones por calles y jardines;
me hizo salir encolerizado de oficinas, de centros comerciales, de gimnasios,
de restaurantes. En otras ocasiones, cuando era yo el que estaba, él hacía lo
mismo. Parecíamos estar condenados a ocupar una realidad común e indivisible,
obligados a compartir espacio y tiempo en una existencia ordinaria, incapaces
de desligarnos el uno del otro tratando de acostumbrarnos a lo predecible.
Poco a poco
se convirtió en el eje de mi existencia. Su omnipresente mediocridad me
asfixiaba, pero si digo la verdad, cuando no estaba, me sentía solo, perdido.
Cuando no nos encontrábamos disfrutaba en un acto íntimo del sueño de la
independencia, breves momentos llenos de genuina libertad en los que me sentía
señor de mi existencia, aunque sabía que no tardaban en romperse cuando al
levantar la vista lo veía reflejado en el cristal de un escaparate o
conduciendo un taxi. La obsesión redujo todo mi interés exclusivamente a esa
angustiosa conexión nuestra; olvidé mis aficiones, las ilusiones, la fantasía,
mis sueños. Desatendí a mi familia, a los amigos, aunque no sé por qué los
sentía cerca a todos cuando el tipo enfocaba la mirada en el vacío de una pantalla
de televisión, como si ése fuera el mar de los encuentros, el sitio donde todo
confluía.
Procuré
refugiarme en las exigencias del trabajo; dejé de asistir a lugares públicos y
me recluí en casa, la última guarida de mi intimidad, mi pequeña patria
celestial, el hogar. Ahí podía tener los ojos abiertos sin verle y mis oídos
descansaban del incesante ruido que provocaba a su alrededor. Un silencio
divino me cubría protegiéndome de su recuerdo; me alejaba de él, entonces me
sentía recuperado y escuchaba mis propias preguntas; momentos en los que por
fin sentí calma; paz necesaria para vagar por la tierra interior; por lo más
reservado y oculto de mi ser; descubriéndome tal como soy; no como él cree que
soy.
Así pasé
mucho tiempo, solo, aliviado por el olvido, ya casi ni me acordaba de la cara
del tipo; a decir verdad, era un rostro tan común que era imposible su
recuerdo. Llegué a pensar que todo había sido un sueño, el delirio de un loco,
hasta que una mañana conecté de nuevo la televisión. Ya en el primer noticiario
apareció el sujeto; daban noticia a pie de calle sobre la fuerte nevada del día
anterior y tras la reportera cruzó la pantalla de lado a lado arrebujado en un
abrigo gris. Sentí el reverdecer de la angustia en el estómago, cambié de canal
y ahí estaba entre el público que aplaudía en un programa concursó mirando
fijamente a la cámara, mirándome a mí. Dando arcadas desconecté el aparato.
Quise recuperar la calma, recobrarme, volver a mí, pero fue imposible. Tras
vomitar abrí un ventanuco buscando aire fresco y tras la película que formaban
mis lágrimas lo vi asomado a una de las pequeñas ventanas del bloque de
enfrente observándome con la boca entreabierta.
Bajé a
trompicones las escaleras hasta llegar a mi coche, arranqué sin saber a donde
ir y conduje durante horas por una ancha carretera solitaria hasta llegar a una
infinita llanura donde no había casa, ni árbol, ni piedra sobre la tierra. Salí
del vehículo y caminé durante un buen rato sobre la nieve mullida y plana. No
se oía absolutamente nada, ni siquiera el sonido de mis pasos sobre la nieve.
Al cabo de unos minutos le descubrí en la lejanía, recortándose sobre sobre un
cielo gris, venía hacia mí. Seguimos andando hasta encontrarnos de frente, cara
a cara, nos miramos a los ojos y pregunté:
– ¿Quién
eres?
– No sé –
respondió y comenzó a llorar.
– ¿Cómo te
llamas? – dije algo asustado.
– Tengo
millones de nombres, miles de millones, también el tuyo – dijo secándose las
lágrimas con un pañuelo que exhaló su perfume.
– ¿Cuándo
nos separemos dónde irás? ¿Dónde está tu casa? – volví a preguntar.
– No sé –
dijo tendiéndome la mano.
Se la
estreché, sentí su calor y sonreímos por primera vez, después lo abracé y supe
que estaba solo, que era efímero, único, y comprendí al fin que esa era nuestra
maravillosa grandeza. No nos dijimos nada más. Jamás volví a verle.