¡Ya está! Ya
me morí; estoy muerto. Estoy en la fosa, me enterraron. Lo último que oí fue el
estrépito de los terrones sobre el ataúd; mi ataúd, este que me contiene ahora
y que está cubierto por la tierra que antes pisaba. No siento temor; no siento
nada; no tengo ningún miedo. Sé que ya no respiro, que mi corazón no late, pero
no sé si mis ojos están cerrados o abiertos, no veo nada; no es que vea todo
blanco o todo negro, es que no hay nada y a la nada no se la puede ver. No sé
cuánto tiempo llevaré sepultado; quizás debería estar oliendo mi putrefacción,
pero tampoco olfateo nada, ni oigo, ni trago saliva, nada me pica, ni me
escuece o duele, no tengo sueño, ni frío ni calor; estoy muerto.
Entonces,
¿por qué siguen chispeando los ecos de algunos pensamientos en mi cabeza, por
qué sigo escuchándome en el cerebro? O… en el alma. ¿Hay un alma? ¿De dónde
llegan estas resonancias? ¿Hay una conciencia que no se separa nunca del cuerpo
y que también se descompone poco a poco mientras se separa la carne de nuestros
huesos? Puede que la mente siga trabajando, que no se desconecte de golpe, que
se vaya apagando paso a paso, del mismo modo que se apagan las luces de una
casa; primero la cocina… luego el salón… después el dormitorio… Acaso ahora sea
así y yo esté en las últimas y cuando se apague mi última luz, se habrá
consumido definitivamente otra existencia, como la de otros miles de millones
antes que la mía. Así de simple, no hay más. Así murió Colón, estuviera donde
estuviera, Shakespeare, Gandhi, Stalin o el humilde panadero de cualquier
pueblo. Este es el secreto jamás desvelado. Nadie regresó después de morir para
decir a los vivos que estando muerto no se está bien ni se está mal, que morimos
sin miedo, sin angustia, sin necesidad alguna, sin esperar ningún futuro ni
salvación.
O quizás
estar muerto no sea solo esto; posiblemente me encuentre en una espera. Algo
puede ocurrir, o quizás nunca me ocurra nada más. De repente, podría
aparecérseme una luz divina, o que mi alma comience a filtrarse entre los poros
del ataúd primero y por los millones de granos de la tierra que lo cubren para
elevarse a algún paraíso, o también podría derretírseme como el plomo y colarse
poco a poco hacia algún infierno.
Es el
momento de esperar a alguna divinidad. Puedo esperarla o no esperarla
eternamente porque el tiempo ya no se divide en horas, ni en días; ahora son
eones indefinidos los que me llevan del mañana al ayer y del nunca al siempre.
Ni siquiera existe eso a lo que llamé tiempo.
¿Tendré un
juicio? ¿Seré juzgado por el ojo que todo lo ve, por un juez infalible que sabe
todo lo que se puede saber? Porque él; o ella; o ello; será la sabiduría y, por
lo tanto, todos seremos exonerados de pena y castigo por él, o por ella, o por
ello, porque quien todo lo comprende, todo lo perdona. ¿O seré castigado por lo
que dije y debí callar, o por lo que no hice y debí hacer, o por todo el dolor
que regué por el mundo sin importarme el sufrimiento con tal de satisfacerme?
No lo sé; no sé si habrá o vendrá un juez; o un Dios; o el mismo Satanás,
tampoco me importa. No me importa nada.
Todo lo que
en vida me aterraba, muerto me es tan indiferente como el pestañeo de una vaca
en un prado. El miedo a morir, al infierno, a la nada, al vacío… ¡Qué sublime
tontería! Si pudiera regresar y decir a todos los que sufren la vida: ¡Eh!
Escuchen. Estar vivo es una tremenda carga; lo mejor del mundo es morirse de
una vez, estar muerto y descansar; dejar de comenzar y recomenzar los días y
los años. Es un alivio abandonar esa gota de agua en la que habita nuestra
miserable existencia y que flota en un insondable mar cósmico, guareciendo a
miles de millones de existencias sin sentido como la nuestra.
El impulso
vital, la reproducción de este tremendo error que llamamos vida, nos obliga a
vivir, a amarnos, a devorar a otros seres para seguir existiendo y prolongarnos
en nuestra descendencia.
No sé para
qué existimos, aunque ahora sé por qué merece la pena vivir a pesar de todo. Mi
vida está plenamente justificada por lo único que puede justificar a todas las
vidas: por la belleza.
El color es
bello, la forma es bella, la paternidad fue bella. Los amantes son hermosos, la
geometría, el sexo, la arquitectura, los campos y las nubes; los barcos, el
pan, los besos y los adioses; las mañanas de invierno, el estío, el otoño y la
primavera. Casi todo lo que fabricó la mano del ser humano es bello. Las
matemáticas, los ritos, las risas, las caricias, las nieves y las lluvias son
bellas; los museos, el furioso viento silbante y el que mece a las rosas, las
olas de todos los mares, el agua clara, la amistad, los cristales empañados, el
ondulante vaho de un aromático café, la húmeda selva, el soplo que enfría la
sopa, los caminos, las miradas de los niños, los acantilados y los desiertos,
la porcelana, los perros, los animales, una mesa bien puesta, todo es hermoso.
La caridad, el olvido, el perdón… las madres… cuando te dicen: ¡Buen día!...
Sí; por la belleza merece la pena vivir… El poder, el dinero… no merecen la
pena… Belleza… vida… yo… ya no soy… estoy muerto… morí… la belleza… no tengo miedo…
estoy muerto… yo… vivir es bello… la vida es bella… yo… la vida… vivir… vivir…
vivir… la vida…. …. …